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– Será necesario -dijo doblando las hojas- que tengamos una explicación muy seria.

– ¿A propósito de qué? -preguntó Xavier.

Y dejó sobre la chimenea la taza vacía. Oyó reír a Mirbel detrás del diario que fingía leer. La anciana no pareció desconcertada:

– Entérese del contenido de la carta que usted mismo ha recibido; quizás entonces comprenda de qué se trata.

Cuando Xavier llegaba a la puerta y pasaba ante Mirbel, éste lo retuvo del brazo y le dijo en voz baja:

– ¿Sabes lo que me recuerda esta escena? Ignoro si cuando tú estabas en el colegio recitaban durante la Cuaresma, en el Vía Crucis, las mismas fórmulas que en mi tiempo. Recuerdo que en la estación en que Cristo está atado a la cruz, el sacerdote decía:

"Pero lo que le pareció más horrible fue verse expuesto desnudo a la vista de una inmensa muchedumbre de espectadores…" Xavier soltó su brazo de un tirón: -¿Por qué me recuerda ese texto? Salió, subió la escalera apresuradamente, cerró la puerta con pasador, se echó de bruces en la cama. Mirbel acababa de definir su tortura: expuesto desnudo… Pero, entonces, ¿cómo no tener en cuenta todo lo que, antes del almuerzo, había oído concerniente a Dominique? Se levantó, abrió la carta de su madre; sintió la tentación de quemarla sin leerla. Encendió un fósforo, lo apagó, se persignó.

…Jamás creímos ni tu padre ni yo que ibas a perseverar más de algunas semanas, pero encontraste la manera de asombrarnos y de sobrepasar lo que esperábamos. Que te hayas dejado raptar, la palabra no es demasiado fuerte, en el tren que te conducía al Seminario, por un libertino de la peor especie, bastaría para perder toda esperanza sobre ti, si la divina Providencia no se hubiera manifestado una vez, más en la presencia de Brigitte Pian en Larjuzon. Créeme, mi pobre criatura, es ésta una gracia inesperada. Para que comprendas lo que esa gracia significa debo decirte que al recibir tu carta me precipité a casa de tu director, que aún tenía sobre la mesa las líneas que le habías dirigido desde París. Debes saber que ni siquiera piensa contestarte. No porque abrigue el menor rencor contra ti, pese a la situación más que delicada en que lo has colocado frente a sus colegas de París. Pero registra en lo que te concierne un fracaso total. Ya no ve ningún remedio para tu inestabilidad. Asegura que cuando un director se ha equivocado tan torpemente, su deber es hacerse a un lado y desaparecer. Ya estás prevenido: no debes contar más con él. Por suerte, la señora Pian tiene gran experiencia de las almas. Le escribo por el mismo correo; me creo autorizada por nuestras relaciones, qué se remontan a muchos años, obras de caridad que hacemos juntas, y, en fin, por las circunstancias providenciales que la llevaron a Larjuzon en el momento en que tú llegabas, para confiarle respecto a ti todo lo que es necesario que sepa. No he creído deber disimularle ninguna de las extravagancias de tu vida religiosa, le he hecho conocer el diagnóstico de tu último director: que decididamente no hay nada más que esperar de un espíritu tan incurablemente superficial como el tuyo "y tan lleno de falsas gracias que sólo denotan una sensibilidad morbosa". A propósito de morboso, te ahorro los comentarios de tu hermano. Me afligieron mucho, aunque no he comprendido todo su alcance. Sobre ese punto, por lo menos, he podido defenderte, pues nunca he dudado de tus costumbres ni de tus escasas inclinaciones hacia ciertas cosas. Gracias a Dios, nunca le has dado demasiada importancia a lo que tiene tanta para los muchachos de tu edad. Pero hay allí un peligro, según dice tu padre, que repite que le preocuparía menos un "juerguista descarado". También sobre este punto he creído poder dar algunas explicaciones a la señora Pian. Por lo tanto, harás bien en hablarle con el corazón en la mano, con más libertad que a mí misma. Nada la asombrará. Está en edad de oírlo todo.

