– Pero usted no tiene ninguna prueba.

– Ninguna, pero he querido saberlo todo de él desde hace semanas. Ya era peligroso a mis ojos cuando rodeaba con círculos los bastoncillos y los bigudíes. Y lo sigue siendo ahora.

– Pero, Dios mío, Adamsberg, ¡está usted investigando completamente al revés! Es como si dijera que una comida está podrida por la única razón de que tiene náuseas antes de sentarse a la mesa.

– Lo sé.

Adamsberg parecía disgustado consigo mismo y su mirada huía hacia sueños o pesadillas a los que Mathilde no podía seguirle.

– Vamos -dijo Mathilde-, vayamos a Saint-Georges. Si tenemos la suerte de verle, entenderá por qué le defiendo contra usted.

– ¿Por qué? -dijo Adamsberg levantándose con una sonrisa triste-. ¿Porque un hombre que le hace un gesto con la mano no puede ser malvado?

La miraba, con la cabeza inclinada hacia un lado, los labios entreabiertos no se sabía muy bien cómo, y estaba tan guapo así que Mathilde volvió a sentir que con ese hombre la vida iba a ser un poco mejor. A Charles había que arreglarle los ojos, a Clémence había que arreglarle los dientes, pero a él, habría hecho falta arreglárselo todo en la cara. Porque tenía defectos, porque era demasiado pequeña, porque era demasiado grande, pero Mathilde habría prohibido que nadie la tocara.

– Es usted demasiado guapo, Adamsberg -dijo-. No tendría que haber sido policía, tendría que haber sido puta.

– También soy una puta, señora Forestier. Como usted.

– Entonces debe de ser por eso por lo que le aprecio. De todas formas, eso no me impedirá demostrarle que mi intuición sobre el hombre de los círculos vale tanto como la suya. Cuidado, Adamsberg, con tocarle esta noche, no en mi presencia, tengo su palabra.

– Se lo prometo, no tocaré nada en absoluto -dijo Adamsberg.

En ese momento pensó que intentaría hacer lo mismo con Christiane, que le esperaba completamente desnuda en su cama. Sin embargo, una chica desnuda no se rechaza. Como decía Clémence, esta noche había algo que fallaba. Por otra parte, Clémence también fallaba. En cuanto a Charles Reyer, lo suyo era peor que fallar, se sobresaltaba al borde del aullido interior, al borde del gran viraje.

Cuando volvió a pasar por el gran salón del acuario para seguir a Mathilde, que estaba cogiendo el abrigo, Charles seguía hablando a Clémence, que le escuchaba con intensidad y ternura, aspirando el cigarrillo como una novata. Charles decía:

– Mi abuela murió una noche porque había comido demasiados pastelillos de alajú. Sin embargo, el verdadero drama familiar tuvo lugar al día siguiente, cuando encontramos a papá sentado a la mesa terminando los pastelillos.

– Muy bien -dijo Clémence-, pero ¿qué pongo en la carta del tipo de setenta años?

– Buenas noches, pajaritos míos -dijo Mathilde al pasar.

Mathilde ya se había puesto en marcha, corría hacia la escalera y se dirigía a Saint-Georges. Pero Adamsberg nunca había sabido hacer las cosas deprisa.

– Saint-Georges -le gritó Mathilde en la calle buscando un taxi-, ¿no fue san Jorge el que venció al dragón?

– No lo sé -dijo Adamsberg.

Un taxi les dejó en Saint-Georges a las diez y cinco.

– Estupendo -dijo Mathilde-, hemos llegado a la hora adecuada.

A las once y media, el hombre de los círculos aún no había pasado. Había un gran montón de colillas alrededor de los pies de Mathilde y Adamsberg.

– Mala señal -dijo Mathilde-. Ya no vendrá.

– No se fía -dijo Adamsberg.

– No se fía ¿de qué? ¿De ser acusado de asesinato? Es absurdo. Nada nos prueba que haya escuchado la radio, nada nos prueba que esté al corriente. Usted sabe perfectamente que no sale todas las noches, es así de sencillo.

– Es verdad, quizás aún no sepa nada. O bien lo sabe y no se fía. Ahora que se sabe vigilado, modificará sus itinerarios. Seguro. Nos va a costar muchísimo encontrarle.

