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Estaba sofocada.

– No puede privarse de su presencia, confiéselo, pues -insistió él, duramente-. Es un baño de sangre joven que se da, ¡en el sentido espiritual, por supuesto! Cuando a los viejos les gusta rodearse de juventud es porque hay vampirismo. Siempre lo he creído…

Ella gritó:

– ¡Vampirismo!

Él la vio estremecerse. Los movimientos de la cabeza eran cada vez más intensos y frecuentes. Su voz se cascaba:

– Mi única culpa es haber expuesto a esta joven al peligro de una cohabitación abominable.

Salió con una prisa peligrosa para sus viejas piernas. En el vestíbulo vieron a Michele, que interrogaba a Roland.

– ¿De dónde vienes para haberte ensuciado de esa manera?

Contestó que venía a buscar sus herramientas porque su isla era casi una península y que el señor iba a comenzar los trabajos. Estaba sin aliento y tropezaba con las palabras. Cuando iba a salir, Brigitte Pian lo retuvo del brazo:

– ¿Te espera allí el señor? ¿Lo dejaste solo?

– Oh, la señorita lo acompaña.

El niño quedó absorto: el señor y la señora de Mirbel reían a carcajadas, y no estaba acostumbrado a hacerlos reír. Observaba con inquietud, boquiabierto, esas grandes criaturas sombrías y temibles, presas de la risa.

– Sé bueno -dijo Mirbel-, no te apresures a volver. Tienes tiempo.

Fue en ese momento cuando se desencadenó entre las personas mayores una escena confusa de la cual no comprendió nada, salvo lo que llamaba "palabrotas". Cambiaban palabrotas: he ahí todo lo que pudo contarles a Xavier y a Dominique. La señora de Pian lo retuvo del brazo:

– Ve a decirle a la señorita que la espero para hacer nuestras maletas y telefonear al garaje. Nos vamos en auto. Cueste lo que cueste, no dormiremos aquí esta noche.

Era la frase que recordaba Roland, y que mientras los tres volvían hacia la casa a través de la pradera mojada, Dominique le hacía repetir:

– Sí, dijo que usted debía telefonear para pedir un auto, costara lo que costara…

Xavier caminaba tras ellos. La pradera era cenagosa, sus zapatos se hundían y cuando los retiraba hacían un ruido como de ventosa. Con los ojos fijos en los hombros de la joven, la seguía.

A veces ella se volvía a medias hacia él, pero permanecía atenta a las palabras del chico, que resoplaba. Dijo sin mirar a Xavier:

– No se quede aquí ni un día más. Usted es libre. La ciudad es grande, y nadie tiene derecho a fiscalizar mis salidas.

Él no contestó y la dejó subir la escalinata con el niño. Permaneció junto a los primeros peldaños mientras ella penetraba en el vestíbulo. No, no existía ningún obstáculo entre ellos, salvo ese rechazo dentro de él, esa huida estúpida, como si todo amor le fuera vedado, a él, que sólo sabía amar. Estaba de pie frente a la triste casa cuyo frente se descascarillaba de trecho en trecho, ante los peldaños tambaleantes, mientras el viento de otoño atormentaba las cimas negras de los árboles. La bruma del crepúsculo subía de la pradera, llegaba al bosque. Él no se atrevía a entrar, aunque ningún grito llegara de la casa. Aun cuando fuera verdad esa historia sin prueba y sin razón sobre la cual jugaba su vida, ¿qué necesidad tenía de separarse del rebaño? Él era un muchacho como todos los muchachos… Pero mientras ese pensamiento habitual remolineaba dentro de él, semejante a esas hojas secas que un soplo levantaba y hacía caer a sus pies, pronunció claramente las palabras latinas: "

…vita, dulcedo et spes nostra salve. Ad te clamamus, exules filii Evae. Ad te suspiramus gementes et flentes…"

Gimiendo y llorando… Él amaba, era amado, ¿por qué llorar?, ¿por qué gemir? Subió apresuradamente la escalinata, entró en el vestíbulo. Roland estaba sentado sobre el cajón de la leña, bañado en lágrimas y mocos. Xavier le preguntó dónde estaba Dominique: estaba en la biblioteca hablando por teléfono. Agregó, sin mirarlo:

– Me encargó que se lo dijera…

– ¿Por qué no lo hiciste?

