Mathilde se echó a reír. Pidió montones de platos. Realmente tenía hambre.

– Es increíble -dijo Mathilde-, siempre me están pasando cosas fuera de lo corriente. Es mi destino. Así que, una más o menos… La noche del Dodin Bouffant, seguramente estábamos en el trozo 2, y debí de beber mucho y decir muchas gilipolleces. Además, no conservo de la velada un recuerdo muy nítido. Ya verá cómo Adamsberg lo entiende perfectamente y no se tortura buscando lo imposible hasta el fin del mundo.

– Mathilde, creo que le infravalora.

– Yo no lo creo -dijo Mathilde.

– Sí. Mucha gente le infravalora, aunque sin duda Danglard no, y debo decir que yo tampoco. Lo sé, Mathilde, la voz de Adamsberg es como un sueño, mece, encanta y adormece, pero él no se adormece. Su voz evoca imágenes lejanas y pensamientos indecisos, pero lleva a conclusiones inexorables, que él seguramente es el último en conocer.

– ¿Puedo comer a pesar de todo? -preguntó Mathilde.

– Por supuesto. Debe usted saber que Adamsberg no ataca, pero nos transforma, nos rodea, aparece por detrás, nos desactiva y al final nos desarma. No podría ser acorralado ni atrapado, ni siquiera por usted, reina Mathilde. Siempre se le escapará, mediante su dulzura o mediante su repentina indiferencia. Entonces para usted, para mí, para cualquiera, resultará benéfico o fatal como un sol de primavera. Todo depende de cómo se exponga el asunto. Y para un asesino es un terrible adversario, como usted sabe. Si yo hubiera matado, preferiría un poli que pudiera confiar en hacerle reaccionar, un poli que no se ponga a fluir como el agua para repentinamente resistir como la piedra. Fluye y resiste, avanza flotando hacia una meta, hacia un estuario. Si hay un asesino ahí dentro, por supuesto se ahogará.

– ¿Una meta? No tiene sentido tener una meta. Eso es bueno para los chavales -dijo Mathilde.

– Quizás esa mierda de palanca que mueve el mundo, quizás el ojo -otra vez un ojo, Mathilde-, el ojo absurdo del ciclón, ahí donde haya otra cosa, donde seguramente está el conocimiento, la frágil eternidad. ¿Nunca ha pensado en eso, Mathilde?

Mathilde había dejado de comer.

– Realmente, Charles, me deja alucinada. Dice todo eso con la seguridad y las metáforas de un cura, aunque solamente le ha oído hablar una hora esta mañana.

– Me he convertido en una especie de perro, Mathilde -masculló Charles-. Un perro que oye más que los hombres y que siente más que los hombres. Un perro maligno que puede hacer mil kilómetros en línea recta para regresar a su casa. Así que yo también, por otros caminos que Adamsberg, sé muchas cosas. Nuestros puntos en común se detienen ahí. Me considero la persona más inteligente de la tierra y, como mi voz es metálica, chirría. Corta, retuerce, y mi cerebro funciona como una perversa máquina que ordena los datos y todo el conocimiento sobre todas las cosas. De metas, de estuarios, no soy ningún experto. Ya no poseo el candor ni la fuerza para imaginar que los ciclones tienen ojos. He renunciado a esas fruslerías, demasiado atraído por las mezquindades y las revanchas que se me ofrecen para aliviar cada día mis impotencias. Pero Adamsberg no necesita distraerse para vivir, ¿me entiende? Él vive mezclándolo todo, mezclando las grandes ideas y los pequeños detalles, mezclando las impresiones y las realidades, mezclando las palabras y los pensamientos. Confundiendo la creencia de los niños y la filosofía de los viejos. Pero es auténtico, y es peligroso.

– Me deja alucinada -repitió Mathilde-. No puedo decir que hubiera soñado con un hijo como usted, porque habría tenido que tener tinta en las venas, pero usted me deja alucinada. Empiezo a entender por qué los peces le importan un bledo.

– Sin duda es usted la que tiene razón, Mathilde, por encontrar algo que amar en esos bichos viscosos de ojos redondos que ni siquiera sirven para alimentar a los hombres. A mí me daría igual que todos los peces se murieran.

