El tercer viajero, por supuesto, era Jack el Destripador mi compañero de cuarto, que hablaba dormido en lengua bárbara durante horas enteras. Sus parlamentos tenían una condición melódica que le daba un fondo nuevo a mis lecturas de la madrugada. Me dijo que no era consciente de eso, ni sabía qué idioma podía ser en el que soñaba, porque de niño se entendió con los maromeros de su circo en seis dialectos asiáticos, pero los había perdido todos cuando murió su madre. Sólo le quedó el polaco, que era su lengua original, pero pudimos establecer que tampoco era ésa la que hablaba dormido. No recuerdo un ser más adorable mientras aceitaba y probaba el filo de sus cuchillos siniestros en su lengua rosada.

Su único problema había sido el primer día en el comedor cuando les reclamó a los meseros que no podría sobrevivir al viaje si no le servían cuatro raciones. El contramaestre le explicó que así sería si las pagaba como un suplemento con una rebaja especial. El alegó que había viajado por los mares del mundo y en todos le reconocieron el derecho humano de no dejarlo morir de hambre. El caso subió hasta el capitán, quien decidió muy a la colombiana que le sirvieran dos raciones, y que a los meseros se les fuera la mano hasta dos más por distracción. Él se ayudó además picando con el tenedor los platos de los compañeros de mesa y de algunos vecinos inapetentes, que gozaban con sus ocurrencias. Había que estar allí para creerlo.

Yo no sabía qué hacer de mi, hasta que en La Gloria se embarcó un grupo de estudiantes que armaban tríos y cuartetos en las noches, y cantaban hermosas serenatas con boleros de amor. Cuando descubrí que les sobraba un tiple me hice cargo de él, ensayé con ellos en las tardes y cantábamos hasta el amanecer. El tedio de mis horas libres encontró remedio por una razón del corazón: el que no canta no puede imaginarse lo que es el placer de cantar.

Una noche de gran luna nos despertó un lamento desgarrador que nos llegaba de la ribera. El capitán Clímaco Conde Abello, uno de los más grandes, dio orden de buscar con reflectores el origen de aquel llanto, y era una hembra de manatí que se había enredado en las ramas de un árbol caído. Los vaporinos se echaron al agua, la amarraron a un cabrestante y lograron desencallarla. Era un ser fantástico y enternecedor, entre mujer y vaca, de casi cuatro metros de largo. Su piel era lívida y tierna, y su torso de grandes tetas era de madre bíblica. Fue al mismo capitán Conde Abello a quien le oí decir por primera vez que el mundo se iba a acabar si seguían matando los animales del río, y prohibió disparar desde su barco.

– ¡El que quiera matar a alguien, que vaya a matarlo en su casa! -gritó-. No en mi buque.

El 19 de enero de 1961, diecisiete años después, lo recuerdo como un día ingrato, por un amigo que me llamó por teléfono a México para contarme que el vapor David Arango se había incendiado y convertido en cenizas en el puerto de Magangué. Colgué con la conciencia horrible de que aquel día se acababa mi juventud, y de que lo poco que ya nos quedaba de nuestro río de nostalgias se había ido al carajo. Hoy el río Magdalena está muerto, con sus aguas podridas y sus animales extinguidos. Los trabajos de recuperación de que tanto han hablado los gobiernos sucesivos que nada han hecho, requerirían la siembra técnica de unos sesenta millones de árboles en un noventa por ciento de las tierras de propiedad privada, cuyos dueños tendrían que renunciar por el solo amor a la patria al noventa por ciento de sus ingresos actuales.

Cada viaje dejaba grandes enseñanzas de vida que nos vinculaban de un modo efímero pero inolvidable a la de los pueblos de paso, donde muchos de nosotros se enredaron para siempre con su destino. Un renombrado estudiante de medicina se metió sin ser invitado en un baile de bodas, bailó sin permiso con la mujer más bonita de la fiesta y el marido lo mató de un tiro. Otro se casó en una borrachera épica con la primera muchacha que le gustó en Puerto Berrío, y sigue feliz con ella y con sus nueve hijos. José Palencia, nuestro amigo de Sucre, se había ganado una vaca en un concurso de tamboreros en Tenerife, y allí mismo la vendió por cincuenta pesos: una fortuna para la época. En el inmenso barrio de tolerancia de Barrancabermeja, la capital del petróleo, nos llevamos la sorpresa de encontrar cantando con la orquesta de un burdel a Ángel Casij Palencia, primo hermano de José, que había desaparecido de Sucre sin dejar rastro desde el año anterior. La cuenta de la pachanga la asumió la orquesta hasta el amanecer.

