Adamsberg miró a los cuatro inspectores subir al coche. Pensaba en la querida pequeña, en Ricardo III y en la agenda de la dama. Un día, la querida pequeña había preguntado: «¿Un asesinato es como un paquete de fideos pegados? ¿Basta con meterlos en agua hirviendo para desenmarañarlos? Y el agua hirviendo es el móvil, ¿verdad?». Y él había respondido: «Lo que desenmaraña es más bien el conocimiento, hay que dejarse llevar por el conocimiento». Ella había dicho: «No estoy segura de comprender tu respuesta», cosa que era normal, porque él tampoco la comprendía con detalle.

Esperaba a que el médico forense, que seguía refunfuñando, hubiera terminado con los reconocimientos preliminares en el cuerpo. El fotógrafo y el equipo del laboratorio ya se habían ido. Estaba solo mirando a la dama, mientras los agentes esperaban con la furgoneta. Confiaba en que le llegara un poco de conocimiento. Sin embargo, hasta que no se viera frente a frente con el hombre de los círculos azules, sabía que no merecía la pena realizar el menor esfuerzo. Lo que había que hacer era recoger información, y para él, la información no tenía nada que ver con el conocimiento.

Como Charles parecía estar mejor, Mathilde pensó que podía contar con quince minutos de tranquilidad durante los cuales él no intentaría hacer papilla el universo, y esa noche ella podría presentarle a la anciana Clémence. Había pedido a Clémence que se quedara en casa por ese motivo, y ya la había prevenido para lo peor informándola con insistencia de que el nuevo inquilino era ciego y que no había que gritar «Jesús, qué sufrimiento», ni fingir ignorarlo completamente.

Charles escuchó a Mathilde presentándole y escuchó la voz de Clémence. Jamás habría imaginado con esa voz a una mujer tan ingenua como la que la reina Mathilde le había descrito. En aquella voz le pareció oír más bien la determinación de una loca, y una original y enorme inteligencia. Era cierto que las declaraciones que hacía parecían imbéciles, pero tras ellas, en las sonoridades, en las entonaciones, había cierta sabiduría secreta, mantenida enjaulada y dejando oír su aliento, como un león en un circo de pueblo. Oímos su bufido en la noche y nos decimos que quizás ese circo no es como lo habíamos imaginado, quizá no es tan lamentable como el programa parecía hacernos creer. Y aquel bufido, un poco inquietante porque seguramente estaba disimulado, Charles, el maestro de los ruidos y los sonidos, lo percibía con gran nitidez.

Mathilde le había servido un whisky y Clémence contaba fragmentos de su vida. Charles estaba inquieto a causa de Clémence y feliz a causa de Mathilde. Divina mujer cuya maldad le dejaba indiferente.

– … y de aquel hombre -continuaba Clémence-, ustedes habrían dicho que realmente era muy distinguido. Me encontraba interesante, ésas fueron sus palabras. No llegó a tocarme, pero yo contaba con que acabaría haciéndolo. Porque quería llevarme a hacer un largo viaje a Oceanía, porque quería casarse. Jesús, qué felicidad. Me hizo vender mi casa de Neuilly y todos mis bienes. Hice dos maletas con lo que me quedaba: «No necesitarás nada», me había dicho. Y llegué a la cita en París, tan contenta que debí de sospechar que algo fallaba. Me decía a mí misma, «Clémence, mi vieja Clémence, has tardado mucho tiempo pero ha ocurrido, Jesús, estás prometida, eres la novia de un hombre cultivado y vas a conocer Oceanía». En realidad de Oceanía vi Censier-Daubenton durante ocho horas y cuarto. Le esperé todo el día y fue allí, en la estación de metro, donde Mathilde me encontró por la noche, tal como me había visto por la mañana. Seguramente se dijo, Jesús, hay algo que falla en esta vieja y buena mujer.

– Clémence se deja llevar inventando muchas cosas -intervino Mathilde-, rehace todo lo que no le interesa. En realidad, la noche de sus solitarios esponsales en Censier-Daubenton, fue en busca de un hotel, y al pasar por mi calle, vio el cartel de «Se alquila». Entonces se presentó en mi casa.

