Un nuevo tropel de pobres en franca actitud de combate surgía de todas las esquinas. Muchos iban armados de machetes acabados de robar en los primeros asaltos a las tiendas, y parecían ansiosos por usarlos. Yo no tenía una perspectiva clara de las consecuencias posibles del atentado, y seguía más pendiente del almuerzo que de la protesta, así que volví sobre mis pasos hasta la pensión. Subí a grandes trancos las escaleras, convencido de que mis amigos politizados estaban en pie de guerra. Pero no: el comedor seguía desierto, y mi hermano y José Palencia -que vivían en el cuarto vecino- cantaban con otros amigos en el dormitorio.

– ¡Mataron a Gaitán! -grité.

Hicieron señas de que ya lo sabían, pero el ánimo de todos era más vacacional que funerario, y no interrumpieron la canción. Luego nos sentamos a almorzar en el comedor desierto, convencidos de que aquello no pasaría de allí, hasta que alguien subió el volumen de la radio para que los indiferentes escucháramos. Carlos H. Pareja, haciendo honor a la incitación que me había hecho una hora antes, anunció la constitución de la Junta Revolucionaria de Gobierno integrada por los más notables liberales de izquierda, entre ellos el más conocido escritor y político, Jorge Zalamea. Su primer acuerdo fue la constitución del comité ejecutivo, el comando de la Policía Nacional y todos los órganos para un Estado revolucionario. Luego hablaron los otros miembros de la junta con consignas cada vez más desorbitadas.

En la solemnidad del acto, lo primero que se me ocurrió fue qué iba a pensar mi padre cuando supiera que su primo, el godo duro, era el líder mayor de una revolución de extrema izquierda. La dueña de la pensión, ante el tamaño de los nombres vinculados a las universidades, se sorprendió de que no se comportaran como profesores sino como estudiantes malcriados. Bastaba pasar dos números del cuadrante para encontrarse con un país distinto. En la Radio Nacional, los liberales oficialistas llamaban a la calma, en otras clamaban contra los comunistas fieles a Moscú, mientras los dirigentes más altos del liberalismo oficial desafiaban los riesgos de las calles en guerra, tratando de llegar al Palacio Presidencial para negociar un compromiso de unidad con el gobierno conservador.

Seguimos aturdidos por aquella confusión demente hasta que un hijo de la dueña gritó de pronto que la casa estaba quemándose. En efecto, se había abierto una grieta en el muro de calicanto del fondo, y un humo negro y espeso empezaba a enrarecer el aire de los dormitorios. Provenía sin duda de la Gobernación Departamental, contigua a la pensión, que había sido incendiada por los manifestantes, pero el muro parecía bastante fuerte para resistir. Así que bajamos la escalera a zancadas y nos encontramos en una ciudad en guerra. Los asaltantes desaforados tiraban por las ventanas de la Gobernación cuanto encontraban en las oficinas. El humo de los incendios había nublado el aire, y el cielo encapotado era un manto siniestro. Hordas enloquecidas, armadas de machetes y toda clase de herramientas robadas en las ferreterías, asaltaban y prendían fuego al comercio de la carrera Séptima y las calles adyacentes con ayuda de policías amotinados. Una visión instantánea nos bastó para darnos cuenta de que la situación era incontrolable. Mi hermano se anticipó a mi pensamiento con un grito:

– ¡Mierda, la máquina de escribir!

Corrimos hacia la casa de empeño que todavía estaba intacta, con las rejas de hierro bien cerradas, pero la máquina no estaba donde había estado siempre. No nos preocupamos, pensando que en los días siguientes podríamos recuperarla, sin darnos cuenta todavía de que aquel desastre colosal no tendría días siguientes.

La guarnición militar de Bogotá se limitó a proteger los centros oficiales y los bancos, y el orden público quedó a cargo de nadie. Muchos altos mandos de la policía se atrincheraron en la Quinta División desde las primeras horas, y numerosos agentes callejeros los siguieron con cargamentos de armas recogidas en las calles. Varios de ellos, con el brazal rojo de los alzados, hicieron una descarga de fusil tan cerca de nosotros que me retumbo dentro del pecho. Desde entonces tengo la convicción de que un fusil puede matar con el solo estampido.

