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– Aquí está el desayuno -dijo Xavier. Octavie sólo contestó con un gruñido. Mirbel dijo:

– Es una muchacha de aquí, no tiene estilo, pero la vieja Pian te dirá que trabaja como un caballo. ¿Tomas el desayuno en la cama?

No, Xavier prefería tomarlo levantado. Le dijo a Mirbel que se reuniría con ellos fuera.

– Por lo que comprendo, me echas.

En cuanto Xavier estuvo listo salió del cuarto, empezó a bajar la escalera, creyó oír un suspiro, se inclinó y vio sentado en el último escalón a Mirbel, que lo esperaba. Su corazón no hubiera latido con más violencia ante un hombre armado de una cachiporra. Volvió a su cuarto, fue a la ventana. Había todavía un poco de bruma entre las ramas. La enredadera del muro, que llegaba hasta las persianas, estaba tan mojada como si hubiera llovido. El sol, nublado, no podía nada contra el rocío de la noche. Traqueteos, cantos de gallo, el martillo sobre el yunque de la herrería, ladridos, un largo silbido del aserradero, ¡oh rumor de la vida bien amada! No había rezado las oraciones de la mañana, pero no por olvido. No había querido rezar. Había tenido miedo de rezar. Había retardado ese instante. Y helo aquí traído a la fuerza ante ese cielo, ante esos pinos cuyos miembros negros estaban crucificados en el vacío. Ni siquiera tuvo necesidad de decir: "Dios mío…" Se arrodilló y su frente tocó el marco de la ventana. Sus ojos, abiertos, no veían el cielo, sino el zócalo podrido a lo largo del piso.

Una mano le tocó el hombro. No se movió. Se sintió izado por las axilas, abrió los ojos sobre el rostro inclinado de Mirbel. Balbució:

– Rezaba mis oraciones y, como siempre, me dejé arrastrar por la imaginación. Pensaba en no sé qué.

Mirbel lo observaba sin contestar, sacudiendo levemente la cabeza. Después de un silencio dijo:

– Hemos perdido demasiado tiempo: Michele ya está en la terraza acechándote. Es mejor terminar cuanto antes. Después ven a buscarme aquí.

– No -dijo Xavier-, en mi cuarto no. Lo esperaré abajo.

Pasó ante Mirbel, bajó los peldaños de la escalera de dos en dos, casi corriendo atravesó el vestíbulo y vio a Michéle en la escalinata.

– ¡Ah!, por fin… Déjanos -dijo dirigiéndose a su marido-. Daremos una vuelta por el parque y te lo devuelvo.

– Tienen todo el tiempo que quieran.

Mirbel los siguió con la mirada. Xavier no sentía ninguna angustia ante la espera de lo que ella iba a decir, más bien un vago aburrimiento: que nos expliquemos pronto…, que no haya que volver sobre esto.

– ¿Qué quería saber de usted? La razón de su presencia aquí, la que Jean me dio, ¿es la verdadera?

Él preguntó:

– ¿Qué razón? -con aire displicente. Observaba de lejos a Roland, de cuclillas e inmóvil al borde de la zanja que cortaba la pradera.

– Que usted habría cedido a una extorsión: el mismo Jean empleó esta palabra. Habría retardado su entrada en el Seminario porque Jean no quería volver aquí si usted no lo traía…

– Oh -dijo Xavier-, si no hubiera tenido realmente ganas de volver… Quizá sea un pretexto que se dio a sí mismo -agregó a la ligera-. Me imagino que se trataba de una salida falsa…

– Sin embargo, usted a su vez tomó una decisión grave: se le esperaba en el Seminario. Su ausencia, aunque sea momentánea, puede tener consecuencias…, al menos me parece.

Xavier se detuvo, cortó un tallo de menta y lo aplastó entre los dedos, luego se lo llevó a la nariz. Y observaba a Roland, siempre inmóvil al borde de la zanja.

– ¿Qué estará mirando? -preguntó.

– ¿Sí o no? -dijo ella, con impaciencia-. ¿La decisión que usted ha tomado es grave?

Él sonrió, se encogió de hombros.

– Quién sabe si no me he sentido feliz yo mismo encontrando un pretexto…

– ¿Para no entrar en el Seminario? Ella lo examinaba con aire concentrado.

– Es una idea que se me ocurre de pronto -agregó-, en ese momento no tuve conciencia.

– ¿Está contento de haber escapado?

