– Vístete. Vístete rápido.

Te levantaste de la cama, novillera, tarareando. Franz rió forzadamente, inquiriendo con el entrecejo.

– Vamos a la pirámide.

– Pero si ya son las doce de la noche-. Franz consultó el reloj pulsera.

– Mejor. A esa hora salen las brujas. Vístete rápido. Voy a avisarles a Javier y a Betty.

Pusiste en el tocadiscos, para variar, Anytime at all, mientras te volvías a vestir con el traje de Chantung amarillo, sin nada debajo, y saliste descalza al pasillo, con tus sandalias doradas en la mano; cerraste la puerta y me abrazaste.

– ¿Todo listo?

– Sí. Ya viste que descompuse el coche.

– Muy bien. ¿Ellos ya están avisados?

– Están aquí mismo, en un cuarto. En cuanto los vea salir los seguimos.

– A toda madre. Voy a arrastrarme a Javier y la Betty.

– And hence no man had a father. Para citar a un clásico. Córrele, novillera, y gracias.

– Por ti, voy de rodillas a Chalma, caifanazo.

3 Visite nuestros subterráneos

La misma noche de septiembre, el Narrador es conducido Fatalmente a El Lugar. La única Escritura que lleva consigo es un poema inédito (hasta ese momento) de Octavio Paz:

Arriba el agua

Abajo el bosque

El viento por los caminos

El pozo no se mueve

El cubo es negro. El agua firme

El agua sube hasta los árboles

El cielo sube hasta los labios

El Narrador decide ponderar largamente este poema. Avergonzado, se pregunta por qué los poetas saben decirlo todo en tan pocas líneas, y Baudelaire le contesta -cree- que sólo la poesía es inteligente. El Narrador, Xipe Totec, Nuestro Señor el Desollado, cambia de piel.

Se detuvieron frente a la estrecha entrada en la base de la pirámide, el túnel abierto por donde corrían los rieles que sirvieron para que los carros sacaran la tierra excavada. Javier dejó a Franz pasar primero por el túnel largo y estrecho, iluminado por focos desnudos, que se prolonga en línea recta hasta donde la vista alcanza.

Franz encabezó la fila. Le seguías tú, Elizabeth, y en seguida Javier y detrás de él Isabel. Los hombres agacharon las cabezas para no pegar contra la bóveda gótica, baja, del túnel, contra la espina de cables eléctricos que la acompaña en su larguísima extensión. Franz se detuvo un instante, con el puño sobre el muro negro, liso, del túnel. Tú abrazaste su espalda, recostaste la cabeza sobre su hombro, sentiste el sudor intenso de tu amante. Javier se detuvo detrás de ustedes, la pareja que cerraba el paso de la galería. Franz volvió a caminar y tú mantuviste las manos sobre sus hombros; se detuvieron en un cruce de caminos laterales, oscuros… La pirámide empezaba a distribuir sus misterios, a tejer sus laberintos y Javier dijo:

– Sigan derecho todavía.

Franz volvió a caminar a la cabeza de la fila hasta detenerse ante un arco oscuro; Javier encendió la luz, empotrada en la roca: un ascenso infinito de escalones gastados partía de la base, del túnel que recorrían, y alcanzaba los cimientos de la capilla española: otro túnel vertical, amarillo bajo la luz, de incontables escalones: un mareo de ascenso vertiginoso, una flecha quebrada. Javier apagó la luz de la escalinata encajonada entre la galería vertical de piedra lisa.

– ¿En dónde estuviste, Franz?

Y esa voz se perdió en ecos repetidos a lo largo de la galería. Todos se detuvieron un instante y tú, dragona, creíste que había hablado Javier y contestaste:

– Cállate.

– ¿En dónde estuviste, Franz?

