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– No arriesgo nada -se dijo Clémence.

A Charles Reyer le había gustado el apartamento del Angelote espinoso. En realidad se había decidido en el momento en que Mathilde le había hablado de él en el hotel y había dudado para ocultar su precipitación en aceptar. Porque Charles sabía que se sentiría peor a medida que pasaran los meses, y empezaba a tener miedo. Tenía la impresión de que Mathilde podría, sin llegar a saberlo, arrancar su cerebro de los odios mórbidos en los que se estaba hundiendo. Al mismo tiempo, no vislumbraba más recurso que persistir en el odio, y la idea de convertirse en ciego y bueno le repugnaba. Había recorrido paso a paso las paredes del apartamento tanteándolas con las manos, y Mathilde le había enseñado dónde estaban las puertas, los grifos, los interruptores eléctricos. -Los interruptores eléctricos, ¿para qué? -dijo Charles-. La luz, ¿para qué? Es usted imbécil, reina Mathilde.

Mathilde se encogió de hombros. Había descubierto que Charles Reyer se volvía malvado cada diez minutos aproximadamente.

– ¿Y los demás? -preguntó Mathilde-. Si viene gente a verle, ¿no enciende la luz y les deja en la oscuridad?

– Es que tengo ganas de matar a todo el mundo -dijo Charles entre dientes, como para disculparse.

Buscó una butaca, se chocó con todos los muebles que aún no conocía y Mathilde no le ayudó. Entonces él permaneció de pie y se volvió hacia ella.

– ¿Estoy más o menos enfrente de usted?

– Más o menos.

– Mathilde, encienda la luz.

– Está encendida.

Charles se quitó las gafas y Mathilde miró sus ojos.

– Evidentemente -dijo después de un momento-. No espere que le diga que sus ojos están bien porque son horribles. Realmente, con su piel lívida, le dan el aspecto de un muerto viviente. Con las gafas está usted estupendo, pero sin ellas parece una rescaza. Si yo fuera cirujano, mi querido Charles, intentaría arreglarlo, para que resultara un poco más limpio. No hay ninguna razón para quedarse como una rescaza si se puede conseguir otra cosa. Tengo un amigo que lo hace bien, arregló a un chico después de un accidente, que por el golpe parecía un pez de san Pedro.

– ¿Y si a mí me gusta parecer una rescaza? -preguntó Charles.

– Mierda -dijo Mathilde-. ¡No estoy dispuesta a que me dé la lata toda la vida con la historia de su ceguera, por todos los demonios! ¿Quiere ser feo? Muy bien, sea feo. ¿Quiere ser más malo que la quina, destrozar el mundo y hacerlo trizas? Muy bien, hágalo, mi querido Charles, a mí me da igual. Usted aún no puede saberlo, pero si estoy tan alterada es porque estamos a jueves, en pleno comienzo del trozo 2, y por lo tanto hasta el domingo, incluido ese día, no tengo ánimo para nada. La compasión, el paciente consuelo, los estímulos clarividentes y otros valores humanitarios se han acabado esta semana. Nacemos y morimos, y en medio nos deslomamos perdiendo el tiempo para hacer como que lo ganamos, y esto es todo lo que quiero decir de los hombres. El lunes que viene, todos me parecerán maravillosos hasta en sus menores bloqueos personales y su trayectoria milenaria, pero hoy es algo impensable. Hoy lo considero cinismo, desbandada futilidad y placeres inmediatos. Usted puede desear ardientemente ser una rescaza, una morena, una gárgola, una hidra de dos cabezas, una gorgona y un monstruo, allá usted, mi querido Charles, pero no espere desarmarme. A mí me gustan todos los peces, incluidos los peces asquerosos. Así que todo esto no es en absoluto una conversación para un jueves. Está usted estropeándome la semana con sus crisis de venganzas histéricas. En cambio, lo que hubiera estado bien en el trozo 2 es ir a tomar una copa a la Trigla voladora, y le habría presentado a la anciana dama que vive arriba. Pero hoy, ni hablar, sería usted demasiado malo con ella. Con Clémence hay que actuar con delicadeza. Desde hace setenta años no tiene más que una idea, encontrar un amor y un hombre, y si es posible las dos cosas juntas, algo muy difícil por supuesto. Como ve, Charles, cada persona tiene sus miserias. Ella el amor lo tiene a raudales, y llega a enamorarse hasta de un anuncio por palabras. Recorta todos los anuncios de los que se enamora, responde, acude, es humillada, regresa, vuelve a empezar. Clémence parece un poco tonta, resulta un poco desesperante por su amabilidad y sus patéticas atenciones, sacando siempre barajas de cartas de los bolsillos de sus anchos pantalones para obtener éxitos adivinatorios. Ahora le voy a describir su aspecto, ya que tiene usted la descabellada idea de que no ve nada: una cara nada agradable, delgada y masculina, con dientes pequeños y puntiagudos de musaraña, Crocidura russula, entre los que daría miedo meter la mano. Se maquilla demasiado. La he contratado dos días a la semana para que clasifique mis archivos. Es minuciosa y paciente, como si no se fuera a morir nunca, y eso a veces me tranquiliza. Trabaja con la cabeza en otra parte, murmurando sus deseos y sus desengaños, recapitulando sus hipotéticas citas, repitiendo sus declaraciones de antemano, y sin embargo clasifica con aplicación, aunque, como usted, se burla de los peces. Ese debe de ser el único punto que tienen ustedes en común.