El chico se volvió contra la pared. Xavier le puso la mano sobre la cabeza, pero aquél la apartó bruscamente. Los celos, ya, Dios mío. Atravesó el comedor y entró en el cuartito que en Larjuzon se llamaba la biblioteca, aunque sólo contenía algunos años encuadernados del Mundo Ilustrado. Dominique no colgó el teléfono al ver a Xavier. Le hizo seña de que se quedara.

– ¡ Entendido! Pagaremos la respuesta… Sí, tarifa nocturna…

Su mano izquierda continuaba tendida hacia Xavier, que se resistió unos instantes antes de tomarla. Ella colgó el receptor. Xavier la tomó entre sus brazos, pero con la mano libre le mantenía la cabeza contra el hombro, de manera que sus bocas no se unieron. Un moscardón zumbaba contra el vidrio. Sobre la mesa en que antaño los chicos Pian hacían los deberes de vacaciones, lagos de un negro pálido, animales grabados con un cortaplumas componían los jeroglíficos indescifrables de una infancia desaparecida. Ella se desprendió de él y murmuró:

– Hay que portarse bien… ¿Quién es más libre que usted? A los veintidós años tiene derecho a vivir con sus padres. Seguirá algunos cursos. Después de todo es un estudiante. Yo no puedo pelearme con la vieja. Le debo el puesto que ocupo en la Escuela Libre y tengo un hermano a mi cargo. Sería inútil querer engañarla… Gracias a Dios ya no sale sola. Está el día entero en su sillón… Pero diga algo -agregó en un tono de tierna impaciencia. Él murmuró:

– La escucho…

– El error -agregó ella- es haber aceptado un cuarto en casa de la señora de Pian, por economía.

Xavier dijo que "era mejor así".

– Y en caso de necesidad tengo una amiga que nos prestaría su cuarto…

Palabra nefasta, lo advirtió demasiado tarde. Él se alejó sin que ella intentara retenerlo. Se corrigió:

– Pero no, nos veremos fuera. Yo, sabe, no quiero perderlo…

La ventana era angosta, y, como atardecía, él sólo veía su pelo, el ángulo demasiado marcado del maxilar y la claridad de los antebrazos sobre el vestido oscuro. Oía la mosca que se golpeaba, prestaba atención al olor de tinta vieja y de libros enmohecidos: el olor de ese minuto para toda su vida. Había entornado los ojos y no osaba hacer un gesto. Ella suspiró:

– Está como si lo hubieran embrujado… Como él no contestaba, agregó:

– A lo mejor es una especie de locura…

– Sí -dijo él en voz baja-, una locura.

– Curará. Yo lo curaré. Ella se acercó, pero sin tocarlo, y preguntó únicamente:

– ¿Me quiere?

– Más que a nadie en este mundo.

– Entonces… -imploró ella. Pero él no agregó una palabra ni hizo un gesto hacia ella. Permanecía en la oscuridad, y no se movieron ni aun cuando oyeron en el comedor el bastón de Brigitte Pian. La señora empujó la puerta y vio de una sola mirada, en la sombra, aquellos dos cuerpos jóvenes atraídos el uno por el otro y, no obstante, separados.

– Pues sí que necesita tiempo para telefonear, hijita.

– Conversábamos -dijo Dominique.

– Todavía tiene que hacer sus maletas. No quiero que durmamos aquí. Comeremos en el camino, si tiene mucha hambre.

No parecía irritada en absoluto y se hizo a un lado para dejar pasar a Dominique. Esperó a que la joven hubiera atravesado el corredor y se volvió hacia Xavier:

– No sé lo que tendré que decirle a su pobre madre, porque algo me preguntará.

Él discernía aquella masa, aquel cuerpo pesado, cargado de telas oscuras y la mancha lívida de la frente y de las mejillas. Oía resoplar a la vieja yegua asmática; pero a través de esas apariencias lo que sobre todo percibía era el frío de un enorme odio congelado.

– Cuando pienso que esa querida amiga se imagina que todavía puedo hacer algo por usted, al punto en que ha llegado…

Él no contestaba, de pie, como fuera del tiempo, ante una criatura sin sexo y sin edad. Se esforzaba por desechar las tres palabras del relato de la Pasión que lo obsesionaban: Jesús autem tacebat… Callaba, sin embargo, él también, mientras enfrente la Parca profería palabras meditadas: