Antes de salir, Adamsberg escribió a Mathilde Forestier. No había tenido que dedicar ni una hora aquella mañana para encontrarle a su Charles Reyer, después de haber llamado por teléfono a los principales organismos que empleaban a ciegos en París: afinadores musicales, editoriales, conservatorios. Reyer estaba en la ciudad desde hacía unos meses, vivía en una habitación cerca del Panteón, en el Hotel des Grands Hommes. Adamsberg envió a Mathilde todos los datos y luego los olvidó.

«Rene Vercors-Laury no es ninguna maravilla», se dijo Adamsberg inmediatamente. Se quedó muy decepcionado porque siempre esperaba mucho y luego las caídas le resultaban muy dolorosas.

No, claramente ninguna maravilla. Y además exasperante. Entrecortaba las frases con coletillas como: «¿Me sigue usted? ¿Me sigue atentamente?», o declaraciones como: «Estará de acuerdo conmigo en que el suicidio socrático no es sino un modelo», sin esperar la respuesta de Adamsberg porque sólo le servían para darse importancia. Y Vercors-Laury perdía un tiempo y un número de frases inimaginable en darse importancia. El grueso médico se echaba hacia atrás en la butaca, con las manos en la cintura, fingiendo reflexionar con intensidad, y luego se echaba hacia delante de repente para empezar una frase: «Comisario, ese tío no es normal…».

Aparte de eso, por supuesto, estaba claro que el tipo no era un cretino en absoluto. Durante el primer cuarto de hora de entrevista, todo había ido incluso bien, en ningún momento maravillosamente, pero bien.

– Ese tío -embistió Vercors-Laury- no pertenece a la categoría «normal» de los maníacos, si lo que usted solicita es mi opinión clínica. Por definición, los maníacos son maníacos, y eso no hay que olvidarlo, ¿me sigue usted? -Vercors-Laury no estaba descontento de su fórmula. Prosiguió-: Y porque son maníacos, son precisos, altivos, ritualistas. ¿Me sigue atentamente? Ahora bien, ¿qué encontramos en nuestro personaje? Ningún rito en la elección del objeto, ningún rito en la elección del barrio, ningún rito en la elección del momento, ningún rito en la elección del número de círculos que traza por la noche… ¡Ah!, ¿percibe usted ese inmenso fallo? Todos los parámetros que participan en su acción, objeto, lugar, hora, cantidad, varían, como si dependiera un poco de esto o de aquello. Sin embargo, comisario Adamsberg, para un maníaco nada depende de esto o aquello. ¿Me sigue usted atentamente? Ésta es incluso la característica del maníaco. El maníaco doblegará el «esto» y el «aquello» a su voluntad, antes que dejarse llevar por ellos. Ninguna contingencia puede tener la fuerza suficiente como para competir con el invariable desarrollo de su manía. No sé si usted me sigue.

– Entonces, ¿no es un maníaco normal? ¿Se podría incluso decir que no es un maníaco?

– Es verdad, comisario, incluso se podría decir eso. Lo cual abre entonces todo un campo de preguntas: si no se trata de un maníaco en el sentido patológico del término, significa que los círculos persiguen un objetivo que está perfectamente pensado por su autor, o sea que nuestro personaje se interesa de forma auténtica por los objetos que dibuja intencionadamente, como para hacernos una demostración. ¿Me sigue usted? Para decirnos por ejemplo: los seres humanos no aprecian los objetos que abandonan. En el momento en que los objetos han dejado de ser eficaces, de funcionar, nuestros ojos ya no los perciben, ni siquiera como materia. Yo le enseño a usted una acera y le digo: ¿qué hay en el suelo? Y usted me responde: no hay nada. Sin embargo, en realidad -resaltó esta palabra-, hay miles de cosas. ¿Me sigue atentamente? Ese hombre parece enfrentarse a una dolorosa pregunta, metafísica, filosófica, o por qué no poética, sobre el modo en que el ser humano elige hacer que empiece y cese la realidad de las cosas, de las que él se erige en arbitro, cuando a sus ojos, quizá, la presencia de las cosas sigue estando fuera de nosotros. Y todo lo que yo he pretendido, interesándome por ese hombre, ha sido decir: cuidado, no bromeéis con esa manía, el hombre de los círculos es quizás un espíritu lúcido, que no sabe hablar de otra manera que a través de esas manifestaciones, que son, claramente, la prueba de una mente trastornada pero muy organizada, ¿me sigue usted atentamente? Alguien muy fuerte, de todas formas, créalo.