– ¡Cállate! -gritaste en la oscuridad-. ¡No le hagas caso, Franz! Se ha pasado la vida inventando mentiras, obligándome a fingir para ver si su pobre imaginación despertaba…

Y sólo tú, Isabelita, novillera, escuchaste, pero no dijiste nada, seguiste el juego. Gracias. Y no sé qué pensaría Javier, pero dijo con voz sorprendida, aunque sin negar que él hubiese hablado:

– Por la derecha, Franz -y todos siguieron por una galería oscura, de piedra rugosa, y Franz tropezó contra tres escalones salientes, el perfil de otra vieja pirámide contenida dentro de la pirámide total y oculta por los muros y tú, Elizabeth, lo tomaste de la cintura, lo sostuviste. Ah murciélaga cuáchara.

– Sigue adelante -dijo Javier y la voz se sobrepuso a la de tu marido: -¿Por qué te vengaste de las víctimas y no de los verdugos?

– No lo creas -hablaste, dragona-; ¡no digas nada!

Franz caminaba con las manos abiertas contra los muros rugosos, antiguos, de las pirámides ocultas. Empezaste a reírte, Isabel, y tú a gemir, Elizabeth, y sólo Franz y Javier caminaban en silencio y todos dejaron atrás el aire frío de la corriente creada en el túnel de ingreso; ahora el laberinto parecía existir suspendido, oscuro, fuera de los elementos de la naturaleza. Franz sintió en las palmas de las manos la humedad de estas paredes de roca, el goteo invisible como un sudor secreto y agónico de las siete pirámides que se escondían unas a otras y tú extendiste la mano detrás de ti, Isabel.

– Sube los escalones, Franz. Te seguimos -murmuró Javier y Franz levantó el rostro, avanzando como un sonámbulo por las galerías entretejidas, sombrías, por los estrechos túneles de lodo y roca y Franz ascendió por los escalones de piedra rota, lentamente, con los puños cerrados y todos le siguieron, Isabel riendo, tú gimiendo, dragona. Javier solo, aislado, guiñando sin saber qué cara poner, qué actitud tomar, con un cuerpo que le sobraba y pedía, Isabel, tu contacto.

Franz descansó al terminar los escalones.

– Nos acercamos al corazón de la pirámide -dijo Javier.

– No le creas, no le creas nada -gruñiste, dragona.

El aire se iba haciendo denso, sofocante: la piel sentía un vaho caluroso a medida que se penetraba al centro de la pirámide, al núcleo escondido de la primera fundación. Adelantaste un brazo para tocar a Franz, dragona, te retuviste, diste media vuelta y encontraste ese rostro sin expresión de Javier, acentuado por la luz pálida de los tocos espadados del laberinto; Franz seguía caminando y tú corriste hasta alcanzarlo.

– Suban por la escalinata de la izquierda, la más estrecha -dijo Javier.

Franz bajó la cabeza para caber por la escalera de techo bajo, goteante, inseguro, de adobes sueltos y fue el primero en penetrar a la galería, al friso monumental, vencido, volado, aplastado, que soportaba el peso de las pirámides. Tú le seguiste, Elizabeth, y no pudiste distinguir, en seguida, los motivos de ese friso de colores vegetales que se extiende a lo largo de la galería iluminada verticalmente por los focos desnudos; te llevaste una mano a la frente, mareada, mareada por los colores, los focos, la pertinaz oscuridad de la galería; y los ojos de todos siguieron las líneas y colores del friso, la sucesión de chapulines de rostros redondos, calaveras redondas de ojos circulares, mejillas hendidas, narices huecas y dientes afilados que alternan y mezclan los tres colores: el amarillo, el rojo y el negro.

– Son los dioses del monte, los grillos, plaga y defensa de las cosechas -dijo Javier.

Y Franz dio la espalda al friso, apoyó la cabeza contra el muro ardiente, sofocado, del centro de la pirámide, el ombligo, el cordón de donde nace el enjambre laberíntico del Gran Cu de Cholula. Tú también te recargaste contra el muro, dragona, y observaste los dientes rojos de los dioses-chapulines que te sonreían, frígidos, fijados para siempre en el secreto de la pirámide.

– El rojo es el color de la muerte, el amarillo de la vida -dijo Javier, escudriñando el friso desde un ángulo estrecho-. El chapulín traía vida y muerte. Como todos los dioses mexicanos, ambiguos, pensados a partir de un centro cosmogónico en el que la muerte es condición de la vida y la vida antesala de la muerte…