– Tiene usted el arte de meterme en la cabeza unas ideas imposibles para un trozo 2. Incluso a usted le sientan mal, está sudando. No se preocupe tanto por Adamsberg. De todas formas es amable, ¿no?

– Sí -dijo Charles-, es amable. Adamsberg dice muchas cosas amables. No comprendo que eso no le inquiete.

– Charles, me deja usted alucinada -volvió a repetir Mathilde.

Inmediatamente después de comer, Adamsberg decidió intentar algo.

Inspirado por el ejemplo del cuadernillo de notas encontrado sobre la muerta, compró una agenda que podía meter en el bolsillo trasero del pantalón. De forma que, si tenía un pensamiento interesante, podría anotarlo. No es que esperara maravillas, pero se dijo que una vez llena la agenda, el efecto del conjunto podría ser interesante y proponerle alguna clave.

Tenía la impresión de no haber vivido nunca tan al día como en ese momento. Ya lo había comprobado muchas veces: cuantas más preocupaciones acuciantes tenía, acosándole con su urgencia y gravedad, más se hacía el muerto su cerebro. Entonces se ponía a vivir de naderías, ajeno y despreocupado, despojándose de cualquier tipo de pensamiento y cualquier clase de aptitudes, con el alma vacía, el corazón hueco y la mente fija en las más breves longitudes de onda. Aquel estado, aquel despliegue de indiferencia que desanimaba a todos los que le rodeaban, lo conocía bien pero lo controlaba mal. Porque despreocupado, libre de los problemas del planeta, estaba tranquilo y era bastante feliz. Sin embargo, a medida que pasaban los días, la indiferencia iba haciendo discretamente tales estragos que todo se difuminaba. Los seres se volvían transparentes, todos idénticos a fuerza de parecerle lejanos. Hasta que, al llegar a cierto límite de sus informales desganas, él mismo dejaba de sentir que tenía la menor densidad, la menor importancia, y se dejaba llevar por el grado de cotidianidad de los otros, más dispuesto a hacerles una multitud de pequeños servicios que le convertían en un perfecto extraño. La mecánica de su cuerpo y sus palabras automáticas aseguraban la progresión de los días, pero él ya no estaba para nadie. De este modo, absolutamente privado de sí mismo, Adamsberg no se preocupaba y no se planteaba nada. Aquel desinterés por todas las cosas ni siquiera poseía el tufo sobrecogedor del vacío, y aquella apatía del alma ni siquiera le acarreaba la angustia del tedio.

Pero, Dios mío, qué rápidamente le había sobrevenido.

Recordaba perfectamente todas las turbulencias que aún ayer le habían agitado cuando había pensado que Camille estaba muerta. Y ahora, incluso la palabra «turbulencia» le parecía carente de sentido. ¿Qué era eso de las turbulencias? ¿Camille muerta? Muy bien, ¿y qué? Madeleine Chátelain degollada, el hombre de los círculos en libertad, Christiane acosándole, Danglard poniéndose triste, enfrentarse a todo eso, sí, pero ¿para qué?

Entonces se sentó en el café, sacó la agenda y esperó. Estaba pendiente de los pensamientos que se sucedían en su cabeza. Sin duda le parecía que tenían un centro, pero ni principio ni fin. Entonces, ¿cómo transcribirlos? Hastiado pero sin perder la serenidad, escribió al cabo de una hora: «No he encontrado nada que pensar».

Y luego, desde el café, llamó a casa de Mathilde. Fue Clémence Valmont la que respondió. La voz disonante de la anciana le produjo una sensación de realidad, la idea de algo que hacer antes de importarle un bledo morir. Mathilde había vuelto. Quería verla, pero no en su casa. La citó a las cinco en su despacho.

De forma inesperada, Mathilde llegó a la hora. A ella misma le sorprendió.

– No lo comprendo -dijo-. Debe de ser «el efecto policial», supongo.

Luego miró a Adamsberg, que no estaba dibujando y que, con las piernas estiradas ante él, una mano en un bolsillo de los pantalones y la otra dejando que se consumiera un cigarrillo en la punta de los dedos, parecía desintegrado en una languidez difusa que no se sabía cómo juzgar. Sin embargo, Mathilde presentía que era capaz de cumplir con su obligación incluso así, o sobre todo así.