– ¿No crees que vengan? -le pregunto a Isabel.

No me contestas. Los mariachis tocan y los perros se acercan a las mesas buscando mendrugos, nos observan con sus miradas plañideras, rojas y amarillas, irritadas y enfermas. Y yo sólo observo los otros rostros y bebo mescal y me los figuro maquillados por la evidencia final de la verdadera energía, la que no gasta, la que sólo altera, aunque después se pierda para siempre o se vuelva a encontrar porque si se pierde es que ha pasado a manos de otro que quizás nos la devuelva un día. Todos estaban manchados, fumando y oyendo a los mariachis esta noche de abril.

– Me duele la cabeza -me dijo Isabel.

– ¿Crees que vendrán? -volví a preguntarle.

– No sé.

Los seis jóvenes sonreían. Para los pasantes, de seguro, las ropas manchadas eran parte del disfraz, menos notables que las insignias. abolish reality. Los soldados nos miran con sorna y no se las huelen, qué va, si la calidad cómica de los seis es como la de las viejas películas de Laurel y Hardy, que sabían construir con su destrucción, que nos llenan de alegría y asombro y posibilidad cuando los vemos desmembrar un viejo automóvil o una casa de los suburbios. Los soldados están reclinados contra las columnas del larguísimo portal con las gorras ladeadas, los rostros cortados por un navajazo, los palillos entre los dientes: sonríen. Y Jakob sigue abrazado a la Pálida y me mira para que yo me diga que quizás, sí, su necesidad era su libertad y que si él pudo llevar hasta sus consecuencias, veintiún años después, esta aspiración y convertirla en acto, todos podrían, como él, ser libres, poner la libertad ante su prueba extrema en caso de que algo terrible sucediera antes de que todos pudieran conseguirla. Abrazaba a la Pálida como si todo lo que hiciera lo hiciera en nombre de todos. La prueba individual podría ser la única prueba ejemplar, capaz de sobrevivir al holocausto. Pero si su mirada quería decirme esto, yo también quise ponerla a prueba y preguntarle, sin hablar, dónde terminaba la venganza pura y simple y dónde se iniciaba el acto libre, individual y, otra vez, ejemplar, cometido para advertir, para significar fuera de la vida de Jakob Werner.

Nada. Pura tirria de que él tuviera abrazada a la Pálida. Pura fatiga de que esto hubiera terminado así, sin que yo me atreviera a dar mis verdaderas razones para impedir el crimen y sin que obtuviera la camaradería, la participación o el amor a cambio de los cuales me callé y les serví de lazarillo hasta el centro de la pirámide, hasta el friso de los chapulines. Lazarillo: a lo largo y ancho de este lazareto en el que el aislamiento de la lepra crea la ilusión de la vida gracias al amor de la crueldad.

– ¿No crees que vengan? -volví a preguntar.

– No sé. No creo -dijo Isabel-. Se quedaron sentados allí. Tomados de las manos.

– ¿Qué se decían?

– Ella era la que hablaba. Le decía que no importaba, que la vida debía seguir.

Y la Pálida retiró su pie del contacto con el mío debajo de la mesa y me miró con esa burla y ese desprecio. Y besó a Jakob.

Yo acaricié la cabeza de Isabel.

– Si salimos en seguida, podemos estar en Veracruz esta madrugada.

– No, no quiero llegar al mar.

– ¿Quieres regresar a México?

– Sí-. Isabel se levantó, abrió su bolsa y buscó el peine, el lápiz labial y el espejo. -Ya no hay nada que decirse. Regresemos. Estoy agotada.

Y los seis rostros me observan con esa sorna, el rostro negro, el rostro cubierto por la melena del muchacho vestido con mallas color de rosa, el rostro gótico, estirado sobre los huesos afilados, de la muchacha vestida de negro, el rostro de ojos entrecerrados de Jakob Werner, el rostro rubio y barbudo de todas las agonías. El divino rostro pálido, sin cejas, con pintura de un naranja borrado, de la joven Elizabeth de la vida eternamente intolerable y eternamente digna de ser vivida. Me miraban ellos, cuando me puse de pie, y me miraban las mujeres de rostros oscuros, envueltas en rebozos, descalzas, embarazadas, y me miraban los perros adormilados, infestados de pulgas, con los hocicos blancos.

