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Ya no miraba las copas de los árboles, sino la tierra. Avanzaba, y cada paso agudizaba las heridas de sus pies. A menudo se detenía. Durante un rato bastante largo anduvo perdido fuera del sendero, y las espinas, las jaugues, como decían en Larjuzon, las piñas roídas por las ardillas lo ponían en carne viva. Cuando hubo encontrado su camino, el pensamiento de lo que todavía tenía que recorrer hasta la casa, en la oscuridad, cargado con la escalera, lo abrumó. Ah, como para pensar en Dominique, en el amor de ambos, en su vocación, en los escrúpulos que generalmente lo desgarraban. Era su carne la que estaba desgarrada. Esa cruz de la cual hablaba sin cesar, con la cual creía hasta ese día haber alimentado su meditación… Pero que descubría de golpe en lo más secreto de una noche húmeda y fría, que nunca la había conocido ni realmente cargado; la cruz no era, como él estaba persuadido, un amor rechazado, una inclinación dolorosa, una humillación, un fracaso, sino realmente un madero que aplastaba un hombro herido, y esa piedra y esa tierra, en ese momento, le destrozaban la piel de los pies. Avanzaba en una tensión atroz y creía ver moverse ante él una espalda esquelética; discernía las vértebras, las costillas levantadas por un jadeo precipitado y el surco violeta de viejas flagelaciones: el esclavo de todos los tiempos, el esclavo eterno.

Cuando Xavier reconoció la masa confusa de la casa, hizo alto por última vez, apoyado contra un tronco. Recibía ese sufrimiento de su carne con tanto amor como cuando comulgaba. Lo saboreaba, se entregaba para no perder nada de él, se dejaba penetrar por el vacío de sus dolores habituales; entreveía ese lujo entre los lujos que caben en el desarrollo y el libre empleo de una conciencia delicada. Sintió el peso de una lágrima, de una gota de sudor o de sangre entre todas las que no sólo la ferocidad humana hace correr, pues nuestra vida, nuestra vida virtuosa, no se desarrolla sino llevada, sostenida por ese río inagotable.

Se levantó, dio los pocos pasos que lo separaban de la fachada donde la ventana de la biblioteca había quedado abierta. La cortina flotaba hacia fuera, levantada por el viento. Ningún cuarto habitado daba a ese lado, sólo los cuartos de baño. Se deslizó dentro de la pieza sin hacer ruido y al principio sintió un golpe en el corazón. Sobre el viejo sofá de cuero no vio a nadie. Por lo que podía juzgar su vista, acostumbrada a la oscuridad, la biblioteca estaba vacía. Encendió un fósforo y vio que Mirbel había dispuesto, junto al pedazo de pan, intacto, un candelero. Encendió la vela. La manta había quedado doblada sobre el diván. Un suspiro, una vaga queja le llegaron desde la esquina de la habitación opuesta a la puerta. Entre la pared y la vieja caja de hierro, que nadie desde hacía años había logrado abrir, y cuya clave se ignoraba, estaba la masa de un cuerpo replegado, unas rodillas desnudas y lastimadas se juntaban casi con la cara, cuyo perfil perdido Xavier no podía distinguir. Se estremeció como ante el cadáver del niño. Fue sólo la impresión de un segundo. Roland se había quedado dormido, vencido, como ocurre a esa edad, por un sueño más poderoso que todo el dolor del mundo. Xavier se inclinó hacia él y aunque estaba extenuado logró alzarlo, y a fuerza de voluntad consiguió depositarlo suavemente sobre el sofá. Bajo la cabeza de pelo revuelto dispuso un almohadón, extendió la manta sobre las delgadas piernas, de grandes rodillas desproporcionadas, desató las sandalias rotas, calentó entre sus manos los pies helados. El chico lanzó un leve grito, se irguió con una mirada de espanto.

– Soy yo, velo por ti; duerme.

