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Michéle volvió con la botella de agua oxigenada, algodón y vendas. Estaba roja y despeinada.

– Arrastré la escalera hasta el bosque -dijo-. Le mandaré decir al peón que venga a buscarla. Va a escocerle un poco… Espero que sea menos delicado que Jean.

¡Qué leves eran sus manos!

– ¿La venda no está demasiado apretada? He tenido tiempo de aprender a hacer vendajes durante estos cuatro años. A causa de Jean es mejor que se quede en cama. Le traeré libros.

Él preguntó:

– ¿ Qué va a hacer por Roland? Ella lo miró a los ojos:

– Por usted, todo lo que pueda…, pero no es… Él lo detesta, ¿sabe? -agregó después de un silencio-. A veces me asusta.

– Tiene razón -dijo él, gravemente-, hay que estar atento.

– Es verdad que el chico tiene una naturaleza ingrata. No se liga a nadie. Usted mismo ha visto…

– Quiere a una sola persona, a Dominique. Exige tener a alguien que adorar. Querer a los chicos es no esperar nada en cambio. La infancia no puede ser sino ingratitud: es su ley. Y éste, además, es celoso… Oh -agregó riendo-, terminaré por conquistarlo. Sería el primero…

– Si lo dejan. Jean se niega a tenerlo y hasta a enviarlo al colegio del Estado, porque ha resuelto devolverlo a la Beneficencia, a menos que… Sí, creo que por retenerlo a usted lo guardaría. Pero me imagino que no va a consagrarse a un chico que no es nada para usted.

– Por ese lado, sin embargo, veo más claro. El resto…

Detuvo sobre ella una mirada casi infantil. Sentada a los pies de la cama, Michéle raspaba con la uña una mancha de vela sobre su vieja bata. No se había ni peinado. Le alegró sentirse indiferente.

– Lo que me inquieta -agregó- es que no soportará mucho tiempo que usted se quede aquí a causa de otro… ¡ Sobre todo si se trata del chico!

Michéle apartó los ojos. Él se abotonó la chaqueta del pijama. Ella se había levantado, ordenado el cuarto, vaciado el agua del baño de pies, recogido las toallas. Imaginó a Dominique ajetreándose así alrededor de él.

– ¡ Ah, Dios mío, lo que ha hecho con sus calcetines!

Tenía entre las manos jirones de lana manchada.

– No sé cómo explicarlo -empezó él.

– No se canse. Después de todo no tiene que rendirme cuentas. ¡Voy a tirarlos!

Salió para buscar el desayuno: era mejor que Octavie no entrara todavía en el cuarto. Bajó a la cocina llevando sin asco aquellos jirones de lana ensangrentada, con la idea de tirarlos a la basura. La cocinera aún no estaba, pero Octavie se había ocupado del café. Michéle preparó la bandeja, luego envolvió los calcetines en un pedazo de diario. En el momento de tirarlos bajo la pileta, en el balde donde se acumulaban los restos de la víspera, vaciló: "No, por nada del mundo, ¡estoy loca! -pensó-. Estas prendas sucias". Puso el paquete en el bolsillo de su bata, volvió a subir.

– ¡ Qué suerte! -exclamó él al verla entrar-, ¡el café! No, nunca tomo manteca… Sí, me gusta, pero no por la mañana.

– Voy a vestirme -dijo-, y a ocuparme de Roland. Le diré a Jean que usted tiene fiebre.

Él protestó que no tenía.

– ¡Pero podría tener! No se trata de una verdadera mentira, pues está realmente enfermo.

Cuando estuvo vestida pensó de nuevo en los calcetines, envueltos en un pedazo de diario. Su traje sastre no tenía ningún bolsillo donde poder disimularlos. Se le ocurrió enterrarlos en el parque. Lloviznaba. Aunque el terreno estaba empapado, bajó hacia la zanja de la pradera. Veía en espíritu el lugar donde deseaba desprenderse de la cosa: allí donde había visto a Xavier acuclillado a orillas del agua mirando los renacuajos. Había justo al lado uno de esos heléchos llamados osmondes. Desprendió algunas matas, depositó el paquete en la tierra húmeda y marcó el lugar -con una piedra, como lo hacía de chica cuando enterraba una vieja muñeca o un pájaro muerto.

