Claro, te obligaron a permanecer afuera, del otro lado de la puerta. Bastante riesgo corrías ya. Tu voz me llegaba muy débil, de arranque, peto luego las cuatro paredes la amplificaban. No me acerqué a ti por ese motivo. Allí, junto a la puerta, casi no se te escuchaba. Acá, de cara a lo que pretende ser la ventana, puedo impedir que tu voz huya del todo: la capturo antes de que muera.

Hay que hacer todas estas cosas para entender lo que le dicen a uno. Todas estas maromas que son mi pan cotidiano; también, cómo hacerme entender. Como ellos nunca han vivido, lo que se llama vivido, dentro de estos lugares, no conocen realmente sus secretos. Han inventado el aislamiento y creen que los cuatro muros bastan para contenerlo. Pero nada está por completo aislado. Nada, dragona.

Ellos se sorprenderían si vivieran aquí y aprendieran que el silencio total de los primeros días es sólo el anuncio de un universo de ruidos que, si al principio son aislados, terminan por organizarse. Cuando alguno de nosotros, para su desgracia, habla, ellos se ríen y dicen que es pura imaginación. Cosa mala: vivir de prestado. Luego, insensiblemente, van apretando las tuercas. Empiezan a imaginar lo “que nosotros podríamos estar imaginando y entonces ya no estamos solos: ellos también están viviendo de prestado. Lo saben y saben que eso es contrario al principio de autoridad y a los propósitos mismos del establecimiento. Entonces no te dan de comer, dragona, para que no tengas pesadillas indigestas. O te sobrealimentan con una papilla viscosa porque creen que tu imaginación es resultado del hambre que, dicen, la afila. O te forran la pieza con colchones de algodón para matar los ruidos que llegan.

Por eso, yo no les digo nada. Me hago el tonto y me guardo lo que oigo. Todas esas voces cuyo conducto es la piedra. Los suspiros de amor y los gritos de riña. Las órdenes sumarias y las paletadas de tierra. Las salvas de fusiles y el chasquido de tubos de goma. Los aullidos de animal y los llantos de niño. La música nocturna de un reposo eterno y los pies multitudinarios que se arrastran. El gemido que escucho cada noche, al pegar la oreja al piso para comunicarme con alguien que debe estar enterrado bajo mis plantas.

Te agradezco que hayas venido a verme. Vas a contarme que tú y él salieron de la pirámide, arrastrando el cadáver. Al salir, lo primero que vieron fue ese Lincoln estacionado allí. Dejaron el cuerpo arrumbado junto a los rieles y aprovecharon esta noche triste de Cholula, tan silenciosa como el polvo, tan oscura al pie de las pirámides, la basílica y el manicomio, para disponer de ese cadáver.

Tú abriste la cajuela del Lincoln y él arrastró el cuerpo. Pero adentro de la cajuela había otro bulto. Se removía y gruñía. Era algo vivo, envuelto en trapos, como una momia. Tú sentiste miedo; detrás de las vendas había una piel viva, quizás varias. Pero el miedo de tu hombre era peor que el tuyo, era un miedo activo, de conclusiones. Tomó el cadáver de las axilas y lo arrastró hasta el automóvil.

Entre los dos, lo levantaron y luego lo dejaron caer dentro del cofre. Él quiso cerrar en seguida. Tú lo detuviste. Al caer el cadáver sobre el bulto, se oyó un chillido agudo, ilocalizable por un instante, como si una monja en la iglesia, un enfermo en el manicomio o un grillo en la pirámide lo hubiese lanzado. Pero esto era el delirio. La razón decía que el grito venía de ese bulto abandonado.

Tuviste los cojones, dragona, de tomarlo y abrazarlo, sin saber qué cosa era. Él te dijo que lo dejaras allí, que no era tuyo, que debían cerrar la cajuela y huir. Y tú lo miraste aceptándolo todo, sabiendo que ese bulto era tuyo y no era tuyo, que el mundo está lleno de enigmas que no deben interrogarse a menos que se desee la catástrofe. ¿A quién ibas a interrogar en esa noche de polvo y abandono? En la basílica estaría el sacerdote, reposando bajo una campana de cristal. En la pirámide, el emperador indígena amurallado en las catacumbas de su poder. Pero en el manicomio…

Corriste, dragona, con el bulto ese, agitado como un paquete de lombrices, a la rampa que conduce al portón neoclásico. Tu hombre cerró rápidamente la cajuela del Lincoln y tú depositaste eso en el umbral del manicomio: finalmente, no lo habías abandonado. Citaste a un clásico, dragona, como si repitieras una oración de tu pueblo: hay una tragedia en el mundo pero el mundo debe continuar.

Regresaste, dragona, como siempre, a donde estaba tu hombre, junto a la cajuela cerrada, donde otra piel se pudría a cambio de la que tú habías salvado. Siempre tendrás a quién cuidar, mi bella judía de los tristes ojazos grises. ¿Quién dijo miedo, carnales?

Ahora debes alejarte. Has debido venir desde muy lejos para llegar hasta donde yo estoy. Estos lugares, te digo, siempre están lejos de la civilización. Quiero imaginar que para llegar hasta mí has debido mover influencias y dar mordidas. No se me va a ocurrir siquiera que tú también estás encerrada aquí, como todos los que venimos de parajes infestados o sospechosos de contagio. No voy a decir que tú también has llegado de la tierra infecta de Nazaret a esta tierra de los muertos que resucitan y al palacio de Lázaro nuestro señor. Sí, aquí vive Lázaro, el señor de las resurrecciones: él le da su nombre a nuestra casa y también a la pirámide y a la basílica que, trepando con esfuerzo y agarrado a los barrotes, logro distinguir por el rabo del ojo.

Ahora debes irte. El Sonámbulo, César, sirve bien a su señor inmortal y si sabe que te escucho, me matará de hambre o de indigestión. Acolchará mi celda. Y no tengo tiempo. No quiero ser interrumpido más, dragona. Ha llegado la hora del rancho. El perro amarillo está terminando de devorar al niño enmascarado. No conozco el rostro del niño, pero estoy seguro que debe ser muy triste. Nuestros niños sólo ríen con las máscaras puestas. Las máscaras ríen por ellos, máscaras de azúcar, dulces calaveras: la muerte está viva y es el teatro guiñol de estos niños de ojos tristes que se reconocen en la calaca porque la calaca será suya antes de que dejen de ser niños.

Pero el perro amarillo y babeante de Cholula va a terminar su merienda, va a hacer trizas esas vendas sucias que aún lo atan y luego, dragona, y luego… Sé que su apetito no está satisfecho.

Adiós, dragona. Y no olvides a tu cuate

(Fdo.) Freddy Lambert

Tonantzintla, marzo de 1962.

Nueva York, octubre de 1965.

París, septiembre de 1966.