– Regresemos. Estoy agotada.

Todos sonrientes y cruzados de brazos. Ya no vivan tan engreídos con este mundo traidor. Tomé un puñado de cacahuetes y los arrojé a la cara de uno de los músicos…

– Órale. Quieto.

…a ese mariachi con bigotes tupidos, con el movimiento de una pantera negra, que soltó la guitarra y avanzó hacia nuestra mesa…

– Órale borrachín. Quieto. Respete a los músicos…

…para que yo le arrojara otro puñado de cacahuetes y los soldados se llevaran las manos a las pistolas y las panzonas cubrieran a los niños con los rebozos y los perros corrieran renqueando, con sus patas dobladas y a veces amputadas y sus grandes manchas secas en la piel y los soldados sacaran las pistolas y también corrieran hacia la cantina bajo el portal donde los cuatro músicos se disponían a partirnos la madre, a rajarnos la piel…

Jakob se pone de pie violentamente y saca la navaja ensangrentada del portafolio negro.

Elizabeth y Javier permanecieron solos frente al friso de los dioses. No miraron el cadáver de Franz. Se miraron los ojos. Javier quiso hablar. Elizabeth le tapó la boca con la mano y los dos se siguieron mirando. El mar, a un tiempo, recibe la luz, la filtra y la devuelve, transformada, al sol. El mar de franjas color de agua de vida, verde, azul, violeta, se impone al paisaje de montañas esfumadas y lo opaca, tal es su brillo. Estas montañas son como eminencias del mar profundo, pálidas y azules; son la espalda de un viejo y cansado monstruo del mar. El fondo empedrado del mar es visto a través de la claridad del agua. Y en el muelle de Rodas el barco parte. Elena, envuelta en un chal negro, arrugada y oscura como una nuez de ojos y dientes brillantes, grita y levanta plegarias al cielo. Las mujeres se contagian el llanto, unas a las otras, y también ríen entre sus llantos: los hombres se van a trabajar, fuera de la isla, a Suecia y Alemania, a Suiza y Dinamarca, donde hace falta mano de obra; en vez de campesinos, serán criados y mecánicos; lloran las esposas vestidas de negro; lloran las abuelas vastas, arrugadas, de pelo blanco y labios delgados; lloran las primas jovencitas y sudorosas; y todas se hacen fotografiar en grupo y dejan de llorar, primero para sonreír al fotógrafo, luego para injuriar a la torpe campesina que en ese momento cruza frente a la cámara. Todo el muelle de Rodas llora, ríe, hace bromas, exclama; los vendedores de pan de sésame y empanadas; las viejas de turbantes negros que se arrojan gimiendo contra el costado del buque; los niños chillones; los chiflidos y gritos de los trabajadores que cargan y descargan; los empujones de los cargadores de maletas.

– ¿Sabes que Elena tenga un pariente que se va?

Elena grita y llora sin localizar la meta de su emoción; también ella se arroja contra el buque, rasga su chal y se tira al suelo. Elizabeth agita el brazo, saca un pañuelo, vuelve a agitarlo. Elena la ve, cae de rodillas, levanta los brazos con los nudillos gruesos y rotos hacia el cielo, separa las manos para enviar un beso largo, con los ojos cerrados.

– ¿Crees que vino por nosotros?

Sueltan las amarras. Elizabeth se despide de Rodas sin atreverse a llorar, dejando que Elena y las mujeres de la isla lo hagan por ella: las voces surgen del suelo pardo y rocoso, sin más alivio o belleza que el mar que se lleva a los hombres. El barco se aleja. Elena se pierde en la multitud, llorando, gritando, una más, cada vez más lejos. Elizabeth tuvo dieciocho años y Javier veinte.

Todo esto me lo contaste una tarde, cuando te dieron permiso para visitarme.

Estos lugares siempre quedan fuera de los poblados; de lo contrario, no tendrían sentido. No sé de qué mafias te valiste para que te dejaran entrar. No quiero imaginarlas. No me atrevo. Pero tú siempre me habías dicho: “Algún día te contaré…” Y no tenía por qué dudar de tu palabra.