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Estaba sentado sobre las rodillas de Xavier y adelantó uno de los deditos:

– Sus mejillas están mojadas -agregó estupefacto de que un muchacho grande pudiera llorar así. Xavier las enjugó sin vergüenza con el dorso de la mano.

– Sí, es tonto: cuando tenía tu edad, en ese lugar de la historia yo siempre lloraba: "Soy José, vuestro hermano…"

– No recordaba que fuera una historia tan hermosa -dijo Dominique.

– ¿Y entonces? -insistió Roland.

La voz se hizo nuevamente más sorda, y los que estaban escuchando no oyeron nada más hasta la fórmula consagrada que Xavier lanzó alegremente: "¡ Y colorín, colorado…!"

– ¡ Otro! -suplicó Roland.

– Vamos, no seas indiscreto.

– No. Debes de tener ganas de correr. Yo también, por otra parte. Estoy seguro de que hay lugares del parque que sólo tú conoces…

– Deberías mostrarle tu isla -dijo Dominique-. Seremos tres personas en el mundo para saber que existe.

Roland dio un salto, corrió a la puerta, la abrió, lanzó un leve grito. El grupo sombrío se debatía en retirada hacia la escalera. Luego Michéle y Jean se recobraron.

– Nos preguntábamos qué estarían haciendo.

– Le contaba un cuento…

– La historia de José y de los malos de sus hermanos -dijo Roland, cuyos ojos brillaban.

– Hay una señora Putifar en esa historia, si recuerdo bien -dijo Mirbel.

– No -protestó el niño-, hay un Putifar, pero no una señora.

– ¡Vamos! Veo que pasó por alto lo mejor -agregó Mirbel-. Sin embargo, es el pasaje de la historia que debería conocer mejor.

– Pierde su tiempo -dijo Xavier-. No tiene ningún poder sobre él. Su ángel lo guarda.

Mirbel tomó a Roland del brazo, lo empujó hacia el corredor, cerró la puerta tras él, luego volvió hacia Xavier y le preguntó si por fin iba a consentir en concederle una audiencia.

– Supongo que es mi turno…

Xavier percibía el furor que asomaba entre las palabras, pero no lo alcanzaba: estaba tranquilo, desbordaba de felicidad. Miraba a Dominique, que apartaba los ojos a propósito para que él pudiera posar los suyos sobre su rostro, sobre su cuello, sobre aquel brazo desnudo un poco flaco que todavía no era el brazo de una mujer. Iban a separarse. Por el momento no deseaban estar juntos, cada uno tenía ganas de estar solo para pensar en el otro. Sólo lo miró en el momento en que él iba a salir del cuarto detrás de Mirbel y le sopló al oído:

– Entonces, a las cuatro, frente a la casa…

Al salir Xavier creyó ver por primera vez unos pinos que se erguían y formaban un círculo oscuro alrededor de la dicha que desbordaba de él. Qué suerte, después de todo, que Jean estuviera junto a él y poder hablar con alguien de lo que acababa de surgir de pronto en su vida. Oía la voz monótona y rezongona de Jean. Había que contestar cualquier cosa. Preguntó:

– ¿Por qué se atormenta? ¿Por qué quiere ser desdichado? ¿Por qué se hace daño adrede?

– Eres tú quien me hace daño -dijo Mirbel-. Yo no te busqué. Yo no te provoqué. Si en el tren uno de los dos se echó sobre el otro fuiste tú el primero. Te desafío a negarlo.

No pudo continuar. Entonces dijo Xavier:

– Usted es mi amigo. Nunca he deseado tanto como hoy tener un amigo.

– ¿Ya no me tienes miedo?

Xavier sacudió la cabeza. El viento lanzaba el humo de una fogata sobre un campo cosechado que limitaba el parque hacia el Oeste. Se sentaron en un cantero, bajo el sol de mediodía.

– Le debo demasiada felicidad -agregó Xavier, con pasión-. Si no fuera por usted…

Iba a decir: "No hubiera venido a Larjuzon, no hubiera conocido a Dominique".

– Está bien -agregó Mirbel-, no agregues nada.

Se había erguido sobre sus flacas piernas y se alejó algunos pasos. Xavier, ensimismado, no recobró su alegría. Mirbel volvió a sentarse junto a él sin una palabra. Lo miraba. De pronto dijo:

– No debiste contarle a Roland la historia de José, sino la de Isaac.