– Porque fue él quien mató, ¿verdad, Adamsberg?

– No lo sé.

– ¿Cuántas veces al día dice usted «No lo sé» y «Quizá»?

– No lo sé.

– Estoy al corriente de todo lo que ha conseguido hasta ahora, y ha conseguido mucho. Sin embargo, y a pesar de todo, cuando se le conoce, una se hace preguntas. ¿Está seguro de estar a gusto en su puesto en la policía?

– Seguro. Y además no es lo único que hago.

– Póngame un ejemplo.

– Por ejemplo, dibujo.

– ¿Qué dibuja?

– Hojas de árbol y hojas de árbol.

– Y ¿es interesante? Porque a mí me parece un aburrimiento mortal.

– A usted le interesan los peces, y no me diga que es mejor.

– ¿Qué tienen todos contra los peces? Pero ¿por qué no dibuja caras? Al menos es más divertido.

– Más tarde. Mucho más tarde o quizá nunca. En primer lugar hay que empezar por hojas de árbol. Cualquier chino se lo dirá.

– Más tarde… Pero usted tiene ya cuarenta y cinco años, ¿no?

– Es verdad, pero no me lo creo.

– A mí me pasa igual.

Y luego, como Mathilde tenía una botellita de coñac en el abrigo y había refrescado repentinamente, dijo: «Estamos en el trozo 2, todo sale mal, podemos tomar un trago».

Cuando las rejas del metro se cerraron, el hombre de los círculos seguía sin aparecer. Sin embargo, Adamsberg había tenido tiempo de contar a Mathilde que la querida pequeña había muerto en alguna parte del mundo y que él ni siquiera había estado allí para hacer algo por evitarlo. Mathilde había puesto cara de encontrar la historia apasionante. Había dicho que era una vergüenza dejar morir a la pequeña, que ella conocía el mundo como la palma de la mano, y que podría averiguar si la pequeña había sido enterrada con su tití o no. Adamsberg se sentía borracho como una cuba, porque no tenía costumbre de beber. No conseguía pronunciar correctamente «Ouahigouya».

Aproximadamente a la misma hora, Danglard estaba en un estado casi idéntico. Los cuatro gemelos querían que bebiera un gran vaso de agua, «para diluir», decían los niños. Además de los cuatro gemelos, había un niño de cinco años que dormía hecho un ovillo en las rodillas de Danglard, aunque de éste no se había atrevido a hablar a Adamsberg. Su mujer lo había engendrado con un hombre de ojos azules, era evidente, y un día se lo había dejado a Danglard diciendo que, ya de paso, era mejor que todos los niños estuvieran juntos. Dos veces gemelos más uno impar siempre enrollado en sus rodillas hacía un total de cinco, y Danglard tenía miedo de que, si exponía la verdad, le tomaran por un imbécil.

– Me aburrís intentando siempre diluirme -dijo Danglard-. Y tú -dijo al primer niño de los primeros gemelos-, no me parece una buena idea que te eches vino blanco en vasos de plástico, con el pretexto de que quieres ser comprensivo conmigo, con el pretexto de que eso da un toque de distinción, con el pretexto de que quieres probar que no tienes miedo al vino blanco en los vasos de plástico. ¿Qué aspecto va a tener la casa si hay vasos de plástico por todas partes? Edouard, ¿has pensado en eso?

– No es por eso -dijo el niño-, sino por el sabor, por la suavidad que queda después.

– No quiero saberlo -dijo Danglard-. De la suavidad tendrás que ocuparte si el señor vizconde de Chateaubriand y ochenta chicas te mandan a paseo y si llegas a ser un poli bien vestido en el exterior y decadente en el interior. Me sorprendería que lo consiguieras. ¿Qué os parece si celebramos un conciliábulo esta noche?

Cuando Danglard y sus hijos celebraban un conciliábulo, significaba que discutían la actualidad policial. Podía llevarles varias horas y a los niños les encantaba.

– Daos cuenta -dijo Danglard-, el comisario se ha largado y ha estado fuera todo el día dejándonos la mierda a nosotros. Me ha molestado tanto que, a las tres, estaba completamente borracho. En fin, sin la menor duda, se trata del mismo hombre que escribió alrededor de los anteriores círculos y alrededor del de la muerta.