– Sin embargo, en la serie aparecen errores: el ratón, el gato, no son cosas.

– Ya se lo he dicho, en todo esto hay mucha menos lógica de lo que parece a primera vista, y deberíamos encontrarla si se tratara de una manía auténtica. Eso es lo desconcertante. Sin embargo, desde el punto de vista de nuestro personaje, nos demuestra que la muerte transforma lo vivo en cosa, lo cual es verdad desde el instante en que lo afectivo deja de investir el cuerpo sin vida. Desde el instante en que la chapa ya no tapa la botella, la chapa ya no es nada, y desde el instante en que el cuerpo de un amigo ya no se mueve… ¿en qué se convierte? Es una cuestión de ese orden la que devora la mente de nuestro hombre… Que es tanto como decir para nombrarla: la muerte.

Vercors-Laury hizo una pausa balanceando hacia atrás la butaca. Miró a Adamsberg directamente a los ojos, como para decirle: «Ahora abra bien los oídos porque voy a anunciarle algo sensacional». Adamsberg pensó que seguramente no iba a ser para tanto.

– Desde su punto de vista como policía, usted se pregunta si hay peligro para las vidas humanas, ¿verdad, comisario? Le diré una cosa: el fenómeno puede permanecer estacionario y agotarse en sí mismo, aunque, por otra parte, no veo ninguna razón, en teoría, para que un hombre de esa calaña, es decir un loco dueño de sí mismo, si usted me ha seguido bien, y carcomido por la necesidad de exhibir sus pensamientos, se detenga en el camino. Digo bien: en teoría.

Adamsberg reflexionaba de forma vaga mientras regresaba a pie a su despacho. Nunca reflexionaba a fondo. Jamás había entendido qué pasaba cuando veía a la gente cogerse la cabeza entre las manos y decir: «Bien, reflexionemos». Lo que se tramaba entonces en sus cerebros, cómo hacían para organizar ideas concretas, inducir, deducir y concluir, era un completo misterio para él. Había constatado que daba resultados innegables, que después de esas sesiones la gente era capaz de decidir, y lo admiraba diciéndose que a él le faltaba algo. Sin embargo cuando lo hacía, cuando se sentaba y se decía: «Reflexionemos», nada se le pasaba por la cabeza. Incluso era sólo en esos instantes cuando conocía la nada. Adamsberg nunca se daba cuenta de que reflexionaba, y si era consciente de ello, detenía la reflexión. Por eso jamás sabía de dónde venían todas sus ideas, todas sus intenciones y todas sus decisiones.

Le parecía que de todas formas no le había sorprendido lo que le había dicho Vercors-Laury, y que siempre había sabido que el hombre de los círculos no era un maníaco común. Había sabido que alguna inspiración cruel alentaba aquella locura, que aquella hilera de objetos no podía tener sino un solo desenlace, una sola clamorosa apoteosis: la muerte de un hombre. Mathilde Forestier habría dicho que era normal no haber descubierto nada fundamental porque estaba en el trozo 2, pero él pensaba más bien que era porque Vercors-Laury era un tipo que no estaba mal, pero que no era en absoluto ninguna maravilla.

A la mañana siguiente, encontraron el gran círculo en la Rué Cunin-Gridaine, en el distrito 3. En el centro sólo había un bigudí.

Conti fotografió el bigudí.

La noche siguiente trajo consigo un círculo en la Rué Lacretelle y otro en la Rué de la Condamine, en el distrito 17; uno de ellos rodea un viejo bolso de señora y el otro, un bastoncillo.

Conti fotografió el viejo bolso y luego el bastoncillo, sin hacer comentarios, pero evidentemente irritado. Danglard permaneció silencioso.