Mi recuerdo más ingrato es el de una cantina sombría de Puerto Berrío, de donde la policía nos sacó a golpes de garrote a cuatro pasajeros, sin dar explicaciones ni escucharlas, y nos arrestaron bajo el cargo de haber violado a una estudiante. Cuando llegamos a la comandancia de policía ya tenían entre rejas y sin un solo rasguño a los verdaderos culpables, unos vagos locales que no tenían nada que ver con nuestro buque.

En la escala final, Puerto Salgar, había que desembarcar a las cinco de la mañana vestidos para las tierras altas. Los hombres de paño negro, con chaleco y sombreros hongo y los abrigos colgados del brazo, habían cambiado de identidad entre el salterio de los sapos y la pestilencia del río saturado de animales muertos. A la hora del desembarco tuve una sorpresa insólita. Una amiga de última hora había convencido a mi madre de hacerme un petate de corroncho con un chinchorro de pita, una manta de lana y una bacinilla de emergencia, y todo envuelto en una estera de esparto y amarrada en cruz con los hicos de la hamaca. Mis compañeros músicos no pudieron soportar la risa de verme con semejante equipaje en la cuna de la civilización, y el más resuelto hizo lo que yo no me hubiera atrevido: lo tiró al agua. Mi última visión de aquel viaje inolvidable fue la del petate que regresaba a sus orígenes ondulando en la corriente. El tren de Puerto Salgar subía como gateando por las cornisas de rocas en las primeras cuatro horas. En los tramos más empinados se descolgaba para tomar impulso y volvía a intentar el ascenso con un resuello de dragón. A veces era necesario que los pasajeros se bajaran para aligerarlo del peso, y remontar a pie hasta la cornisa siguiente. Los pueblos del camino eran tristes y helados, y en las estaciones desiertas sólo nos esperaban las vendedoras de toda la vida que ofrecían por la ventanilla del vagón unas gallinas gordas y amarillas, cocinadas enteras, y unas papas nevadas que sabían a gloria. Allí sentí por primera vez un estado del cuerpo desconocido e invisible: el frío. Al atardecer, por fortuna, se abrían de pronto hasta el horizonte las sabanas inmensas, verdes y bellas como un mar del cielo. El mundo se volvía tranquilo y breve. El ambiente del tren se volvía otro. Me había olvidado por completo del lector insaciable, cuando apareció de pronto y se sentó enfrente de mí con un aspecto de urgencia. Fue increíble. Lo había impresionado un bolero que cantábamos en las noches del buque y me pidió que se lo copiara. No sólo lo hice, sino que le enseñé a cantarlo. Me sorprendió su buen oído y la lumbre de su voz cuando la cantó solo, justo y bien, desde la primera vez.

– ¡Esa mujer se va a morir cuando la oiga! -exclamó radiante.

Así entendí su ansiedad. Desde que oyó el bolero cantado por nosotros en el buque, sintió que sería una revelación para la novia que lo había despedido tres meses antes en Bogotá y aquella tarde lo esperaba en la estación. Lo había vuelto a oír dos o tres veces, y era capaz de reconstruirlo a pedazos, pero al verme solo en la poltrona del tren había resuelto pedirme el favor. También yo tuve entonces la audacia de decirle con toda intención, y sin que viniera al caso, cuánto me había sorprendido en su mesa un libro tan difícil de encontrar. Su sorpresa fue auténtica:

– ¿Cuál?

– El doble.

Rió complacido.

– Todavía no lo he terminado -dijo-. Pero es una de las cosas más extrañas que me ha caído en las manos.