– Tengo la impresión de que vamos a divertirnos menos que la última vez -dijo Mathilde.

– Es muy probable -respondió Adamsberg.

– Es ridículo que me haga participar en este ceremonial de convocarme a su despacho. Habría sido mejor que hubiera venido a la Trigla voladora, habríamos tomado una copa y luego habríamos cenado. Clémence ha preparado una especie de plato repulsivo muy suyo.

– ¿De dónde es?

– De Neuilly.

– Ah. Entonces no es nada exótico. Yo no la he hecho participar en ningún ceremonial. Necesito hablar con usted y no tengo ganas de incorporarme a la Trigla voladora o a lo que a usted se le ocurra.

– ¿Porque no es una buena idea que un policía cene con sus sospechosos?

– No es por eso, al contrario -dijo Adamsberg, con voz cansada-. La intimidad con los sospechosos incluso forma parte de las cosas que se recomiendan. Pero allí, en su casa, hay un desfile perpetuo, eso es evidente. Ciegos, viejas locas, estudiantes, filósofos, vecinos de abajo, vecinos de arriba, se es cortesano de la reina o no se es nada, ¿no cree? Y a mí no me gusta ser cortesano, ni ser nada en absoluto. Además, no sé por qué digo esto, en realidad no tiene ninguna importancia.

Mathilde se echó a reír.

– Entendido -dijo-. En el futuro, nos encontraremos en un café, por ejemplo, o en los puentes de París, en esos lugares neutros en los que se establece la igualdad. Como dos valientes republicanos. Y ahora, ¿puedo fumar un cigarrillo?

– Puede. Señora Forestier, ¿conocía usted el artículo del periódico del distrito 5?

– Jamás había oído hablar de esa porquería antes de que Charles me la recitara de memoria a mediodía. Y de lo que pude enorgullecerme en el Dodin Bouffant, es inútil que intente acordarme. Lo único que puedo certificar es que, cuando he bebido, mi ficción supera treinta veces mi realidad. Que haya podido contar que el hombre de los círculos compartía mi cena, e incluso mi bañera y mi cama, y que preparáramos juntos sus payasadas nocturnas, no es imposible. No hay nada que pueda detenerme cuando se trata de seducir. Imagínese. En ciertos momentos, me comporto como una verdadera catástrofe natural, según dice mi amigo filósofo, por supuesto.

Adamsberg puso mala cara.

– Me resulta difícil -dijo- olvidar que es usted una científica. No la creo tan imprevisible como quiere hacer creer.

– Entonces, Adamsberg, ¿yo he degollado a Madeleine Chátelain? Es verdad que para esa noche no tengo una coartada aceptable. Nadie vigila mis idas y venidas. Ningún hombre en mi cama en ese momento, ningún guardia en la puerta. Libre como el viento, ligera como los ratones. Dígame qué me había hecho esa pobre mujer.

– Cada cual tiene sus secretos. Danglard diría que a fuerza de seguir a miles de personas, Madeleine Chátelain podría figurar en alguna parte de sus notas.

– Es posible.

– Y añadiría que en su existencia submarina, usted ha destripado dos tiburones azules. Determinación, valor, fuerza.

– Vamos, no irá usted a refugiarse detrás de los argumentos de los demás para atacar, ¿verdad? Danglard esto, Danglard aquello. ¿Y usted?

– Danglard es un pensador. Yo le escucho. En cuanto a mí, sólo me importa una cosa: el hombre de los círculos y sus malditas ocupaciones. Es lo único que me intriga. Y Charles Reyer, ¿sabe usted algo de él? Imposible averiguar cuál de ustedes dos ha buscado al otro. Parece que ha sido usted, pero él podría haberla obligado.

Hubo un silencio y Mathilde dijo:

– ¿Realmente piensa que soy capaz de dejarme manipular?

Ante el tono diferente de Mathilde, Adamsberg interrumpió el dibujo que acababa de empezar. Frente a él, ella le miraba sonriendo, magnífica y generosa, pero segura de sí misma, majestuosa, como si pudiera hacer y deshacer su despacho y el mundo con una simple broma. Entonces habló lentamente, exponiendo las nuevas ideas que sugería la mirada de Mathilde. Con una mano en la mejilla, dijo:

– Cuando vino la primera vez a la comisaría, no era para buscar a Charles Reyer, ¿verdad?

Mathilde se rió.

– Sí. ¡Le estaba buscando! Pero habría podido localizarle sin su ayuda, como usted sabe.

– Claro. He sido un idiota. Pero usted miente maravillosamente. ¿Entonces? ¿A qué estamos jugando? ¿A quién buscaba cuando vino aquí? ¿A mí?

– A usted.

