Me sentía viviendo un sueño, pues no había aspirado a la beca porque quisiera estudiar, sino por mantener mi independencia de cualquier otro compromiso, en buenos términos con la familia. La seguridad de tres comidas al día bastaba para suponer que en aquel refugio de pobres vivíamos mejor que en nuestras casas, bajo un régimen de autonomía vigilada menos evidente que el poder doméstico. En el comedor funcionaba un sistema de mercado que permitía a cada quien arreglar la ración a su gusto. El dinero carecía de valor. Los dos huevos del desayuno eran la moneda más cotizada, pues con ellos se podía comprar con ventaja cualquier otro plato de las tres comidas. Cada cosa tenía su equivalente justo, y nada perturbó aquel comercio legítimo. Más aún: no recuerdo ni un solo pleito a trompadas por motivo alguno en cuatro años de internado.

Los maestros, que comían en otra mesa del mismo salón, no eran ajenos a los trueques personales entre ellos, pues todavía arrastraban hábitos de sus colegios recientes. La mayoría eran solteros o vivían allí sin las esposas, y sus sueldos eran casi tan escasos como nuestras mesadas familiares. Se quejaban de la comida con tantas razones como nosotros, y en una crisis peligrosa se rozó la posibilidad de conjurarnos con alguno de ellos para una huelga de hambre. Sólo cuando recibían regalos o tenían invitados de fuera se permitían platos inspirados que por una vez estropeaban las igualdades. Ése fue el caso, en el cuarto año, cuando el médico del liceo nos prometió un corazón de buey para estudiarlo en su curso de anatomía. Al día siguiente lo mandó a las neveras de la cocina, todavía fresco y sangrante, pero no estaba allí cuando fuimos a buscarlo para la clase. Así se aclaró que a última hora, a falta de un corazón de buey, el médico había mandado el de un albañil sin dueño que se desbarató al resbalar de un cuarto piso. En vista de que no alcanzaba para todos, los cocineros lo prepararon con salsas exquisitas creyendo que era el corazón de buey que les habían anunciado para la mesa de los maestros. Creo que esas relaciones fluidas entre profesores y alumnos tenían algo que ver con la reciente reforma de la educación de la cual quedó poco en la historia, pero nos sirvió al menos para simplificar los protocolos. Se redujeron las diferencias de edades, se relajó el uso de la corbata y nadie volvió a alarmarse porque maestros y alumnos se tomaran juntos unos tragos y asistieran los sábados a los mismos bailes de novias.

Este ambiente sólo era posible por la clase de maestros que en general permitían una fácil relación personal. Nuestro profesor de matemáticas, con su sabiduría y su áspero sentido del humor, convertía las clases en una fiesta temible. Se llamaba Joaquín Giraldo Santa y fue el primer colombiano que obtuvo el título de doctor en matemáticas. Para desdicha mía, y a pesar de mis grandes esfuerzos y los suyos, nunca logré integrarme a su clase. Solía decirse entonces que las vocaciones poéticas interferían con las matemáticas, y uno terminaba no sólo por creerlo, sino por naufragar en ellas. La geometría fue más compasiva tal vez por obra y gracia de su prestigio literario. La aritmética, por el contrario, se comportaba con una simplicidad hostil. Todavía hoy, para hacer una suma mental, tengo que desbaratar los números en sus componentes más fáciles, en especial el siete y el nueve, cuyas tablas no pude nunca memorizar. De modo que para sumar siete y cuatro le quito dos al siete, sumo el cuatro al cinco que me queda y al final vuelvo a sumar el dos: ¡once! La multiplicación me falló siempre porque nunca pude recordar los números que llevaba en la memoria. Al álgebra le dediqué mis mejores ánimos, no sólo por respeto a su estirpe clásica sino por mi cariño y mi terror al maestro. Fue inútil. Me reprobaron en cada trimestre, la rehabilité dos veces y la perdí en otra tentativa ilícita que me concedieron por caridad.

Tres maestros más abnegados fueron los de idiomas. El primero -de inglés- fue mister Abella, un caribe puro con una dicción oxoniense perfecta y un fervor un tanto eclesiástico por el diccionario Webster's, que recitaba con los ojos cerrados. Su sucesor fue Héctor Figueroa, un buen maestro joven con una pasión febril por los boleros que cantábamos a varias voces en los recreos. Hice lo mejor que pude en los sopores de las clases y en el examen final, pero creo que mi buena calificación no fue tanto por Shakespeare como por Leo Marini y Hugo Romani, responsables de tantos paraísos y tantos suicidios de amor. El maestro de francés en cuarto año, monsieur Antonio Yelá Alban, me encontró intoxicado por las novelas policíacas. Sus clases me aburrían tanto como las de todos, pero sus citas oportunas del francés callejero fueron una buena ayuda para no morirme de hambre en París diez años después.

