– A ti lo que te hace falta es una buena pierna.

Lo tomó tan en serio que casi todos los días se iba media hora al billar de la esquina y me dejaba detrás del cancel de la sastrería con amigas suyas de todos los pelajes, y nunca con la misma. Fue una temporada de desafueros creativos, que parecieron confirmar el diagnóstico clínico de Abelardo, pues al año siguiente volví al colegio en mi sano juicio.

Nunca olvidé la alegría con que me recibieron de regreso en el colegio San José y la admiración con que celebraron los globulitos de mi padre. Esta vez no fui a vivir donde los Valdeblánquez, que ya no cabían en su casa por el nacimiento de su segundo hijo, sino a la casa de don Eliécer García, un hermano de mi abuela paterna, famoso por su bondad y su honradez. Trabajó en un banco hasta la edad de retiro, y lo que más me conmovió fue su pasión eterna por la lengua inglesa. La estudió a lo largo de su vida desde el amanecer, y en la noche hasta muy tarde, como ejercicios cantados con muy buena voz y buen acento, hasta que se lo permitió la edad. Los días de fiesta se iba al puerto a cazar turistas para hablar con ellos, y llegó a tener tanto dominio como el que tuvo siempre en castellano, pero su timidez le impidió hablarlo con nadie conocido. Sus tres hijos varones, todos mayores que yo, y su hija Valentina, no pudieron escucharlo jamás.

Por Valentina -que fue mi gran amiga y una lectora inspirada- descubrí la existencia del movimiento Arena y Cielo, formado por un grupo de poetas jóvenes que se habían propuesto renovar la poesía de la costa caribe con el buen ejemplo de Pablo Neruda. En realidad eran una réplica local del grupo Piedra y Cielo que reinaba por aquellos años en los cafés de poetas de Bogotá y en los suplementos literarios dirigidos por Eduardo Carranza, a la sombra del español Juan Ramón Jiménez, con la determinación saludable de arrasar con las hojas muertas del siglo XIX. No eran más de media docena apenas salidos de la adolescencia, pero habían irrumpido con tanta fuerza en los suplementos literarios de la costa que empezaban a ser vistos como una gran promesa artística.

El capitán de Arena y Cielo se llamaba César Augusto del Valle, de unos veintidós años, que había llevado su ímpetu renovador no sólo a los temas y los sentimientos sino también a la ortografía y las leyes gramaticales de sus poemas. A los puristas les parecía un hereje, a los académicos les parecía un imbécil y a los clásicos les parecía un energúmeno. La verdad, sin embargo, era que por encima de su militancia contagiosa -como Neruda- era un romántico incorregible.

Mi prima Valentina me llevó un domingo a la casa donde César vivía con sus padres, en el barrio de San Roque, el más parrandero de la ciudad. Era de huesos firmes, prieto y flaco, de grandes dientes de conejo y el cabello alborotado de los poetas de su tiempo. Y, sobre todo, parrandero y desbraguetado. Su casa, de clase media pobre, estaba tapizada de libros sin espacio para uno más. Su padre era un hombre serio y más bien triste, con aires de funcionario en retiro, y parecía atribulado por la vocación estéril de su hijo. Su madre me acogió con una cierta lástima como a otro hijo aquejado del mismo mal que tanto la había hecho llorar por el suyo.

Aquella casa fue para mí la revelación de un mundo que quizás intuía a mis catorce años, pero nunca había imaginado hasta qué punto. Desde aquel primer día me volví su visitante más asiduo, y le quitaba tanto tiempo al poeta que todavía hoy no me explico cómo podía soportarme. He llegado a pensar que me usaba para practicar sus teorías literarias, tal vez arbitrarias pero deslumbrantes, con un interlocutor asombrado pero inofensivo. Me prestaba libros de poetas que nunca había oído nombrar, y los comentaba con él sin una conciencia mínima de mi audacia. Sobre todo con Neruda, cuyo «Poema Veinte» aprendí de memoria para sacar de sus casillas a alguno de los jesuítas que no transitaban por esos andurriales de la poesía. Por aquellos días se alborotó el ambiente cultural de la ciudad con un poema de Meira Delmar a Cartagena de Indias que saturó todos los medios de la costa. Fue tal la maestría de la dicción y la voz con que me lo leyó César del Valle, que lo aprendí de memoria en la segunda lectura.

