– Son bobadas mías.

El padre Mejía tomó nota de la respuesta, y publicó los versos con ese título -«Bobadas mías»- y con la firma de Gabito, en el número siguiente de la revista y con la autorización de las víctimas. En dos números sucesivos tuve que publicar otra serie a petición de mis compañeros de clase. De modo que esos versos infantiles -quiéralo o no- son en rigor mi opera prima.

El vicio de leer lo que me cayera en las manos ocupaba mi tiempo libre y casi todo el de las clases. Podía recitar poemas completos del repertorio popular que entonces eran de uso corriente en Colombia, y los más hermosos del Siglo de Oro y el romanticismo españoles, muchos de ellos aprendidos en los mismos textos del colegio. Estos conocimientos extemporáneos a mi edad exasperaban a los maestros, pues cada vez que me hacían en clase alguna pregunta mortal les contestaba con una cita literaria o alguna idea libresca que ellos no estaban en condiciones de evaluar. El padre Mejía lo dijo: «Es un niño redicho», por no decir insoportable. Nunca tuve que forzar la memoria, pues los poemas y algunos trozos de buena prosa clásica se me quedaban grabados en tres o cuatro relecturas. El primer estilógrafo que tuve se lo gané al padre prefecto porque le recité sin tropiezos las cincuenta y siete décimas de «El vértigo» de Gaspar Núñez de Arce.

Leía en las clases, con el libro abierto sobre las rodillas, y con tal descaro que mi impunidad sólo parecía posible por la complicidad de los maestros. Lo único que no logré con mis marrullerías bien rimadas fue que me perdonaran la misa diaria a las siete de la mañana. Además de escribir mis bobadas, hacía de solista en el coro dibujaba caricaturas de burla, recitaba poemas en las sesiones solemnes, y tantas cosas más fuera de horas y lugar, que nadie entendía a qué horas estudiaba. La razón era la más simple: no estudiaba.

En medio de tanto dinamismo superfluo, todavía no entiendo por qué los maestros se ocupaban tanto de mí sin dar voces de escándalo por mi mala ortografía. Al contrario de mi madre, que le escondía a papá algunas de mis cartas para mantenerlo vivo, y otras me las devolvía corregidas y a veces con sus parabienes por ciertos progresos gramaticales y el buen uso de las palabras. Pero al cabo de dos años no hubo mejoras a la vista. Hoy mi problema sigue siendo el mismo: nunca pude entender por qué se admiten letras mudas o dos letras distintas con el mismo sonido, y tantas otras normas ociosas.

Fue así como me descubrí una vocación que me iba a acompañar toda la vida: el gusto de conversar con alumnos mayores que yo. Aún hoy, en reuniones de jóvenes que podrían ser mis nietos, tengo que hacer un esfuerzo para no sentirme menor que ellos. Así me hice amigo de dos condiscípulos mayores que más tarde fueron mis compañeros en trechos históricos de mi vida. El uno era Juan B. Fernández, hijo de uno de los tres fundadores y propietarios del periódico El Heraldo, en Barranquilla, donde hice mis primeros chapuzones de prensa, y donde él se formó desde sus primeras letras hasta la dirección general. El otro era Enrique Scopell, hijo de un fotógrafo cubano legendario en la ciudad, y él mismo reportero gráfico. Sin embargo, mi gratitud con él no fue tanto por nuestros trabajos comunes en la prensa, sino por su oficio de curtidor de pieles salvajes que exportaba para medio mundo. En alguno de mis primeros viajes al exterior me regaló la de un caimán de tres metros de largo.

– Esta piel cuesta un dineral -me dijo sin dramatismos-, pero te aconsejo que no la vendas mientras no sientas que te vas a morir de hambre.

Todavía me pregunto hasta qué punto el sabio Quique Scopell sabía que estaba dándome un amuleto eterno, pues en realidad habría tenido que venderla muchas veces en mis años de faminas recurrentes. Sin embargo, todavía la conservo, polvorienta y casi petrificada, porque desde que la llevo en la maleta por el mundo entero no volvió a faltarme un centavo para comer.