Al regreso de la casa de empeño vimos devastar en minutos el comercio de la carrera Octava, que era el más rico de la ciudad. Las joyas exquisitas, los paños ingleses y los sombreros de Bond Street que los estudiantes costeños admirábamos en las vitrinas inalcanzables, estaban entonces a la mano de todos, ante los soldados impasibles que custodiaban los bancos extranjeros. El muy recafé San Marino, donde nunca pudimos entrar, estaba abierto y desmantelado, por una vez sin los meseros de esmoquin que se anticipaban a impedir la entrada de estudiantes caribes.

Algunos de los que salían cargados de ropa fina y grandes rollos de paño en el hombro los dejaban tirados en medio de la calle. Recogí uno, sin pensar que pesaba tanto, y tuve que abandonarlo con el dolor de mi alma. Por todas partes tropezábamos con aparatos domésticos tirados en las calles, y no era fácil caminar por entre las botellas de whisky de grandes marcas y toda clase de bebidas exóticas que las turbas degollaban a machetazos. Mi hermano Luis Enrique y José Falencia encontraron saldos del saqueo en un almacén de buena ropa, entre ellos un vestido azul celeste de muy buen paño y con la talla exacta de mi padre, que lo usó durante años en ocasiones solemnes. Mi único trofeo providencial fue la carpeta de piel de ternera del salón de té más caro de la ciudad, que me sirvió para llevar mis originales bajo el brazo en las muchas noches de los años siguientes en que no tuve dónde dormir.

Iba con un grupo que se abría paso por la carrera Octava rumbo al Capitolio, cuando una descarga de metralla barrió a los primeros que se asomaron en la plaza de Bolívar. Los muertos y heridos instantáneos apelotonados en mitad de la calle nos frenaron en seco, un moribundo bañado en sangre que salió a rastras del promontorio me agarró por la bota del pantalón y gritó usúplica desgarradora:

«Joven, por el amor de Dios, ¡no me deje morir!

Huí despavorido. Desde entonces aprendí a olvidar otros horrores, míos y ajenos, pero nunca olvidé el desamparo de aquellos ojos en el fulgor de los incendios. Sin embargo, todavía me sorprende no haber pensado ni un instante que mi hermano y yo fuéramos a morir en aquel infierno sin cuartel.

Desde las tres de la tarde había empezado a llover en ráfagas, pero después de las cinco se desgajó un diluvio bíblico que apagó muchos incendios menores y disminuyó los ímpetus de la rebelión. La escasa guarnición de Bogotá, incapaz de enfrentarla, desarticuló la furia callejera. No fue reforzada hasta después de la medianoche por las tropas de urgencia de los departamentos vecinos, sobre todo de Boyacá, que tenía el mal prestigio de ser la escuela de la violencia oficial. Hasta entonces la radio incitaba pero no informaba, de modo que toda noticia carecía de origen, y la verdad era imposible. Las tropas de refresco recuperaron en la madrugada el centro comercial devastado por las hordas y sin más luz que la de los incendios, pero la resistencia politizada continuó todavía por varios días con francotiradores apostados en torres y azoteas. A esa hora, los muertos en las calles eran ya incontables.

Cuando volvimos a la pensión la mayor parte del centro estaba en llamas, con tranvías volcados y escombros de automóviles que servían de barricadas casuales. Metimos en una maleta las pocas cosas que valía la pena, y sólo después me di cuenta de que se me quedaron borradores de dos o tres cuentos impublicables, el diccionario del abuelo, que nunca recuperé, y el libro de Diógenes Laercio que recibí como premio de primer bachiller.

Lo único que se nos ocurrió fue pedir asilo con mi hermano en casa del tío Juanito, a sólo cuatro cuadras de la pensión. Era un apartamento de segundo piso, con una sala, comedor y dos alcobas, donde el tío vivía con su esposa y sus hijos Eduardo, Margarita y Nicolás, el mayor, que había estado un tiempo conmigo en la pensión. Apenas cabíamos, pero los Márquez Caballero tuvieron el buen corazón de improvisar espacios donde no los había, incluso en el comedor, y no sólo para nosotros sino para otros amigos nuestros y compañeros de pensión: José Falencia, Domingo Manuel Vega, Carmelo Martínez -todos ellos de Sucre- y otros que apenas conocíamos.