Otras muchas veces no podíamos hablar porque César estaba escribiendo a su manera. Caminaba por cuartos y corredores como en otro mundo, y cada dos o tres minutos pasaba frente a mí como un sonámbulo, y de pronto se sentaba a la máquina, escribía un verso, una palabra, un punto y coma quizás, y volvía a caminar. Yo lo observaba trastornado por la emoción celestial de estar descubriendo el único y secreto modo de escribir la poesía. Así fue siempre en mis años del colegio San José, que me dieron la base retórica para soltar mis duendes. La última noticia que tuve de aquel poeta inolvidable, dos años después en Bogotá, fue un telegrama de Valentina con las dos palabras únicas que no tuvo corazón para firmar: «Murió César».

Mi primer sentimiento en una Barranquilla sin mis padres fue la conciencia del libre albedrío. Tenía amistades que mantenía más allá del colegio. Entre ellos Álvaro del Toro -que me hacía la segunda voz en las declamaciones del recreo- y con la tribu de los Arteta, con quienes solía escaparme para las librerías y el cine. Pues el único límite que me impusieron en casa del tío Eliécer, para proteger su responsabilidad, fue que no llegara después de las ocho de la noche.

Un día que esperaba a César del Valle leyendo en la sala de su casa, había llegado a buscarlo una mujer sorprendente. Se llamaba Martina Fonseca y era una blanca vaciada en un molde de mulata, inteligente y autónoma, que bien podía ser la amante del poeta. Por dos o tres horas viví a plenitud el placer de conversar con ella, hasta que César volvió a casa y se fueron juntos sin decir para dónde. No volví a saber de ella hasta el Miércoles de Ceniza de aquel año, cuando salí de la misa mayor, y la encontré esperándome en un escaño del parque. Creí que era una aparición. Llevaba una bata de lino bordado que purificaba su hermosura, un collar de fantasía y una flor de fuego vivo en el descote. Sin embargo, lo que más aprecio ahora en el recuerdo es el modo en que me invitó a su casa sin un mínimo indicio de premeditación, sin que tomáramos en cuenta el signo sagrado de la cruz de ceniza que ambos teníamos en la frente. Su marido, que era práctico de un buque en el río Magdalena, estaba en su viaje de oficio de doce días. ¿Qué tenía de raro que su esposa me invitara un sábado casual a un chocolate con almojábanas? Sólo que el ritual se repitió todo el resto del año mientras el marido andaba en su buque, y siempre de cuatro a siete, que era el tiempo del programa juvenil del cine Rex que me servía de pretexto en la casa de mi tío Eliécer para estar con ella.

Su especialidad profesional era preparar para los ascensos a maestros de primaria. A los mejor calificados los atendía en sus horas libres con chocolate y almojábanas, de modo que al bullicioso vecindario no le llamó la atención el nuevo alumno de los sábados. Fue sorprendente la fluidez de aquel amor secreto que ardió a fuego loco desde marzo hasta noviembre. Después de los dos primeros sábados creí que no podía soportar más los deseos desaforados de estar con ella a toda hora.

Estábamos a salvo de todo riesgo, porque su marido anunciaba su llegada a la ciudad con una clave para que ella supiera que estaba entrando en el puerto. Así fue el tercer sábado de nuestros amores, cuando estábamos en la cama y se oyó el bramido lejano. Ella quedó tensa.

– Tate quieto -me dijo, y esperó dos bramidos más. No saltó de la cama, como yo lo esperaba por mi propio miedo, sino que prosiguió impávida-: Todavía nos quedan más de tres horas de vida.

Ella me lo había descrito como «un negrazo de dos metros y un jeme, con una tranca de artillero». Estuve a punto de romper las reglas del juego por el zarpazo de los celos, y no de cualquier modo: quería matarlo. Lo resolvió la madurez de ella, que desde entonces me llevó de cabestro a través de los escollos de la vida real como a un lobito con piel de cordero.