Y la mujer había aceptado el desafío. Había intentado seguir el juego, responder lo más deprisa posible a sus confidencias alternativamente fingidas y groseras. Sin embargo, ella había sido sincera, había contado la historia del tiburón así, sin más, se había mostrado expansiva, sensible, servicial, queriendo mirar sus ojos para decirle cómo eran. Pero él, exclusivamente preocupado por el efecto sensacional que quería producir, rompía todos los impulsos del corazón haciéndose pasar por un pensador clarividente y cínico. «No, Charles, realmente -pensó-, lo has hecho mal. Le echas tanto cuento que ni siquiera eres capaz de juzgar si tienes algo interesante en la cabeza.

»Y qué significa esa forma de andar al lado de la gente por la calle para darles miedo, para ejercer sobre ellos tu pobre poder, o acercarte a ellos en los semáforos rojos con tu bastón blanco y preguntarles: "¿Quieren que les ayude a cruzar?", para molestarles, por supuesto, y luego aprovecharte de tu intocable estatuto. La pobre gente no se atreve a decir nada, se queda ahí, en el bordillo de la acera, y se siente desdichada como piedras. Vengarte, Charles, eso es lo que haces. No eres más que un pequeño gilipollas de gran tamaño. Y esa mujer, la reina Mathilde, está ahí, es auténtica, e incluso me dice que soy guapo. Y yo, aunque sus palabras me hacen un poco feliz, ni siquiera soy capaz de demostrárselo, de darle las gracias por esas palabras.»

A tientas, Charles se detuvo en el bordillo de la acera. Cualquiera a su lado podía ver los rebujos de tela que se ponen en las regueras para dirigir el agua, sin darse cuenta de lo sublimes que son. Aquella leona asquerosa. Tuvo ganas de desplegar su bastón y preguntar: «¿Quiere que le ayude a cruzar?», con sucia sonrisa. Entonces le vino el recuerdo de la voz de Mathilde diciéndole sin maldad: «Es usted un hombre patético». Y se volvió de espaldas.

Danglard había intentado resistir. Sin embargo, a la mañana siguiente se zambulló en los periódicos, saltándose los titulares políticos, económicos, sociales, y todo el fárrago que habitualmente solía interesarle.

Nada. Nada sobre el hombre de los círculos. El asunto no tenía motivo alguno para atraer la atención cotidiana de un periodista.

Pero él estaba pillado.

Ayer por la noche su hija, la primera gemela de los segundos gemelos, que era la que se interesaba por lo que contaba su padre, mientras le decía: «Papá, deja de beber que ya tienes un culo bastante grande», también había dicho: «Tu nuevo jefe tiene un nombre muy gracioso. Sería san Juan Bautista de la Montaña de Adán, si se tradujera. Tiene un nombre gracioso, pero en realidad, si a ti te cae bien, a mí también. ¿Me lo enseñarás algún día?». Realmente, Danglard quería tanto a sus cuatro gemelos que sobre todo le hubiera gustado enseñárselos a Adamsberg, y que él le dijera: «Son unos verdaderos ángeles». Sin embargo, no estaba seguro de que Adamsberg se interesara por sus chavales. «Mis chavales, mis chavales, mis chavales -se dijo Danglard-. Mis maravillas.»

Desde el despacho, llamó a todas las comisarías de distrito para saber si alguno de los agentes de servicio había visto un círculo, así, por si acaso, porque a todo el mundo le divertía aquella historia. Sus preguntas suscitaban asombro, y él explicaba que era para uno de sus amigos psiquiatras, un pequeño favor que quería devolverle. Sí, claro, los polis estaban familiarizados con los pequeños favores que la gente suele pedirles.

Y esa noche, en París habían aparecido dos círculos. El primero había sido trazado en la Rué du Moulin-Vert y lo había descubierto un agente del distrito 14, feliz del servicio realizado. El otro había sido encontrado en el mismo barrio, en la Rué Froidevaux, por una mujer que había ido a quejarse porque consideraba que aquel asunto empezaba a ir demasiado lejos.