Los ojos de Roland estaban abiertos, pero sobre el sueño que vivía, no sobre la vida. Dejó caer nuevamente la cabeza sobre el almohadón. La sombra de sus pestañas le prolongaba extrañamente los pesados párpados aceitunados. Tenia sobre sus rasgos delicados esa máscara de desesperación de los chicos, hecha de llantos que no han sido secados, de mocos, de tierra. Sería hermoso, sería amado, cometería el mal. Arrojado en la pobreza y en el trabajo servil, recordaría el mundo donde había penetrado siendo niño. ¿Ante qué retrocedería por conocerlo de nuevo? Todo un destino estaba escrito y ya era descifrable en aquella carita sombría. Xavier estaba allí, sin embargo, sentado sobre el borde del sofá de cuero, y la sangre adhería a sus pies los calcetines rotos. No era sino dolor y pertenecía a ese pequeño ser ligado a él para la vida y más allá de la vida. ¿Qué prueba hubiera podido dar de lo que era para él una certidumbre? ¡Locura la de creer eso! De todas las locuras, la más loca… Si Dominique viera sus pies ensangrentados, sus hombros maltrechos, se arrodillaría y lavaría sus llagas con amor, atraería contra sus senos aquella cabeza dolorosa.

El sueño del niño era tan profundo, tan tranquilo, que parecía embarcado en él para la eternidad. El inmenso lamento vegetal bajo las estrellas se había dulcificado hasta convertirse en una voz de mujer que acuna y duerme en su regazo a una criatura amada. Xavier apagó la vela, se asomó a la ventana, atrajo el postigo hacia sí. Al salir no trató de disimular la escalera; la acostó solamente contra la pared. Entró en la casa por la puerta principal y no advirtió que dejaba en cada peldaño, sobre la alfombra de la escalera, rastros de sangre.

IX

Michele se habia despertado al alba. En quien primero pensó fue en Roland, buscó sobre la chimenea la llave que Jean había consentido en dejarle la víspera por la noche, bajó apresuradamente sin ver las manchas oscuras junto a sus pasos. Penetró en la biblioteca. El chico dormía serenamente. ¡Qué bien se había envuelto en la manta! Y el almohadón que se le había ocurrido ponerse bajo la cabeza, ¿de dónde lo había sacado? ¿No era el del comedor? Abrió el postigo interior y miró en torno. Fue entonces cuando advirtió las manchas sobre la alfombra: sangre, no podía dudarlo. Apartó rápidamente la manta. El chico estaba vestido con su pantalón y un jersey sin mangas. Los pies desnudos, las manos, los brazos no llevaban rastros de ninguna herida. Su cara, sucia, era la cara sucia de los días en que "había hecho una escena". La mancha más grande estaba junto a la ventana. La abrió, se inclinó en el húmedo amanecer, vio la escalera acostada contra la pared. Después de haber cubierto nuevamente a Roland salió, encontró los rastros del animal herido en el vestíbulo; luego, de peldaño en peldaño hasta el segundo piso. Había otra ante la puerta de Xavier. Entró sin llamar.

Las ventanas y los postigos habían quedado abiertos. Una toalla, también manchada, estaba tirada en el medio de la habitación. El agua que había salpicado alrededor un baño de pies aún no estaba seca. Michéle se acercó a la cama. Xavier se había vuelto hacia la pared. Sólo vio su pelo enredado, la piel oscura del hombro a través de la manga rota del pijama; el antebrazo, delgado y velludo, rodeado por un rosario. Gemía en sueños. Ella rozó el cuello, la frente, no, no tenía fiebre. Por primera vez lo llamó por su nombre de pila. Él abrió los ojos.

– ¿Se ha herido? ¿Se cayó de la escalera? Sí, vi la escalera, lo comprendí todo.

– No es nada -contestó-, menos que nada: unos rasguños en los pies. Quisiera estar seguro de que Roland… ¿Todavía duerme?

– Sí, no hable. Muéstreme los pies.

– He ensuciado la sábana.

– ¿La sábana? Y el camino de la escalera y la alfombra de la biblioteca… ¡Mire en qué estado está! Esas espinas en la piel… ¿Caminó descalzo por el bosque? ¿Por qué descalzo?

Él calló y ella no insistió. Preguntaba:

– ¿Le hago daño?

Él le hacía señas de que no. Le gustaban sus manos. Ella reflexionó: iría a buscar agua oxigenada. Jean se levantaba tarde, gracias a Dios. Tendría tiempo de hacer limpiar por Octavie el camino y la alfombra. Le inventaría una historia de hemorragia nasal. Creía que la sangre no resistía al agua fría y al almidón. Él le rogó que no cerrara la ventana, el aire húmedo le hacía bien. Cuando hubo salido la oyó llamar a la puerta de Octavie. Hubo susurros al lado de la escalera. Sus ojos se cerraron. No sufría: tenía un instante para recobrar el aliento, el habla.