Xavier encendió la vela, miró cómo la llama devoraba lentamente, palabra tras palabra, letra tras letra, los grandes rasgos violetas, luego sintió vergüenza. Entreabrió la puerta… En el escritorio hablaban todos a la vez: el ruido le permitió bajar la escalera y llegar a la puerta sin ser oído. Tomó por primera vez el camino del pueblo, seguido por las miradas de las viejas que cosían, sentadas en sus sillas bajas ante los umbrales. Vio la iglesia a la derecha al extremo de la callejuela. La puerta que sacudió casi con rabia estaba cerrada con llave. A través de los postigos entreabiertos una voz le gritó: "La sacristana tiene la llave, pero está trabajando su campo". Xavier se acercó a la ventana y preguntó "si estaba expuesto el Santísimo".

– Creo que sí -respondió la voz-, porque sé que la sacristana se inquieta en alimentar la lámpara y que todas las noches hay "Hora Santa" para las señoras.

Xavier, agradecido, dio la vuelta a la iglesia. Era el antiguo cementerio cubierto todavía de lápidas funerarias con inscripciones borrosas. La ortiga crecía con fuerza en aquella tierra a la que habían retornado tantos seres humanos.

El presbiterio, románico, surgía de la vegetación inculta, nave venida de fuera y hundida desde hacía siglos en esa greda alimentada por la carne de los hombres. El sol estaba todavía caliente. La hiedra negra zumbaba de avispas, y ese zumbido no se confundía con el rumor de la aldea. Xavier había apoyado su frente en la cabecera, la cabecera de Dios.

La lámpara debía arder en esa soledad absoluta. El prisionero guardado bajo llave estaba al otro lado del muro. Xavier no se habría sorprendido si las viejas piedras se hubieran apartado, las que lo separaban de su amor. El aserradero, la pala de una lavandera, un gallo, ladridos, el traqueteo de una carreta, lo que los muertos habían oído todos los días de su vida olvidada, él, que estaba vivo, no lo oía. Sintió de golpe que ya no soportaba ese escozor de la ortiga contra la pantorrilla izquierda. Sonaron las cuatro. Recordó que lo esperaban.

V

– ¿Buscas a tu amigo?

Michéle se había encontrado con Jean a la vuelta de un sendero. Contestó:

– ¿Lo buscas tú también? -en un tono que no pareció herirla.

Xavier no estaba en su cuarto, y ella ignoraba adonde podía haber ido:

– Quizás al pueblo -dijo ella-, a la estación, para informarse de la hora de los trenes.

No, Jean no lo creía.

– No se irá mientras esté aquí cierta persona…, al menos ésa es mi impresión -insistió.

– Le importaría muy poco Dominique si no hubiera ese mocoso entre ellos -dijo Michéle-. Me pregunto de dónde proviene ese gusto de los sacerdotes por los chicos mal nacidos.

– Es que son almas fáciles de someter y que nadie se las disputa. Almas al alcance de la mano. Basta una pelota para atraerlas. La mayoría no busca más que su placer, pero el sacerdote se dice: "Aunque de diez pueda tener uno solo…"

Hablaba para sí mismo con una vehemencia amarga, como si hubiera querido convencer a alguien. Michéle no lo escuchaba. Él calló, atento a un pensamiento secreto.

– No -agregó él, de pronto-, no se quedará aquí a causa de Dominique, más bien se irá a causa de ella…

Michéle lo interrumpió:

– No veo por qué… -y él no se atrevía a descubrirle su pensamiento. Caminaban el uno junto al otro, con pasos lentos, como antaño, unidos por una inquietud común. Por lejos que Xavier los separara, volvían a juntarse en él.

– Dominique no tiene ningún interés en hacer que se vaya -dijo Michéle.

– No, no tiene ningún interés…, ¡pero él! Todavía no comprendes que pertenece a la raza que huye de la criatura amada.

Ella se encogió de hombros:

– ¡Las cosas que se te ocurren!

– Sí -agregó él-, ¡por supuesto!, se quieren -afirmó en voz casi baja-. Salta a la vista. Además, lo sabes perfectamente. Como si los dos no hubiéramos advertido al mismo tiempo todo lo que concierne a ese ser.