Danglard, nervioso, impaciente, subió un piso y entró en el despacho de Conti, el fotógrafo. Conti estaba a punto de salir, cargado de maletines y bolsas en bandolera, como un soldado. Como Conti era un canijo, Danglard pensaba que todo eso debía de tranquilizarle, todos aquellos aparatos llenos de botones y mecanismos que incitaban al respeto, aunque en realidad sabía perfectamente que Conti no era un tipo tan estúpido, incluso nada estúpido. En primer lugar se dirigieron a la Rué du Moulin-Vert: el círculo se extendía, ancho y azul, con la bonita caligrafía dando vueltas alrededor. Y allí, no exactamente en el centro, había un trozo de correa de reloj. ¿Por qué círculos tan grandes para objetos tan pequeños?, se preguntó Danglard. Hasta ese momento no había pensado en aquella desproporción.

– ¡No lo toques! -gritó a Conti que se disponía a entrar en el círculo para verlo.

– ¿Qué? -dijo Conti-. ¡No creo que nadie haya matado esa correa de reloj! Llama al médico forense para convencerte.

Conti se encogió de hombros y salió del círculo.

– No investigues -dijo Danglard-. Ha dicho que lo fotografiemos tal como esté, así que hazlo, por favor.

Sin embargo hay que decir que mientras Conti hacía fotos, Danglard pensó que Adamsberg le ponía en una situación bastante ridícula. Si por mala suerte un poli de la zona llegaba a pasar por allí, tendría razón en decir que el distrito 5 se había vuelto loco, pues se dedicaba a fotografiar correas de reloj. Y Danglard pensaba que realmente la comisaría del distrito 5 se había vuelto loca y que él se había vuelto loco con ella. Además, ni siquiera había archivado aún el expediente de Patrice Vernoux, cosa que habría tenido que hacer a primera hora. Su colega Castreau se estaría haciendo preguntas.

Rué Émile-Richard: en ese lúgubre y recto callejón en el corazón del cementerio de Montparnasse, Danglard comprendió por qué una mujer había ido a quejarse, y se sintió casi aliviado al descubrirlo.

El asunto había ido en aumento.

– ¿Has visto? -dijo a Conti.

Ante ellos, el círculo azul rodeaba los restos de un gato espachurrado. No había una gota de sangre, por lo que seguramente el gato había sido recogido en una alcantarilla, ya muerto desde hacía varias horas. Ahora resultaba mórbido ese montón de pelos sucios en aquella calle siniestra, y ese redondel y ese «Victor, mala suerte, ¿qué haces fuera?». Era como una irrisoria pantomima de brujas.

– He terminado -dijo Conti.

Era absurdo pero Danglard creyó advertir que Conti estaba un poco impresionado.

– Yo también -dijo Danglard- he terminado. Ven, vámonos, no merece la pena que los tipos de la zona nos encuentren aquí.

– Es verdad -dijo Conti-. ¿Qué cara pondríamos?

Adamsberg escuchó el informe de Danglard con calma, dejando humear el cigarrillo en los labios, con los ojos medio cerrados para evitar que le picaran. Lo único que hizo fue cortarse una uña de una dentellada. Y cuando Danglard empezaba a delimitar un poco el personaje, éste comprendió que Adamsberg apreciaba el descubrimiento de la Rué Emile-Richard en su justo valor.

Pero ¿qué valor? Sobre eso, Danglard aún no se pronunciaba. La forma en que funcionaba la mente de Adamsberg seguía siendo para él enigmática y temible. A veces, aunque no duraba más que un instante, se decía: «Huye de él».

Sin embargo sabía que cuando se empezara a saber en la comisaría que el jefe perdía su tiempo y el de sus inspectores con el hombre de los círculos, tendría que defenderle. Y trataba de prepararse para ello.

– Ayer, el ratón -dijo Danglard, como si hablara consigo mismo, ensayando su futuro discurso para enfrentarse a sus colegas-, y luego, esta noche, el gato. Es un poco desagradable. Aunque también estaba la correa del reloj. Conti tiene razón, la correa del reloj no está muerta.

– Claro que está muerta -dijo Adamsberg-. ¡Por supuesto que está muerta! Danglard, vuelva a hacer lo mismo mañana por la mañana. Yo voy a ver a Vercors-Laury, el psiquiatra que ha planteado el asunto. Me interesa saber su opinión. Pero evite hablar de ello. Cuanto más tarde se metan conmigo, mejor.