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Xavier contestó con voz neutra que, en caso de necesidad, haría el camino a pie.

– ¿De veras? ¿Vendrá? Entonces es que me ha comprendido. Hay cosas -agregó el sacerdote, a media voz- que no me atrevería a confiarle aquí, en esta sacristía, sobre todo después de haberlo confesado. Pero junto al fuego… Hay que fijar un día -agregó con una especie de excitación-. El lunes, ¿quiere?

Sí, Xavier aceptaba, pero nunca estaría libre hasta el fin de la tarde porque hacía estudiar a Roland.

– ¿ No le da miedo andar en el crepúsculo y de noche cerrada?

¡Es un camino tan desierto! Salvo los muleros…

Xavier sacudió la cabeza y sonrió.

– El lunes, después de las cinco -dijo.

– Pero ¿es cierto? Yo que tenía miedo de haberlo escandalizado… Estoy contento. O me equivocó mucho, o sabré reconciliarlo con la vida, con la vida simple y normal.

Xavier desprendió con suavidad las manos que el cura había tomado entre las suyas.

– No es necesario que vuelva a pasar por la iglesia.

El cura acababa de abrir una puertecita.

– No, no cierre. Espero a los chicos del catecismo. Hasta el lunes.

Xavier reconoció el antiguo cementerio. El pasto y las ortigas estaban todavía aplastadas en el lugar en que él había permanecido tanto tiempo de rodillas. Volvió allí, pero se quedó de pie, la frente apoyada contra el muro del coro. Alrededor de él la mañana otoñal brillaba en la bruma. Sobre el cerco de un jardín, el viento agitaba suavemente la ropa puesta a secar.

– ¿Es que se siente mal?

Sintió una mano sobre el brazo. Abrió los ojos. Era un colegial. Había otros tres un poco más atrás. Los cuatro llevaban el mismo delantal de lustrina negro. Uno había perdido el cinturón. Llevaba en la mano el catecismo de la diócesis de Burdeos. El que se había dirigido a Xavier era pálido, bajo, pelo ardiente, con una naricita salpicada de pecas. Los otros tres, tan morenos como Roland, tenían los mismos ojos de color de mora. Xavier dijo que no era nada, que había tenido un vahído, que se sentía mejor. El muchacho pelirrojo le preguntó si no necesitaba nada:

– El señor cura tiene siempre café en la sacristía.

Xavier sacudió la cabeza. No, no necesitaba nada. De las cuatro cabezas alzadas hacia él, dos estaban sin boina. Su mirada iba del uno al otro. ¿De dónde le venía ese amor desproporcionado, ese amor absurdo? No los conocía, nunca los volvería a ver. Y sin embargo habría querido llamarlos por el nombre de pila, retenerlos, entrar en la vida de cada uno de ellos, protegerlos de todo peligro, protegerlos con su propio cuerpo. ¡Pasión monstruosa, pasión divina, sí! ¡Era eso! Pasión de Dios por su criatura. Durante algunos segundos, los pies entre las ortigas, Xavier creyó sentir -qué locura- lo que el Ser increado experimenta por la última de sus criaturas. La puerta de la sacristía había vuelto a cerrarse. El viento dibujaba lentas ondulaciones en las sábanas que se secaban sobre el cerco del jardín. ¡ Dios mío! Aquel sacerdote les enseñaba el catecismo. Era él y no otro quien los tenía a su cargo. Ese sacerdote… Pensó con terror que había aceptado verlo, escucharlo, no porque temiera nada para sí mismo… Pero ¿qué contestar? Hacía un rato tenía la lengua como trabada.

– Acaso no te corresponda hablar. Sólo se te pide que estés.

¿De dónde venía esa orden que repercutía en él, de dónde venía sino de él mismo?

Emprendió el camino de vuelta a la casa. Por absorto que estuviera, fingió estarlo aún más. Así pudo pasar junto a Michéle sin que ella se resolviera a interpelarlo.

XII

– ¿Debo dejar el cubierto del señor?

Octavie se había vuelto, con una mano sobre el picaporte. Roland, de bruces, hojeaba el Magasin Pittoresque de 1854. Jean de Mirbel fumaba apoyado en la chimenea. Michéle, en la sillita baja, tejía, lo más cerca posible del fuego ardiente.