Los maestros jesuítas, tan severos en clases, eran distintos en los recreos, donde nos enseñaban lo que no decían dentro y se desahogaban con lo que en realidad hubieran querido enseñar. Hasta donde era posible a mi edad, creo recordar que esa diferencia se notaba demasiado y nos ayudaba más. El padre Luis Posada, un cachaco muy joven de mentalidad progresista, que trabajó muchos años en sectores sindicales, tenía un archivo de tarjetas con toda clase de pistas enciclopédicas comprimidas, en especial sobre libros y autores. El padre Ignacio Zaldívar era un vasco montañés que seguí frecuentando en Cartagena hasta su buena vejez en el convento de San Pedro Claver. El padre Eduardo Núñez tenía ya muy avanzada una historia monumental de la literatura colombiana, de cuya suerte nunca tuve noticia. El viejo padre Manuel Hidalgo, maestro de canto, ya muy mayor, detectaba las vocaciones por su cuenta y se permitía incursiones en músicas paganas que no estaban previstas.

Con el padre Pieschacón, el rector, tuve algunas charlas casuales, y de ellas me quedó la certidumbre de que me veía como a un adulto, no sólo por los temas que se planteaban sino por sus explicaciones atrevidas. En mi vida fue decisivo para clarificar la concepción sobre el cielo y el infierno, que no lograba conciliar con los datos del catecismo por simples obstáculos geográficos. Contra esos dogmas el rector me alivió con sus ideas audaces. El cielo era, sin más complicaciones teológicas, la presencia de Dios. El infierno, por supuesto, era lo contrario. Pero en dos ocasiones me confesó su problema de que «de todos modos en el infierno había fuego», pero no lograba explicarlo. Más por esas lecciones en los recreos que por las clases formales, terminé el año con el pecho acorazado de medallas.

Mis primeras vacaciones en Sucre empezaron un domingo a las cuatro de la tarde, en un muelle adornado con guirnaldas y globos de colores, y una plaza convertida en un bazar de Pascua. No bien pisé tierra firme, una muchacha muy bella, rubia y de una espontaneidad abrumadora se colgó de mi cuello y me sofocó a besos. Era mi hermana Carmen Rosa, la hija de mi papá antes de su matrimonio, que había ido a pasar una temporada con su familia desconocida. También llegó en esa ocasión otro hijo de papá, Abelardo, un buen sastre de oficio que instaló su taller a un lado de la plaza mayor y fue mi maestro de vida en la pubertad.

La casa nueva y recién amueblada tenía un aire de fiesta y un hermano nuevo: Jaime, nacido en mayo bajo el buen signo de Géminís, y además seismesino. No lo supe hasta la llegada, pues los padres parecían resueltos a moderar los nacimientos anuales, pero mi madre se apresuró a explicarme que aquél era un tributo a santa Rita por la prosperidad que había entrado en la casa. Estaba rejuvenecida y alegre, más cantora que siempre, y papá flotaba en un aire de buen humor, con el consultorio repleto y la farmacia bien surtida, sobre todo los domingos en que llegaban los pacientes de los montes vecinos. No sé si supo nunca que aquella afluencia obedecía en efecto a su fama de buen curador, aunque la gente del campo no se la atribuía a las virtudes homeopáticas de sus globulitos de azúcar y sus aguas prodigiosas, sino a sus buenas artes de brujo.

Sucre estaba mejor que en el recuerdo, por la tradición de que en las fiestas de Navidad la población se dividía en sus dos grandes barrios: Zulia, al sur, y Congoveo, al norte. Aparte de otros desafíos secundarios, se establecía un concurso de carrozas alegóricas que representaban en torneos artísticos la rivalidad histórica de los barrios. En la Nochebuena, por fin, se concentraban en la plaza principal, en medio de grandes controversias, y el público decidía cuál de los dos barrios era el vencedor del año.

Carmen Rosa contribuyó desde su llegada a un nuevo esplendor de la Pascua. Era moderna y coqueta, y se hizo la dueña de los bailes con una cauda de pretendientes alborotados. Mi madre, tan celosa de sus hijas, no lo era con ella, y por el contrario le facilitaba los noviazgos que introdujeron una nota insólita en la casa. Fue una relación de cómplices, como nunca la tuvo mi madre con sus propias hijas. Abelardo, por su parte, resolvió su vida de otro modo, en un taller de un solo espacio dividido por un cancel. Como sastre le fue bien, pero no tan bien como le fue con su parsimonia de garañón, pues más era el tiempo que se le iba bien acompañado en la cama detrás del cancel, que solo y aburrido en la máquina de coser.