– preguntó ella, en un tono un poco vulgar-. Oh, es que a su edad…, sí, entreveo lo que ocurrió: el encuentro con Jean le sirvió de excusa… ¿Es eso?

Apenas la escuchaba. La conversación había tenido lugar. Poco le importaba que hubiera o no una parte de verdad en lo que ella acababa de decir.

– Creo ser una buena católica -insistía-. Sin embargo, confieso que siempre me ha asombrado…

Él sacudió la cabeza como para espantar una mosca.

– Discúlpeme, pero quisiera saber qué es lo que el chico está mirando. Vuelvo en seguida.

Michéle se quedó pasmada en medio del sendero, siguiendo con la mirada al muchacho que corría por la pradera. No había soltado el tallo de menta. Bajo sus pasos surgían langostas que volvían a posarse un poco más lejos. El olor a pasto mojado le gustaba desde la infancia. Roland no se movía, aunque lo había oído llegar, y continuaba en cuclillas.

– ¿Qué está mirando?

– Los renacuajos.

Ni siquiera había alzado la cabeza. Xavier se sentó en cuclillas junto a él.

– Los estoy observando desde anteayer. Todavía no son ranas. Me gustaría ver cuándo cambian.

¡ Qué delgada era su nuca! ¿Cómo podía aquel cuello soportar la cabeza? Ya tenía grandes rodillas. Xavier le preguntó si los animales le interesaban. El chico no contestó. Quizá considerara que era evidente o acaso cedía a una pereza mental: no tenía ganas de hablar con aquel desconocido.

– Tengo un libro sobre animales, lo mandaré cuando haya vuelto a casa.

– ¿Hay figuras? Sí, había figuras.

– Pero no hay que mandarlo aquí. No me quedaré mucho tiempo.

Dijo eso en tono indiferente. Xavier le preguntó si no se encontraba a gusto en Larjuzon: él no pareció comprender la pregunta. Sobre la rama de un saúco, al alcance de la mano, se había posado una libélula azul y roja. Acercó la mano, cerró bruscamente el pulgar y el índice, tomó las dos alas estremecidas. Dijo:

– La tengo.

Después, con una brizna de pasto recorrió el corselete de la libélula.

– Tiene pinzas en la punta de la cola. Pero no me puedes agarrar, chiquita.

– Adonde va a ir, ¿también habrá animales?

Contestó que no sabía, sin apartar ni un segundo los ojos del insecto, que movía las patas y retorcía su largo cuerpo anillado.

– ¿Por qué no se queda en Larjuzon? Abrió los dedos. La libélula no voló en seguida. Dijo:

– Tiene un calambre.

Xavier insistió. Por primera vez lo llamó por su nombre.

– ¿Por qué no se queda aquí, Roland? Se encogió de hombros:

– Están hartos de mí.

Su acento no delataba ni tristeza, ni rencor, ni nostalgias. Comprobaba que en Larjuzon estaban hartos de él.

– Sin embargo, la señorita lo quiere mucho.

El niño agregó:

– Si no fuera por eso… -Se interrumpió.

Xavier insistió en vano:

– Si no fuera por eso… ¿ qué?

Pero el chico no volvió a reaccionar. Se había acuclillado de nuevo, dándole la espalda a Xavier, que insistió:

– ¿Es buena la señorita Dominique?

– Debería volver el dos de octubre -dijo-, pero tiene licencia a causa de su pleuresía…

– ¿Tuvo una pleuresía?

En ese momento Michéle, cansada de esperar en el sendero, vino hacia ellos. Preguntó riendo:

– ¿Me planta por este mocoso? Parece que le gustan los niños, pero temo que de éste no se pueda sacar nada, se lo prevengo. He hecho lo que he podido…

Xavier dijo en voz baja y en tono irritado que hacía mal en decirlo delante de él. Michele no se enojó.

– No comprende nada, se lo aseguro. Peor para ti si te mojas los pies -agregó volviéndose hacia el niño-. No tienes otros zapatos.

El chico había tomado un aire hosco, cerrado. Imposible no pensar en el insecto que se hace el muerto. Volvió al arroyo y se sentó.

– Adoro los chicos -dijo Michéle-, pero éste no es interesante.

Volvieron al camino. Después de un silencio Xavier dijo:

– ;A mí me interesa.

– Sin embargo, no es para hablarme de él por lo que hemos salido esta mañana. ¿ Se va o se queda?