– Puede levantar los manteles -dijo-. Pero deje pan y queso. Creo que no volverá. Con el tiempo que hace… El cura debe de haberlo retenido.

– Exijo que atranquen las puertas como de costumbre -dijo Mirbel, sin alzar la voz-. Si vuelve a media noche y llama, les prohibo que le abran. Que vaya a dormir al establo o que se tienda bajo la lluvia entre los juncos y que reviente.

Gritaba casi, de golpe. Su pierna izquierda se movía como a pesar suyo. Una gota de lluvia golpeaba a intervalos regulares el zinc de una gotera. El susurro de la lluvia no se confundía con la queja de las copas innumerables.

– Cuando se vive en casa ajena -dijo Octavie- y se come su pan…

El resto se perdió en un refunfuño confuso. Cerró la puerta. Michéle le preguntó a Roland por qué reía.

– Por lo que acaba de decir Octavie. Yo comprendí porque lo repite a menudo cuando ustedes no están…

Michéle insistió: ¿ qué es lo que decía Octavie? Roland sacudió la cabeza. Terminó por decir:

– Le parece que ustedes son unos tontos de creer que va a Baluzac a ver al cura. Dice que cuando un muchacho sale de noche no es para ir a ver curas…

Michéle lo interrumpió:

– Ve a acostarte, en vez de hablar tonterías.

Roland alegó que no eran las diez, que no subiría antes de las diez. Mirbel, entonces, se apartó de la chimenea, dio un paso hacia él y con su voz más dulce:

– ¿Todavía estás ahí?

Roland, de un salto, estuvo en la puerta. No podía dejar de oír a Michéle, que le decía:

– ¿No me das un beso? Ni siquiera volvió la cabeza. Cuando hubo salido, ella se encogió de hombros. Suspiró:

– No hay nada que hacer.

– ¿Lo descubres esta noche? Sí, hay algo que hacer, y es devolverlo a la Asistencia…

Como ella callaba él dijo que también subía. Ya ponía la pantalla delante del fuego.

– No, deja. Yo todavía me quedo. No puedo dormir si me acuesto demasiado temprano. El sueño me vence en seguida, pero me despierto una hora después, y mi noche ha terminado.

– Te quedas para esperarlo -dijo Mirbel.

Ella no se defendió.

– Si a medianoche no ha llegado, cerraré todo. No te inquietes. ¿Crees que puede haber algo de verdad -preguntó después de un silencio- en esa habladuría de Octavie?

Él rugió:

– ¡Idiota! Eres una idiota.

– ¿Por qué idiota? ¡Si te imaginas que Dominique va a ceder sin resistencia! Y después de todo, él la quiere. Es un muchacho como todos…

Mirbel preguntó:

– ¿Lo crees? -y repitió-: Idiota -abrió la puerta y en el momento de salir se volvió-: Son todas iguales: nadie les quitará de la cabeza que son la delicia del género humano, que ningún muchacho puede vivir sin ellas… ¿Qué dices?

Como ella inclinaba la cabeza sobre su labor sin contestar, él insistió:

– Repite en voz alta lo que acabas de decir.

Ella alzó hacia él la cara, ya gastada; las mejillas, que él había amado doradas, duras y sombrías y ya eran biliosas y un poco caídas. Él apoyó una mano sobre la frente de su mujer y pronunció en voz baja su nombre. Ella se puso de pie, y el tejido cayó al suelo.

– Ya verás -dijo ella, ardientemente-, saldremos de esta noche, ya verás.

Apretó contra ella durante algunos segundos el gran cuerpo inerte. Luego esperó a que él hubiera llegado al primer piso, a que la puerta de su cuarto se hubiera cerrado, para salir a su vez. Descolgó una esclavina, se cubrió la cabeza con la capucha y recibió en plena cara la bofetada poderosa de un viento lluvioso. A través de las nubes que huían hacia el este, una claridad difusa bañaba los fantasmas de los pinos, cuya imploración era más que humana. La grava blanca del sendero la guiaba, pero no discernía los charcos y a veces se hundía hasta los tobillos. Cuando se acercaba a la puerta, siempre abierta, oyó pasos y lo vio.

Le pareció tan bajo, tan endeble en aquella semipenumbra, que al principio no creyó que fuera él. Empujaba su bicicleta y habría pasado al lado de Michéle sin verla si ella no lo hubiera interpelado: