– «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?» -recitó Édouard-, o bien: «Édouard, ¿qué haces tan tarde en ese bar?», o bien: «Vida, sucia hormiga, ¿por qué me molestas?», o bien: «Violencia, mi raza, déjate llevar por la danza», o…

– Basta, por Dios -dijo Danglard-. Sí, «Víctor, mala suerte…» lleva consigo el vicio de la muerte, y la desgracia, y la amenaza, y todo lo que quieras. Está claro que Adamsberg ha sido el primero en olerlo. Pero ¿es suficiente para acusar al hombre? El grafólogo es un formalista: dice que no está loco, ni siquiera desequilibrado, que es culto, que está ansioso por salir a la luz y tener éxito, al mismo tiempo que le horroriza dejar las cosas sin terminar, y que es agresivo al mismo tiempo que disimulado, ésas son sus palabras. También dice: «Es un hombre mayor, en crisis, aunque se contiene. Es pesimista, está obsesionado por su final, y por lo tanto por su eternidad. O bien es un fracasado a punto de tener éxito, o bien un triunfador a punto de fracasar». El grafó-logo es así, queridos, da la vuelta a todas las frases como los dedos de un guante y las hace ir en un sentido y luego en otro. Por ejemplo, no podría hablar del deseo de la esperanza sin hablar inmediatamente de la esperanza del deseo, y así sucesivamente. En ese instante produce un efecto inteligente, tras lo cual se llega a la conclusión de que no hay mucho que entender. Excepto que es el mismo tipo el que ha hecho, hasta ahora, todos los círculos, un tipo sensato y lúcido, y que está a punto de tener éxito o de fracasar. Sin embargo, en cuanto a saber si metieron a la muerta después dentro de un círculo ya hecho, el laboratorio dice que es imposible afirmarlo. Es posible que sí, es posible que no. ¿Os parece la respuesta de un químico? Y luego el propio cadáver, del que no se puede decir que ayude lo más mínimo: es un cadáver que ha llevado una vida transparente y sin problemas, sin intrigas amorosas, sin patología familiar, sin preocupaciones económicas, sin inclinaciones perniciosas: nada. Nada sino ovillos de lana y ovillos de lana, vacaciones en Touraine, faldas por debajo de la rodilla y zapatos sólidos, un cuadernito para escribir frases y muchas galletas de pasas en los armarios de la cocina. Además, habla de ellas en una página de su cuaderno: «Imposible comer galletas en el trabajo, se llena todo de migas y la jefa se da cuenta», y todo así. Vosotros me diréis: «Entonces, ¿qué hacía en la calle ayer por la noche?». Volvía de ver a su prima que trabaja en las taquillas de la estación de metro de Luxembourg. Solía ir allí a menudo, se instalaba en la taquilla, comía patatas fritas mientras tejía guantes «incas» que vendía en la tienda, y regresaba a pie, sin duda por la Rué Pierre-et -Marie-Curie.

– ¿Es su única familia?

– Sí, y esa prima heredará. Pero por heredar galletas de pasas y un azucarero con billetes dentro, no veo ni a la prima ni a su marido degollando a Madeleine Chátelain.

– Pero si alguien hubiera querido aprovechar un círculo, ¿cómo habría podido saber de antemano dónde iba a ser trazado en París esa noche?

– Ésa es la cuestión, queridos míos, pero tiene que haber una forma de averiguarlo.

Danglard se levantó para ir a acostar delicadamente al pequeño Cinco, el pequeño Rene, en su cama.

– Por ejemplo -continuó-, la nueva amiga del comisario, Mathilde Forestier, al parecer ha visto al hombre de los círculos. Adamsberg me lo ha dicho. Vuelvo a conseguir pronunciar su nombre. Estos conciliábulos me hacen mucho bien.

– Hasta ahora ha sido más bien un monoliábulo -dijo Édouard.

– Esa mujer que conoce al hombre de los círculos me inquieta -añadió Danglard.

– El otro día dijiste -dijo la primera de los segundos gemelos- que era guapa y trágica, y que tenía la voz cascada y ronca como una extraordinaria faraona desposeída, pero que no te preocupaba.

– No has reflexionado antes de hablar, pequeña. El otro día, nadie había sido asesinado aún. Ahora, vuelvo a verla entrando en la comisaría con un pretexto aberrante, ponerse como una loca, llegar hasta Adamsberg, hablar de todo y de nada para anunciar, a fin de cuentas, que conocía perfectamente al hombre de los círculos. Doce días antes del asesinato; resulta demasiado perfecto.

– ¿Quieres decir que, habiendo premeditado matar a Madeleine, habría ido a ver a Adamsberg para hacerse la inocente? -dijo Lisa-. ¿Como aquella mujer que se había cargado a su abuelo, pero fue a confiarte sus «presentimientos» un mes antes? ¿Te acuerdas?