– ¿Por simple curiosidad, porque los periódicos habían publicado mi nombramiento? ¿Quería añadirme a sus notas? No, no es eso, no.

– No, por supuesto que no -dijo Mathilde.

– ¿Para hablarme del hombre de los círculos, como supone Danglard?

– Tampoco. Si no hubiera visto los artículos sujetos por el pie de la lámpara de su mesa, ni se me habría ocurrido. Puede no creerme, ahora que sabe que miento igual que respiro.

Adamsberg movió la cabeza. Sentía que se había quedado sin argumentos.

– Simplemente recibí una carta -continuó Mathilde-: «Me acabo de enterar de que Jean-Baptiste ha sido trasladado a París. Por favor, ve a verle». Entonces vine a verle, es completamente natural. Como usted sabe, en la vida no hay coincidencias.

Mathilde aspiraba el cigarrillo sonriendo. Mathilde se estaba divirtiendo. Se estaba desquitando de uno de los malditos trozos.

– Llegue hasta el final, señora Forestier. ¿Una carta de quién? ¿De quién estamos hablando?

Mathilde se levantó sin dejar de reír.

– De nuestra bella paseante. Más dulce que yo, más feroz, menos puta y menos descuajaringada. Mi hija. Mi hija Camille. Sin embargo, Adamsberg, usted tenía razón en un punto: Ricardo III está muerto.

Después, Adamsberg no supo decir si Mathilde se había ido inmediatamente o poco después. Por muy desengañado que pudiera estar en ese momento, una sola cosa le había quedado en la cabeza: viva. Camille viva. La querida pequeña, no importaba dónde y amada por no importaba quién, pero respirando, con la frente altiva, la nariz aguileña, los labios suaves, su sabiduría, su futilidad, su silueta, vivos.

Hasta mucho más tarde, andando por la calle para volver a su casa -había mandado apostar varios hombres esa noche en las estaciones de metro de Saint-Georges y Pigalle aunque presentía que no serviría de nada-, no tomó conciencia acerca de lo que se había enterado. Camille era la hija de Mathilde Forestier. Por supuesto. Igual de embaucadora que Mathilde, no merecía la pena comprobarlo. Perfiles parecidos, cosa que no se fabrica en miles de ejemplares.

No era una coincidencia. La querida pequeña, en alguna parte de la tierra, había leído la prensa francesa, se había enterado de su nombramiento y había escrito a su madre. Seguramente le escribía a menudo. O quizá se veían a menudo. Si eso ocurría, seguro que Mathilde se las arreglaba para hacer que coincidieran los destinos de sus expediciones científicas con los lugares donde estaba su hija. Era muy probable. No había más que averiguar en qué costas había atracado Mathilde durante los últimos años para saber por dónde había paseado Camille. Él había tenido razón. Ella paseaba, perdida, inasequible. Inasequible. Se dio cuenta de eso. Jamás accedería a ella. Pero ella había querido saber qué había sido de él. No se había derretido como la cera en la mente de Camille. Aunque de eso, él jamás había dudado. No porque se creyera inolvidable, pero sentía que una parte de sí mismo había calado como una piedrecita en el fondo de Camille, y ella debía de sentirse, aunque sólo fuera un poco, pesada. Era inevitable. Tenía que ser así. Por muy vano que fuera a sus ojos el amor de los hombres, y por muy desagradable que fuera su humor aquel día, no podía admitir que no quedara de aquel amor una partícula magnetizada en el cuerpo de Camille. De la misma forma que sabía, aunque raras veces pensara en ello, que jamás había dejado que se disolviera en él la existencia de Camille, y no habría sabido decir por qué, ya que jamás había reflexionado sobre ello.

Lo que le perturbaba, incluso le arrancaba de las regiones lejanas por las que su indiferencia le había hecho avanzar a lo largo de aquella jornada, era que habría bastado con preguntar a Mathilde para saber. Bueno, solo para saber. Saber por ejemplo si Camille amaba a otro. Aunque era mejor no saber nada en absoluto y quedarse en el botones del hotel de El Cairo donde se había quedado la última vez. Estaba muy bien aquel botones, moreno, largas pestañas, y sólo para una o dos noches porque había ahuyentado la añoranza del cuarto de baño. Además, de todas formas Mathilde no diría nada. No volverían a hablar de ello. Ni una palabra más sobre aquella muchacha que mandaba a los dos a paseo desde Egipto a Pantin, y eso era todo. Porque si eso ocurría era porque ella estaba en Pantin. Estaba viva, eso era precisamente lo que había querido decirle Mathilde. Había mantenido su promesa de la otra noche en el metro Saint-Georges de quitarle esa muerta de la cabeza.