X

– ¿No acompañaste al señor Xavier a misa? Michéle había entrado en el cuarto de servicio, contiguo al de Octavie, para hacerle la cama a Roland; había abierto los postigos. El sol de octubre entraba con el olor podrido de las hojas de un álamo Carolina. Ella se extrañaba de encontrar al pájaro en el nido. Sobre los hombros delgados se erguía una cabeza enmarañada. La nariz, más colorada que el resto de la cara, cobraba cierta importancia. Pero la boca entreabierta era todavía infantil. Los hermosos ojos oscuros miraban hacia otro lado.

– Anoche, en mi presencia, te pidió que lo acompañaras.

– Me dijo que no estaba obligado…, no es domingo.

– Hubieras podido darle ese placer. Piensa en lo que hace por ti.

Roland no daba ninguna señal de que fuera sensible a lo que Xavier hacía por él. Michéle insistió:

– Si todavía estás en Larjuzon es porque él aceptó darte clases. En resumidas cuentas, te pasamos de mano: él se encarga de ti… Pero, en fin, contesta cuando se te habla -gritó.

Roland la miró de pies a cabeza: ella tuvo conciencia de que advertía esos mechones sobre la cara sin colorete ni polvo.

– Yo no pedí nada -dijo por fin.

– Por eso es todavía mejor de su parte -dijo Michéle-. Está mal ser ingrato.

– Puesto que no he pedido nada…

– No tienes corazón. Si alguien lo sabe, soy yo. Levántate y empieza a estudiar. -Hoy no tengo que estudiar. Es jueves.

– En ese caso, desaparecerás. Que no te vea en todo el día.

Salió golpeando la puerta. Pensó en Xavier, sintió vergüenza, volvió al cuarto. Roland estaba acostado de bruces, la cabeza hundida en la almohada, sollozando. Se inclinó hacia él:

– Vamos, cálmate, no he querido ofenderte.

Le acariciaba el pelo, pero él se arrinconó contra la pared y se tapó la cabeza con la almohada.

– Mírame. Sonríe.

Había tomado a la fuerza su cabeza entre las manos e hizo girar hacia la luz una carita convulsa, bañada en lágrimas. Al principio no comprendió lo que balbucía:

– Si cree…, si cree… que es por usted…

– No, por supuesto que no es por mí.

– ¡ Si cree que tengo ganas de quedarme aquí!

Michéle ya no estaba irritada. Observaba tristemente al zorrito erizado que nunca lograría domesticar.

– ¿Y yo? ¿Crees que tengo ganas de que te quedes? ¿Y que me divierte hacerte la cama?

Bajó al primer piso, abrió suavemente la puerta de un cuarto todavía hundido en la penumbra y que era el de Jean. Oía en la sombra la tranquila respiración del sueño humano, ese ruido regular de un río vivo, esa resaca de la vida dentro de un cuerpo inerte, sometido a leyes oscuras. Poco a poco su vista se habituó a la oscuridad. El sol de media estación se filtraba, pese a los postigos cerrados. Vio la extensión pálida de las sábanas que envolvía por completo la masa de ese cuerpo de hombre. ¿ Por qué despertarlo? Dormía, no sufría. Detrás de la oreja veía el hermoso pelo un poco ondulado, que ella había amado tanto y el músculo poderoso del cuello. Él estaba allí sin ninguna defensa, y sin embargo inaccesible, incurable. Al alcance de su mano, de su boca, y sin embargo perdido para siempre.

Pensó en Xavier, que iba a volver de la misa; era la primera vez desde su llegada a Larjuzon. Pensaba en aquel corazón viviente, alma viviente, venida no sabía de dónde; pájaro del mar que la tempestad había arrojado lejos de las costas, en el interior de la tierra, y convertido en el prisionero de aquella casa, de aquellos árboles, de aquel hombre dormido. ¿Qué esperaba Jean, qué anhelaba? Le repetía: "Ya verás, ya verás. No hay paciencia que resista a ese chiquilín atroz. Xavier no tardará en agotarse, se sentirá desamparado, triste. Entonces habrá sonado nuestra hora". Michéle sabía muy bien que en su boca eso significaba: "Mi hora…" Y apartaba de sí este pensamiento: "A menos que sea la mía…" ¿Por qué no, después de todo? Brigitte Pian no volvería a dejar a Dominique al alcance de Xavier. El primer entusiasmo no resistiría a una separación que la vieja se las arreglaría para que fuera definitiva… Xavier no tendría en quién refugiarse. "Y yo estaré ahí; de día, de noche, estaré ahí."