– Y ¿después?

– Después podemos preguntarnos, por ejemplo, por qué casualidad el señor Charles Reyer se instaló en casa de Mathilde unos días antes del asesinato.

Danglard era así. No le importaba soltar frases de esa índole delante de los mismos a los que acusaba. Adamsberg se sentía incapaz de ser así de directo, y le parecía útil que Danglard no tuviera la menor aprensión para herir a los demás. Aprensión que a menudo le hacía decir lo primero que se le ocurría, excepto lo que pensaba. Y en un poli, daba resultados imprevistos y en principio no siempre buenos.

Después de eso, se produjo un largo silencio en el despacho. Danglard seguía apretándose la frente con el dedo.

Charles se sintió atrapado pero no pudo hacer otra cosa que sobresaltarse. En la oscuridad, imaginaba a Adamsberg y Danglard fijando la mirada en él.

– Muy bien -dijo Charles al cabo de un momento-. Soy inquilino en casa de Mathilde Forestier desde hace cinco días. Ustedes lo saben como yo. No tengo ganas de responderles, no tengo ganas de defenderme. No entiendo nada del sucio asunto que se traen entre manos.

– Yo tampoco -dijo Adamsberg.

Danglard se molestó. Hubiera preferido que Adamsberg no confesara su ignorancia ante Reyer. El comisario había empezado a garabatear sobre la rodilla. Le molestaba que Adamsberg se quedara ahí, en esa imprecisión, pasivo y negligente, sin hacer ninguna pregunta para intentar salir del apuro.

– A pesar de todo -insistió Danglard-, ¿por qué quiso vivir en su casa?

– ¡Mierda! -se impacientó Charles-. ¡Fue Mathilde la que vino a verme a mi hotel para proponerme el apartamento!

– Pero fue usted el que se sentó a su lado en el café, ¿no? Y fue usted el que le contó, no se sabe por qué, que buscaba un apartamento para alquilar, ¿verdad?

– Si usted fuera ciego, sabría que no está a mi alcance reconocer a nadie en la terraza de un café.

– Le creo capaz de hacer montones de cosas que están fuera de su alcance.

– Basta -dijo Adamsberg-. ¿Dónde está Mathilde Forestier?

– Está siguiendo a un tipo que cree en la rotación de los girasoles.

– Como no podemos hacer nada ni saber nada -dijo Adamsberg-, dejémoslo como está.

Este argumentó hundió a Danglard. Propuso investigar a Mathilde para averiguar algo inmediatamente, poner un hombre de guardia en su casa para esperarla, dar una vuelta por el Instituto Oceanográfico.

– No, Danglard, no vamos a hacer nada de eso. Ella volverá. Lo que hay que hacer es apostar varios hombres en las estaciones de metro de Saint-Georges, Pigalle y Notre-Dame-de-Lorette, con una descripción del hombre de los círculos. Para quedarnos tranquilos. Y luego esperar. El hombre que huele a manzana podrida volverá a hacer los círculos, es inevitable. Así que vamos a esperar. Aunque no haya ninguna posibilidad de encontrarle porque modificará sus recorridos.

– Pero ¿qué pueden aportarnos los círculos, si no es él el que mata? -dijo Danglard levantándose y haciendo gestos desvaídos por la habitación-. ¡Él! ¡Él! ¡En el fondo ese pobre hombre nos importa un rábano! ¡El que nos interesa es el que le utiliza!

– A mí no -dijo Adamsberg-. Hay que seguir buscando al hombre de los círculos.

Danglard se levantó bastante abrumado. Iba a necesitar mucho tiempo para acostumbrarse a Adamsberg.

Charles sentía toda aquella confusión en la estancia. Sentía el vago desconcierto de Danglard y las indecisiones de Adamsberg.

– Entre usted y yo, comisario -dijo Charles-, ¿quién es el que camina a ciegas?

Adamsberg sonrió.

– No lo sé -dijo.

– Después de esa historia de la llamada anónima, supongo que tengo que estar a su disposición, como suele decirse -continuó Charles.

– No lo sé -dijo Adamsberg-. En cualquier caso, nada que de momento pueda perturbarle en su trabajo. No se preocupe.

– Mi trabajo no me preocupa, comisario.

– Lo sé. Lo he dicho por decir.