La mayoría de los maestros habían sido formados en la Normal Superior bajo la dirección del doctor José Francisco Socarras, un siquiatra de San Juan del César que se empeñó en cambiar la pedagogía clerical de un siglo de gobierno conservador por un racionalismo humanístico. Manuel Cuello del Río era un marxista radical, que quizás por lo mismo admiraba a Lin Yutang y creía en las apariciones de los muertos. La biblioteca de Carlos Julio Calderón, presidida por su paisano José Eustasio Rivera, autor de La vorágine, repartía por igual a los clásicos griegos, los piedracielistas criollos y los románticos de todas partes. Gracias a unos y a otros, los pocos lectores asiduos leíamos a san Juan de la Cruz o a José Maria Vargas Vila, pero también a los apóstoles de la revolución proletaria. Gonzalo Ocampo, el profesor de ciencias sociales, tenía en su cuarto una buena biblioteca política que circulaba sin malicia en las aulas de los mayores, pero nunca entendí por qué El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Federico Engels se estudiaba en las áridas tardes de economía política y no en las clases de literatura, como la epopeya de una bella aventura humana. Guillermo López Guerra leyó en los recreos el AntiDühring, también de Engels, prestado por el profesor Gonzalo Ocampo. Sin embargo, cuando se lo pedí para discutirlo con López Guerra, Ocampo me dijo que no me haría ese mal favor con un mamotreto fundamental para el progreso de la humanidad, pero tan largo y aburrido que quizás no pasara a la historia. Tal vez estos cambalaches ideológicos contribuyeron a la mala fama del liceo como un laboratorio de perversión política. Sin embargo, necesité media vida para darme cuenta de que quizás fueron más bien una experiencia espontánea para espantar a los débiles y vacunar a los fuertes contra todo género de dogmatismos. Mi relación más directa fue siempre con el profesor Carlos Julio Calderón, maestro de castellano en los primeros cursos, de literatura universal en cuarto, española en quinto y colombiana en sexto. Y de algo raro en su formación y sus gustos: la contabilidad. Había nacido en Neiva, capital del departamento del Huila, y no se cansaba de proclamar su admiración patriótica por José Eustasio Rivera. Tuvo que interrumpir sus estudios de medicina y cirugía, y lo recordaba como la frustración de su vida, pero su pasión por las artes y las letras era irresistible. Fue el primer maestro que pulverizaba mis borradores con indicaciones pertinentes.

En todo caso, las relaciones de alumnos y maestros eran de una naturalidad excepcional, no sólo en las clases sino de un modo especial en el patio de recreo después de la cena. Esto permitía un trato distinto del que estábamos acostumbrados, y que sin duda fue afortunado para el clima de respeto y camaradería en que vivíamos.

Una aventura pavorosa se la debo a las obras completas de Freud, que habían llegado a la biblioteca. No entendía nada de sus análisis escabrosos, desde luego, pero sus casos clínicos me llevaban en vilo hasta el final, como las fantasías de Julio Verne. El maestro Calderón nos pidió que le escribiéramos un cuento con tema libre en la clase de castellano. Se me ocurrió el de una enferma mental de unos siete años y con un título pedante que iba en sentido contrario al de la poesía: «Un caso de sicosis obsesiva». El maestro lo hizo leer en clase. Mi vecino de asiento, Aurelio Prieto, repudió sin reservas la petulancia de escribir sin la mínima formación científica ni literaria sobre un asunto tan retorcido. Le expliqué, con más rencor que humildad, que lo había tomado de un caso clínico descrito por Freud en sus memorias y mi única pretensión era usarlo para la tarea. El maestro Calderón, tal vez creyéndome resentido por las críticas acidas de varios compañeros de clase, me llamó aparte en el recreo para animarme a seguir adelante por el mismo camino. Me señaló que en mi cuento era evidente que ignoraba las técnicas de la ficción moderna, pero tenía el instinto y las ganas. Le pareció bien escrito y al menos con intención de algo original. Por primera vez me habló de la retórica. Me dio algunos trucos prácticos de temática y métrica para versificar sin pretensiones, y concluyó que de todos modos debía persistir en la escritura aunque sólo fuera por salud mental. Aquélla fue la primera de las largas conversaciones que sostuvimos durante mis años del liceo, en los recreos y en otras horas libres, y a las cuales debo mucho en mi vida de escritor.