– ¿Recuerdas a aquella asquerosa mujer? Esa no era faraónica en absoluto sino gélida como un reptil. Estuvo a punto de salirse con la suya. Es la jugada clásica de los asesinos que llaman por teléfono para anunciar el descubrimiento del cuerpo, pero mucho más elaborada. Así que, la irrupción de Mathilde Forestier da que pensar. Hasta podemos oírla protestar: «¡Comisario, no habría venido a contarle que he seguido al hombre de los círculos si hubiera tenido la intención de utilizarle para matar!». Una artimaña peligrosa pero inteligente, y que encajaría bastante bien con su carácter. Porque tiene un carácter bastante especial, como habéis podido constatar.

– ¿Y ella habría querido matar a la gorda Madeleine?

– No -dijo Arlette-, Madeleine era una pobre señora elegida al azar para empezar una serie, para echar la culpa al maníaco de los círculos. El verdadero crimen se producirá más tarde. En eso es en lo que piensa, papá.

– Seguramente es en eso en lo que piensa -dijo Danglard.

A la mañana siguiente, Mathilde encontró a Charles Reyer al pie de la escalera, agachado ante su puerta. En realidad se preguntó si la estaría esperando, fingiendo no encontrar el ojo de la cerradura. A pesar de todo, él no dijo nada cuando ella pasó.

– Charles -dijo Mathilde-, ¿es usted el que está mirando por el ojo de la cerradura?

Charles se incorporó, presentando una cara siniestra en la oscuridad del hueco de la escalera.

– ¿Es usted, reina Mathilde, la que hace tan crueles juegos de palabras?

– Soy yo, Charles. Le tomo la delantera. Ya conoce el viejo principio: «Si quieres la paz, prepárate para la guerra».

Charles suspiró.

– Muy bien, Mathilde. Entonces ayude a un pobre ciego a meter la llave en la cerradura. Aún no estoy acostumbrado.

– Es aquí -dijo Mathilde guiándole la mano-. Está cerrado. Charles, ¿ha pensado algo sobre el poli que vino ayer por la tarde?

– No. No llegué a escuchar la conversación, y además estaba distrayendo a Clémence. Lo que me gusta de Clémence es que es una tarada, y la existencia de los tarados me hace mucho bien.

– Hoy tengo la intención de seguir a un chico tarado que se interesa por la rotación mítica de los tallos de girasol, y quisiera saber por qué. Puede llevarme todo el día y toda la noche. Así que, si no le importa, me gustaría que fuera a ver a ese poli en mi lugar. Le pilla de camino.

– Mathilde, ¿qué está maquinando? Ha conseguido ya sus fines (¿cuáles son?) haciéndome venir a vivir a su casa. Quiere arreglarme los ojos, me echa a su Clémence a la espalda durante toda una noche, y ahora me quiere meter entre las garras de ese policía… Pero ¿por qué fue usted a buscarme? ¿Qué quiere hacer conmigo?

Mathilde se encogió de hombros.

– Charles, piensa demasiado. Usted y yo nos cruzamos en el camino, y nada más. Excepto si se trata de un asunto de biomasa submarina, en general mis impulsos carecen de fundamento. Y, cuando le escucho, a veces lamento no tener un poco más de fundamento. Eso me evitaría sentirme acorralada aquí, en un peldaño de la escalera, dejando que un ciego con mal humor me destroce la mañana.

– Perdone, Mathilde. ¿Qué quiere que diga a Adamsberg?

Charles llamó a su despacho para avisar que llegaría tarde. Deseaba en primer lugar hacer esa pequeña gestión en la comisaría para la reina Mathilde, deseaba prestarle ese servicio, deseaba darle gusto. Intentar esa noche ser amable con ella, confesarle que confiaba en ella, decirle suavemente que le había hecho, encantado, ese favor. No quería destrozar a Mathilde, era la última cosa en el mundo que deseaba hacer. De momento quería limitarse a Mathilde, no soltar la presa, intentar no volverse para golpearla. Continuar oyéndola hablar en todos los sentidos, su voz cascada, su vida funámbula a punto de romperse la crisma, tendría que llevarle una joya esa noche para hacerla feliz, un broche de oro, no, un broche de oro no, un pollo al estragón, seguramente prefiere un buen pollo al estragón, escucharla decir cualquier cosa, radiante, y luego dormirse por la noche con champán tibio en los bolsillos del pijama, si es que tiene bolsillos, si es que tiene pijama, no debería apartar los ojos de ella, no debería destrozarla, debería comprarle un buen pollo al estragón.