Y como Xavier lo interrogara con la mirada:

– A tu Dios le gustan los sacrificios humanos, pobrecito mío.

Xavier jugaba con la arena del cantero, la dejaba deslizarse entre los dedos. Dijo:

– Isaac no fue inmolado.

– Te veo venir -dijo Mirbel riendo- Vas a recordarme que se casó con Rebeca. Cambió bruscamente de tono:

– Mi amiguito, tienes que resignarte; no te casarás con Rebeca.

– Usted no tiene más poder sobre mí que la señora de Pian sobre Dominique -protestó Xavier, con voz temblorosa.

– ¡Como si se tratara de mí o de la vieja Pian!

Mirbel se había levantado de nuevo. Xavier vio, de abajo arriba, como un árbol, gran cuerpo de hombre erguido contra el cielo.

– ¡ Ganimedes, eso eres! ¿Conoces la historia de Ganimedes?

– Déjeme -gritó Xavier;

Corrió hacia la talanquera del parque y la cruzó de un salto. Pero ya el otro caminaba junto a él.

– Es verdaderamente extraño que yo tenga que recordarte cuáles son las garras que te sujetan.

Xavier alargaba el paso, esforzándose en vano por alejarse de Mirbel. Repetía a media voz, obstinado:

– ¡ No! No a través del hombre que es usted, no. No es por su voz por la que Dios me hablará.

Roland apareció a la vuelta del sendero; corría y gritaba:

– ¡Está servido! ¡Está servido! Se arrojó sobre Xavier, que lo tomó en sus brazos, diciendo:

– Eres más pesado que un burrito.

Lo apretaba contra sí, hasta hacerle daño.

– Ni siquiera se imagina que mi isla está muy cerca de aquí -dijo Roland-. Pasó al lado sin verla.

Xavier lo dejó en el suelo y lo tomó de la mano. Mirbel los seguía de lejos.

IV

En la mesa se sintió observado por todos, de reojo. Había preguntado en medio de un gran silencio si Roland almorzaba en el comedor.

– No -dijo Mirbel-, -come demasiado mal.

Brigitte Pian agregó que ni siquiera en la cocina lo aguantaban, que le servían aparte, en el antecomedor.

– Sí, pero es un error que cometemos -dijo Michéle con vivacidad. Se levantó, abrió la ventana y llamó:

– Roland, ¿estás ahí? Sube. Vas a almorzar en el comedor. Se oyó su voz:

– ¿Al lado de la señorita?

– Sí, al lado de la señorita. Michéle puso ella misma el cubierto. Él entró y miró a Dominique con ojos que brillaban de alegría. Pero ella no reparaba en el niño.

Miraba a Xavier. Era la misma mirada tierna y secreta que lo había trastornado dos horas antes en el cuarto donde había contado la historia de José. Pero ¡qué lejos estaba ya esa alegría! Tan lejos que le parecía imposible recobrarla. La angustia volvió a surgir en él, un sufrimiento inhumano que había que soportar sentado a la mesa, comiendo y bebiendo con aquellos seres, rodeado de ellos como de una jauría sujeta por un ser invisible. Sin embargo, la misma mirada tan tierna y tan grave huía, escapaba de la suya. No había cambiado en nada. ¿Qué cosas se le ocurrían? Tenía su salvación al alcance de la mano, la armonía de todas sus contradicciones, todos sus abismos colmados. ¡Oh vida simple y verdadera! Vida sufriente de la pareja humana, con los hijos que hay que alimentar y educar, con modestas cruces erguidas a cada vuelta de la jornada, para que continuéis presente, Dios mío, en el seno de esa pobre felicidad hecha de privaciones, de vergüenzas, de lutos, de pecados, y que se pierde en la angustia de todas las muertes…

Octavie trajo la correspondencia con el café. Xavier reconoció en dos de los sobres esa tinta violeta preferida por su madre. Había escrito a la vez a su hijo y a Brigitte Pian. La anciana se había quitado las gafas negras.

– Una carta de su querida madre. Debe de haberse cruzado con la mía. ¿Usted la había prevenido de su presencia aquí?

Sí, Xavier le había escrito desde Burdeos. Brigitte Pian usaba impertinentes para leer y mantenía las páginas de la carta materna un poco alejadas de los ojos. Meneaba la cabeza, hacía un ruidito con la lengua, puntuaba su lectura con exclamaciones retenidas, ahogadas a último momento.