Iba muy mal en el colegio y no quería saber nada de eso, pero Martina se hizo cargo de mi calvario escolar. Le sorprendió el infantilismo de descuidar las clases por complacer al demonio de una irresistible vocación de vida. «Es lógico -le dije-. Si esta cama fuera el colegio y tú fueras la maestra, yo sería el número uno no sólo de la clase sino de toda la escuela.» Ella lo tomó como un ejemplo certero.
– Es justo eso lo que vamos a hacer -me dijo.
Sin demasiados sacrificios emprendió la tarea de mi rehabilitación con un horario fijo. Me resolvía las tareas y me preparaba para la semana siguiente entre retozos de cama y regaños de madre. Si los deberes no estaban bien y a tiempo me castigaba con la veda de un sábado por cada tres faltas. Nunca pasé de dos. Mis cambios empezaron a notarse en el colegio.
Sin embargo, lo que me enseñó en la práctica fue una fórmula infalible que por desgracia sólo me sirvió en el último grado del bachillerato: si prestaba atención en las clases y hacía yo mismo las tareas en vez de copiarlas de mis compañeros, podía ser bien calificado y leer a mi antojo en mis horas libres, y seguir mi vida propia sin trasnochos agotadores ni sustos inútiles. Gracias a esa receta mágica fui el primero de la promoción aquel año de 1942 con medalla de excelencia y menciones honoríficas de toda índole. Pero las gratitudes confidenciales se las llevaron los médicos por lo bien que me habían sanado de la locura. En la fiesta caí en la cuenta de que había una mala dosis de cinismo en la emoción con que yo agradecía en los años anteriores los elogios por méritos que no eran míos. En el último año, cuando fueron merecidos, me pareció decente no agradecerlos. Pero correspondí de todo corazón con el poema «El circo», de Guillermo Valencia, que recité completo sin consueta en el acto final, y más asustado que un cristiano frente a los leones.
En las vacaciones de aquel buen año había previsto visitar a la abuela Tranquilina en Aracataca, pero ella tuvo que ir de urgencia a Barranquilla para operarse de las cataratas. La alegría de verla de nuevo se completó con la del diccionario del abuelo que me llevó de regalo. Nunca había sido consciente de que estaba perdiendo la vista, o no quiso confesarlo, hasta que ya no pudo moverse de su cuarto. La operación en el hospital de Caridad fue rápida y con buen pronóstico. Cuando le quitaron las vendas, sentada en la cama, abrió los ojos radiantes de su nueva juventud se le iluminó el rostro y resumió su alegría con una sola palabra:
– Veo.
El cirujano quiso precisar qué tanto veía y ella barrió el cuarto con su mirada nueva y enumeró cada cosa con una precisión admirable. El médico se quedó sin aire. pues sólo yo sabía que las cosas que enumeró la abuela no eran las que tenía enfrente en el cuarto del hospital, sino las de su dormitorio de Aracataca, que recordaba de memoria y en su orden. Nunca más recobró la vista.
Mis padres insistieron en que pasara las vacaciones con ellos en Sucre y que llevara conmigo a la abuela. Mucho más envejecida de lo que mandaba la edad, y con la mente a la deriva, se le había afinado la belleza de la voz y cantaba más y con más inspiración que nunca. Mi madre cuidó de que la mantuvieran limpia y arreglada, como a una muñeca enorme. Era evidente que se daba cuenta del mundo, pero lo refería al pasado. Sobre todo los programas de radio, que despertaban en ella un interés infantil. Reconocía las voces de los distintos locutores a quienes identificaba como amigos de su juventud en Riohacha, porque nunca entró un radio en su casa de Aracataca. Contradecía o criticaba algunos comentarios de los locutores, discutía con ellos los temas más variados o les reprochaba cualquier error gramatical como si estuvieran en carne y hueso junto a su cama, y se negaba a que la cambiaran de ropa mientras no se despidieran. Entonces les correspondía con su buena educación intacta:
– Tenga usted muy buenas noches, señor.
Muchos misterios de cosas perdidas, de secretos guardados o de asuntos prohibidos se aclararon en sus monólogos: quién se llevó escondida en un baúl la bomba del agua que desapareció de la casa de Aracataca, quién había sido en realidad el padre de Matilde Salmona, cuyos hermanos lo confundieron con otro y se lo cobraron a bala.