– Quizá -dijo Clémence-, es muy posible que realmente ocurriera así. Desde entonces, no puedo coger el metro en Censier-Daubenton sin relacionarlo con las islas del Pacífico. De ese modo, por lo menos viajo. Escuche, Mathilde, un señor ha telefoneado dos veces preguntando por usted, con una voz tan suave, Jesús, que he estado a punto de desmayarme, pero he olvidado su nombre. Me parece que era urgente. Algo que no va bien.

Clémence estaba permanentemente al borde del desmayo, pero podía decir la verdad respecto a la voz del teléfono. Mathilde pensó que seguramente se trataba de aquel poli medio raro medio encantador que había conocido diez días antes. Sin embargo, no veía ninguna razón para que Jean-Baptiste Adamsberg la llamara con urgencia. A menos que hubiera recordado su ofrecimiento de buscarle al hombre de los círculos. Ella se lo había propuesto impulsivamente, pero también porque le horrorizaba la idea de no volver a tener la ocasión de ver a ese poli que había sido el verdadero hallazgo de aquel día y que había salvado in extremis su trozo 1. Sabía que no olvidaría a ese tipo fácilmente, que se había quedado en un rincón de su memoria, difundiendo, aún durante varias semanas, su lánguida luz. Mathilde encontró el número de teléfono que Clémence había garabateado con su letrita de mosca.

Adamsberg había vuelto a su casa a esperar la llamada de Mathilde Forestier. La jornada se había anunciado típica de las que siguen a un asesinato, con la actividad muda y esforzada que se apodera de las personas del laboratorio, los despachos que apestan, los vasos de plástico en las mesas, el grafólogo que se había puesto a estudiar los negativos de Conti, con, además, una especie de temblor, de aprensión quizá, en la que este caso nada habitual parecía haber sumido a la comisaría del distrito 5. Era temor a fracasar o aprensión ante un asesino un poco monstruoso, pero Adamsberg no había intentado responder a esta pregunta. Para no ver todo aquello, había salido a caminar por las calles durante toda la tarde. Danglard le había alcanzado en la puerta. Aún no era mediodía y Danglard ya había bebido demasiado. Dijo que era irresponsable irse así el mismo día de un asesinato. Sin embargo, Adamsberg sabía perfectamente que nada le impediría más utilizar el pensamiento que el hecho de ver a diez personas reflexionando. Necesitaba que la comisaría terminara con su fiebre, sin duda una fiebre pasajera, y era fundamental que nadie esperara nada de él para que Adamsberg pudiera descubrir sus propias ideas. Y de momento, la efervescencia de la comisaría había hecho que salieran pitando como soldados atemorizados en el momento más duro del combate. Desde hacía mucho tiempo Adamsberg había hecho suya la evidencia de que, y a falta de combatientes, los combates se detienen, a falta de ideas, él dejaba de trabajar y no trataba de desalojarlas de las grietas en las que habían podido alojarse, cosa que siempre se había revelado como vana.

Christiane le esperaba ante la puerta.

No había tenido suerte porque esa tarde le hubiera gustado estar solo. O pasar la noche con la joven vecina de abajo, con la que ya se había cruzado cinco veces en la escalera y una vez en correos, y que le había enternecido profundamente.

Christiane dijo que venía de Orléans a pasar el fin de semana con él.

Se preguntaba si la joven vecina, cuando le había mirado en correos, había querido decir «me gustaría amarte» o bien «me gustaría charlar, me aburro». Adamsberg era dócil, tenía tendencia a acostarse con todas las chicas con las que le apetecía, y unas veces consideraba que realmente era algo bueno, porque parecía gustar a todo el mundo, y otras le parecía absurdo. De todas formas era imposible saber lo que la chica de abajo había querido darle a entender. También había intentado pensar en ello y luego lo había dejado para más tarde. ¿A qué conclusión habría llegado su hermanita? Su hermanita era una máquina de pensar, y eso le mataba. Le daba su opinión sobre todas las amigas que ella podía conocer. De Christiane había dicho: «Aprobado, cuerpo impecable, divertida durante una hora; ramificaciones del cerebro, de medianas a excesivas; mente centrípeta y pensamientos concéntricos, tres ideas básicas, se pone a dar vueltas al cabo de dos horas, va a la cama, abnegación servil en el amor, lo mismo al día siguiente. Diagnóstico: no abusar, cambiar si surge algo mejor».