Charles oía el ruido de un lápiz deslizándose por una hoja de papel. Supuso que el comisario dibujaba mientras hablaba.

– No sé cómo un ciego podría arreglárselas para matar, pero soy sospechoso, ¿verdad?

Adamsberg hizo un gesto evasivo.

– Digamos que eligió usted un mal momento para ir a vivir a casa de Mathilde Forestier. Digamos que, por una u otra razón, nos hemos interesado recientemente por ella, y por lo que sabía, aunque por otra parte ella nos lo haya dicho todo. Danglard se lo explicará. Danglard es inteligentísimo, ya lo verá. Es muy descansado trabajar a su lado. Digamos también que usted es un poco más malvado de lo normal, cosa que no facilita las cosas.

– ¿Qué le hace creer algo semejante? -preguntó Charles sonriendo con, en opinión de Adamsberg, una sonrisa perversa.

– Lo dice la señora Forestier.

Por primera vez, Charles se sintió confuso.

– Sí, ella lo dice -repitió Adamsberg-. «Más malo que la quina, pero le aprecio.» Y usted también la aprecia a ella. Porque someter a Mathilde, señor Reyer, le haría mucho bien, sería para sus ojos como una oscuridad que brilla, encerada como el cuero. Le gustaría a mucha gente. A Danglard, por ejemplo, no le cae bien sí, Danglard, es cierto. Sospecha de ella por razones que, una vez más, sólo él mismo sabría explicar perfectamente. Incluso ha sentido la tentación de vigilarla. Sin duda le parece extraño que Mathilde haya venido a la comisaría a hablarme del hombre de los círculos, que huele a manzana podrida, mucho antes del asesinato. Y tiene razón, es muy extraño. Sin embargo, todo es extraño. Incluso la manzana podrida. De todas formas, lo único que se puede hacer es esperar.

Adamsberg se puso otra vez a dibujar.

– Eso es -dijo Danglard-. Esperemos.

No estaba de muy buen humor. Acompañó a Charles hasta la calle.

Volvió a recorrer el pasillo farfullando, sin dejar de apretarse la frente con el dedo. Sí, como él tenía el corpachón en forma de quilla, sospechaba de Mathilde porque era el tipo de mujer que no se acuesta con cuerpos en forma de quilla. Por eso le hubiera gustado que fuera, por lo menos, culpable de algo. Y ese asunto del artículo la metía en el caso hasta el cuello. Sin duda todo aquello interesaría a los niños. Sin embargo había jurado, despues del error de la chica de la joyería, no volver a considerar más que las pruebas y los hechos, sin ninguna de las demás gilipolleces que le pasaban por la cabeza. Así que, respecto a Mathilde, había que actuar con prudencia.

Charles estuvo muy nervioso toda la mañana. Sus dedos pasaron por las perforaciones de los libros temblando un poco.

También Mathilde estaba nerviosa. Acababa de perder al hombre de los girasoles. El muy idiota se había metido en un taxi. Entonces se encontró en medio de la Place de l'Opéra, decepcionada y desorientada. En el trozo 1, inmediatamente habría pedido una caña, pero no había que preocuparse demasiado en un trozo 2. ¿Seguir a otro al azar? ¿Por qué no? Por otro lado, eran casi las doce del mediodía y no estaba lejos de la oficina de Charles. Podía pasar a recogerle para ir a comer. Había sido un poco ruda con él por la mañana, con el pretexto de que en el trozo 2 uno puede decir todo lo que se le pasa por la cabeza, y no quería dejarlo así.

Agarró a Charles por el hombro justo cuando salía del edificio de la Rué Saint-Marc.

– Tengo hambre -dijo Mathilde.

– Llega en el momento adecuado -dijo Charles-. Todos los polis de la tierra piensan en usted. Esta mañana se ha producido una pequeña denuncia contra usted.

Mathilde se instaló en una banqueta en el fondo del restaurante y nada en su voz indicaba a Charles que la noticia la alteraba.

– A pesar de todo -insistió Charles-, los polis están a un paso de pensar que es usted la que está en mejor situación para haber echado una mano al asesino. Sin duda era la única que podía indicarle tiempo y lugar para encontrar un círculo propicio para su asesinato. Y peor aún, es incluso la más indicada para haber cometido el crimen usted misma. Con sus infames manías, Mathilde, vamos a tener infames problemas.