Tampoco fueron fáciles mis primeras vacaciones en Sucre sin Martina Fonseca, pero no hubo ni una mínima posibilidad de que se fuera conmigo. La sola idea de no verla durante dos meses me había parecido irreal. Pero a ella no. Al contrario, cuando le toqué el tema, me di cuenta de que ya estaba, como siempre, tres pasos delante de mí.
– De eso quería hablarte me dijo sin misterios-. Lo mejor para ambos sería que te fueras a estudiar en otra parte ahora que estamos locos de amarrar. Así te darás cuenta de que lo nuestro no será nunca más de lo que ya fue.
La tomé a burla.
– Me voy mañana mismo y regreso dentro de tres meses para quedarme contigo.
Ella me replicó con música de tango:
– ¡Ja, ja, ja, ja!
Entonces aprendí que Martina era fácil de convencer cuando decía que sí pero nunca cuando decía que no. Así que agarré el guante, bañado en lágrimas, y me propuse ser otro en la vida que ella pensó para mí: otra ciudad, otro colegio, otros amigos y hasta otro modo de ser. Apenas lo pensé. Con la autoridad de mis muchas medallas, lo primero que dije a mi padre con una cierta solemnidad fue que no volvería al colegio San José. Ni a Barranquilla.
– ¡Bendito sea Dios! dijo él-. Siempre me había preguntado de dónde sacaste el romanticismo de estudiar con los jesuitas.
Mi madre pasó por alto el comentario.
– Si no es allá tiene que ser en Bogotá -dijo.
– Entonces no será en ninguna parte -replicó papá de inmediato-, porque no hay plata que alcance para los cachacos.
Es raro, pero la sola idea de no seguir estudiando, que había sido el sueño de mi vida, me pareció entonces inverosímil. Hasta el extremo de apelar a un sueño que nunca me pareció alcanzable.
– Hay becas -dije.
– Muchísimas -dijo papá-, pero para los ricos.
En parte era cierto, pero no por favoritismos, sino porque los trámites eran difíciles y las condiciones mal divulgadas. Por obra del centralismo, todo el que aspirara a una beca tenía que ir a Bogotá, mil kilómetros en ocho días de viaje que costaban casi tanto como tres meses en el internado de un buen colegio. Pero aun así podía ser inútil. Mi madre se exasperó:
– Cuando uno destapa la máquina de la plata se sabe dónde se empieza pero no dónde se termina.
Además, ya había otras obligaciones atrasadas. Luis Enrique, que tenía un año menos que yo, estuvo matriculado en dos escuelas locales y de ambas había desertado a los pocos meses. Margarita y Aída estudiaban bien en la escuela primaria de las monjas, pero ya empezaban a pensar en una ciudad cercana y menos costosa para el bachillerato. Gustavo, Ligia, Rita y Jaime no eran todavía urgentes, pero crecían a un ritmo amenazante. Tanto ellos como los tres que nacieron después me trataron como a alguien que siempre llegaba para irse.
Fue mi año decisivo. La atracción mayor de cada carroza eran las muchachas escogidas por su gracia y su belleza, y vestidas como reinas, que recitaban versos alusivos a la guerra simbólica entre las dos mitades del pueblo. Yo, todavía medio forastero, disfrutaba del privilegio de ser neutral, y así me comportaba. Aquel año, sin embargo, cedí ante los ruegos de los capitanes de Congoveo para que les escribiera los versos para mi hermana Carmen Rosa, que sería la reina de una carroza monumental. Los complací encantado, pero me excedí en los ataques al adversario por mi ignorancia de las reglas del juego. No me quedó otro recurso que enmendar el escándalo con dos poemas de paz: uno reparador para la bella de Congoveo y otro de reconciliación para la bella de Zulia. El incidente se hizo público. El poeta anónimo, apenas conocido en la población, fue el héroe de la jornada. El episodio me presentó en sociedad y me mereció la amistad de ambos bandos. Desde entonces no me alcanzó el tiempo para ayudar en comedias infantiles, bazares de caridad, tómbolas de beneficencia y hasta el discurso de un candidato al concejo municipal.