– ¿Usted cree que puedo entenderme con ella? -preguntó Charles.

– No se preocupe, no la verá prácticamente nunca. Siempre está fuera, errante a la búsqueda de su esposo. Y además usted no quiere a nadie, así que, como decía mi madre, ¿qué importa?

– Es verdad -dijo Charles.

Cinco días más tarde, el jueves por la mañana, descubrieron un corcho de botella de vino en la Rué de l'Abbé-de-l'Épée, y en la Rué Pierre-et -Marie-Curie, en el distrito 5, una mujer degollada con los ojos vueltos hacia el cielo.

A pesar de la conmoción, Adamsberg no pudo evitar calcular que el descubrimiento se producía al principio del trozo 2, el trozo anodino, aunque el asesinato se había cometido al final del trozo 1, el trozo grave.

Adamsberg deambulaba por la habitación con una expresión menos ensimismada que de costumbre, con la barbilla hacia delante, los labios entreabiertos, como sin aliento. Danglard vio que estaba preocupado, aunque sin embargo no daba la impresión de estar concentrándose. Su anterior comisario era todo lo contrario. Continuamente estaba encerrado en sus reflexiones. El anterior comisario era un perpetuo rumiante. En cambio Adamsberg estaba abierto a todos los vientos como una cabaña de tablas, con el cerebro al aire libre, de eso no había la menor duda, pensó Danglard. Es verdad, se habría podido creer que todo lo que le entraba por los oídos, los ojos o la nariz, el humo, el color, el ruido al arrugar un papel, formaba una corriente de aire en sus pensamientos y les impedía tomar cuerpo. Este tipo, se dijo Danglard, está atento a todo y eso hace que no preste atención a nada. Incluso los cuatro inspectores empezaban a tomar la costumbre de ir y venir de su despacho sin miedo a interrumpir el hilo de lo que fuera. Y Danglard había descubierto que, en ciertos momentos, Adamsberg estaba más en otra parte que nunca. Cuando dibujaba, no a un lado de su rodilla derecha doblada, sino manteniendo el papelito sobre su estómago, entonces Danglard se decía: «Si ahora le anuncio que un champiñón está a punto de comerse el planeta y reducirlo al tamaño de un pomelo, le dará exactamente igual». Aunque realmente sería muy grave, porque no podrá mantener a muchos hombres sobre un pomelo. No hace falta ser muy inteligente para entenderlo.