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– Mañana le confiaré la bicicleta al mulero: le diré que la deje aquí.

Eso significaba, según el cura de Baluzac, que no tenía entonces ninguna idea de suicidio. Si no, habría partido a pie.

– Era demasiado escrupuloso para privarme de mi bicicleta.

Era el momento de Michéle de errar por los senderos. No sentía frío aunque no se había puesto el abrigo. Se decía: "Porque espero lo peor, no ocurrirá nada". Era superstición suya imaginar cosas para estar segura de que no ocurrirían. Giraba al fondo de un abismo cuya pared vertiginosa la formaban los pinos. El tiempo pasaba. Hubiera debido estar de vuelta. Acechaba el ruido del motor. Entró para decirle a Octavie que podía ir a acostarse. Cuando volvía al porche vio el farol de una bicicleta, una mano que apretaba el manubrio. No conocía a aquel hombre. Había ocurrido una desgracia.

– El joven que estaba en casa de ustedes ha sido atropellado. Iba en bicicleta. No se sabe si se tiró bajo las ruedas a proposito o si los faros lo deslumbraron. Sin embargo, eran los reglamentarios. Su marido había disminuido la marcha. La policía cree que se deslumbró. Es lo que se va a decir en el sumario, para el seguro…

Ella preguntó adonde habían llevado el cuerpo.

– Al presbiterio de Baluzac: el accidente ocurrió casi a la salida del pueblo. Su marido lo cargó él mismo en su coche. El cura telefoneó a la familia.

El hombre se alejó. Michéle se sentó sobre un peldaño, los brazos anudados alrededor de las rodillas, y esperó. Reconoció de lejos el ruido del motor, luego el chirrido de la puerta del garaje. El paso de Mirbel sobre la grava no era ni más rápido ni más lento que otra noche. Ella se puso de pie. Él estaba allí. Lo arrastró al vestíbulo. Dijo, sin mirarla:

– No es lo que tú crees. Yo me había ido impaciente para dirigirle reproches o quizás inspirarle lástima, enternecerlo. Mi furor no iba más allá. Surgió de pronto en la luz de los faros. Frené. Se arrojó contra el capó. ¿No me crees?

Como ella no contestaba, le preguntó si no había nada que comer.

– ¿Tienes hambre?

Sí, tenía hambre. Se sentó ante la mesa donde Octavie había dejado un resto de carne fría y le sirvió. Él comía vorazmente. Cuando hubo terminado, vació un vaso de vino. Michéle se había alejado de la luz que caía sobre él, sentado a la mesa. Sólo se le veía la ancha espalda redondeada, la gran cabeza despeinada sobre el jersey. Lo interrogó de nuevo en voz baja:

– ¿Qué pensaron los otros? ¿Qué creyeron? No contestó en seguida.

– Que se mató… Lo creen porque esta misma noche, con otros papeles, había entregado a Dominique su testamento; le deja al chico todo lo que tiene.

Como ella murmurara: "En el fondo, eso es mejor para ti…", él protestó:

– No, no se trata de eso. ¿Quién puede pensar en acusarme?

– Ese testamento… ¿Crees que prueba…?

No se atrevió a concluir. Él terminó de vaciar su vaso, se secó la boca, luego se levantó con dificultad, apoyándose en la mesa.

– No -dijo-, yo sé que eso no prueba nada. No. No se ha matado. He visto la fecha en el papel: lo redactó el lunes por la noche.

Agregó muy rápido:

– Yo lo había asustado. Tenía miedo de mí.

– ¿Tú lo habías asustado? ¿Cómo lo habías asustado?

– En su cuarto. Oh, ni siquiera un gesto, me parece…, pero comprendí que me creía capaz… ¡Y, sin embargo, no soy yo!

Dio algunos pasos hacia la puerta, con Michéle casi pegada a él.

– ¿Quién entonces?

– Otro lo empujó.

– ¿Otro? ¿Qué otro?

Como él callaba, ella insistió:

– ¿Qué otro, Jean? -Pero él no habló más. Dijo solamente:

– Voy a dormir.

Ella lo siguió por la escalera. Jean se volvió y advirtió que lloraba. Le puso la mano sobre el pelo:

– No puedes quedarte sola esta noche, Michéle, y yo tampoco puedo quedarme solo.

Ella dijo en voz baja:

– Hacía dos años que no te acercabas de noche.

Ella lo precedió en el cuarto.

– No enciendas -dijo él. Se tendieron, ella lo acogió en sus brazos. No hablaron más.

Los gallos de la aldea respondieron a los de las granjas. Sin embargo, la aurora no iluminaba el cuarto. Él dijo que había que tratar de dormir.

– Sí, pero todavía quisiera preguntarte… Nunca me atreví a hablarte de esto. ¿Qué querías hacerme comprender la noche de su muerte cuando me contestaste: "Alguien lo empujó"?

– Repetía lo que me había dicho el cura de Baluzac. No sabía entonces lo que eso significaba en su cabeza.

– ¿Lo sabes ahora?

– Volvimos a mencionarlo la noche en que le llevé el dinero que Brigitte Pian me había encargado que le entregara. Sabes que hace decir en todos lados misas por Xavier.

– Sí, rescata sus culpas. Dios sabe los golpes que le habrá dado en secreto. Brigitte se consuela haciendo correr por él la sangre de Cristo sobre los altares de la diócesis, a la tarifa ordinaria.

Ambos rieron.

– Me pregunto -dijo Michéle- lo que Brigitte cree, lo que imagina…

– ¡Oh!, puedes estar segura de que no renuncia a nada. Se inclina a la vez por el asesinato y por él suicidio. Maté a un muchacho que deseaba morir: he aquí lo que ha dado a entender a la familia Dartigelongue y lo que le explicó claramente al cura de Baluzac.

– ¿Y él le creyó?

– ¡No, por supuesto! En el fondo él también ha temido ser el autor de esa muerte. Xavier había salido desamparado de una discusión que había tenido aquella noche. El cura se había burlado de la importancia que el pobre chico atribuía a los encuentros casuales. Le había asegurado que era perder su tiempo, que era sacrificarse tontamente. El cura recuerda entonces el acento triste y desesperado de Xavier al exclamar: "¡Si al menos hubiera salvado a uno solo!" Pero no cree en el suicidio. ¡Cómo imaginarse, repetía, el suicidio de un santo!

– ¿Considera a Xavier santo?

– .-Hasta pretende que tiene motivos para estar seguro de ello.

– ¿Quién, entonces, habría empujado a Xavier?

– Es una locura… Me habló de ese chico poseído que, según cuenta San Marcos, el espíritu arrojaba al fuego o al agua para hacerlo perecer.

– No -protestó Michéle-, un santo nunca está poseído.

– El cura asegura que puede quedar abandonado, menos de lo que dura un rayo, a aquel que todo lo espera de nuestra desesperación. Pero ocurre que la desesperación deja intacta la esperanza. El cura conoce más de un caso.

Michéle suspiró como liberada:

– ¡Ahora estoy segura! No fuiste tú; el sacerdote lo mató.

Él respondió sombríamente:

– No más él que yo, o que tú, o que Roland, o que Brigitte.

Callaron. Los gallos perforaban con sus gritos el amanecer helado. Jean sintió estremecerse contra él el cuerpo de Michéle…

– Ahora te toca llorar a ti -dijo. Tocó un instante con los labios una mejilla mojada. Y entre lágrimas él también:

– ¿Por qué lo lloramos, Michéle? Por fin posee a Aquél que ha amado.

Fin