Pero no las miro. Veo en esa cama revuelta, con remates de urnas y vides, en medio de los almohadones inmensos, a la Pálida que dice ser Elizabeth que es llamada Ligeia que es famosa como Elena que es frecuentada como la prostituta del templo fenicio que es adorada como María salvada que es madre del Salvador: la mano de la Negra es una blanca paloma. Eres tú, dragona, y a tus pies, que son nuestras cabezas, está el muñequito de alambre y porcelana, lavado por los coágulos y el semen y el Negro está allí con la boca abierta y no tiene nada que decir, nada que defender y Jakob mira intensamente al falso feto y el Rosa se tapa los ojos y le da la espalda y sólo el Barbudo lo mira con la soberbia peregrina de un rey de Oriente y en el cielo raso del burdel brilla la estrella guía que cambia el curso de los planetas – la Capitana tira al aire el cabo de su cigarrillo encendido- que atre el sol para que consuma la tierra -y el cigarrillo encendido traza una parábola de luz helada- y empuja hacia atrás los tiempos del mar -y el cigarrillo cae exacto dentro de la basinica.

El Barbudo se sienta junto al muñequito en el suelo.

Arroja unas monedas de cobre a su lado.

Aspira su Juanita y lanza una bocanada de humo merolino sobre el sagrado infante que yace en ese corral de cáscaras de maní. Donde menos se piensa salta la liebre.

Ahora el Barbudo lo envuelve en papel de excusado y se lo ofrece a Elena que ha estado junto al cabrón feto del pesebre (donde menos se piensa), observándolo, agazapada, con los ojos llenos del primer deseo no olvidado.

La toallera toma el bulto pequeño. Lo aprieta contra sus pechos. Lo arrulla. Nos mira con orgullo y avaricia disimulados. Y la Pálida, de pie, sólo ahora siente curiosidad:

– ¿Lo salvaste, chaparrita?

Elena no comprende, sonríe, arrulla.

– Escóndelo de la policía, chaparrita. No dejes que te lo degüellen. No dejes que te lo tiren al basurero. No dejes que te lo metan al horno. Ten tu niño perdido.

– Las estadísticas son algo exageradas -sonríe el Barbudo.

– Uno solo bastaba -la voz glacial de mi vieja que extiende los brazos.

La Negra Morgana ya sabe lo que debe hacerse y la toallera Elena también porque arropa al muñeco y se lo guarda entre los pechos y corre a recoger la ropa regada de la Pálida que permanece inmóvil, estatuaria y estatuante, esperando, mientras la Negra escudriña en las bolsas de la trinchera todavía mojada y extrae los pomos y pinceles y tubos de la belleza y tú, dragona, pálida Ligeia que aún no perteneces por completo ni a los ángeles ni al demonio gracias a tu débil voluntad, tú. Madre María del templo y el burdel, dejas que Elena la olvidosa te ponga las medias y corra sus manos de piedra quemada a lo largo de tus piernas:

– No subas nunca de noche a un taxi, chaparrita. No dejes que te entreguen a las fabricantes de ángeles. No permitas que te abandonen en el palacio de Heredes. Guarda bien lo que tú misma traes escondido ahí. Guárdalo, chaparrita cuerpo de uva, que no te lo tiren a la basura, que no te lo hagan noche, que no se te vuelva invisible tu escuincle. Puede ser el último que nazca en el mundo.

Y la Negra -ah qué relajo de juez y criada, de Yavé y Maritornes- le embarra a la Pálida rumorosa, con ambas manos, la crema plástica sobre el rostro, pat, pat, pat, fluida, estimulante y son los ojos, oscuros y un poco bizcos, los que hacen las veces de manos, índices, fuetes: la Pálida busca con los ojos veloces y el rostro enmascarado al Rosa y al Güero:

– ¿Dónde están mis hijos, malditos? ¿Creen que han ganado la partida porque mis hijos están muertos? ¿Creen que estoy sola? ¿Piensan que mi vida ha muerto con mis hijos muertos?

La toallera corre con las ligas amarillas por los muslos de la Pálida y la Negra acaricia el largo cuello del manequín con la crema: usa y consuma y luzca bella, mi Pepsicoatl. Amable lector: ¿sabes que los gringos gastan cada año en cosméticos una suma igual al presupuesto nacional de los Estados Unidos… Mexicanos?

– Mierda. La vida no se deja joder. La vida sólo se puede negar a sí misma, desde el tuétano. Nada la puede tocar desde afuera. ¿No los han visto, imbéciles? ¿No los han visto esta misma noche, vendiendo refrescos y jugando rayuela en el polvo? ¿No los volverán a ver mañana, silenciosos, desnudos, revolcándose con los perros, junto a las carreteras, al lado de los arrozales, en los campos de batalla?

El rostro blanco, de canto y cal, siente los digitales de la Negra con la máscara que hunde en los poros la leche regeneradora. La olvidosa cincha el sostén que son dos copas de cobre espiral.

– Pero sí lograron fatigar mis sentidos. No mi vida. Pero hirieron mi piel y amenazaron mi olfato. Más no pudieron. ¡Ay! Hasta áhi.

Pálido flamenco, arrendajo humeante, loco cardenal, coral de hielo: la Negra muestra el estuche abierto de lápices labiales, la Pálida escoje el rojo mórbido.

– Mis sentidos odian y condenan. Pero mi odio es sólo una larga paciencia que todavía no toca a su fin. Tan largo como mi odio será el amor que lo sostenga.

Las manos de la Negra acarician las mejillas de la Pálida, preparan tus labios, dragona, para la pintura de cochinilla, luego los silencian y Elena ofrece las pantaletas de discos de cobre y la Pálida levanta una pierna y después la otra.

– Becky, espérame, ya voy de regreso. Creeré en lo que me enseñaste, aunque me cueste la razón. Becky, mamma, hay que cobrarles las cuentas a estos hombres…

La Negra termina de maquillar a la Pálida: los trazos finales de las cejas, la boca y los párpados nos dirán quién es esta nueva mujer, antes sin rostro, que ahora se amarra el pelo a la nuca con un listón de cobre, con los brazos desnudos bronceados como su nueva tez de pancake y luego se afloja el pelo. La vemos así, con los brazos levantados y las manos ocupadas en su cabellera, de frente, de espalda, de perfil, como si fuese una estatua giratoria sin más hoja de parra que una cortina azul. De frente, de perfil, de espalda:

Morgana la hace girar, deja caer los brazos y nos muestra su obra. Elena contempla de rodillas.

– Sí, Becky, el Dios de Israel existe fuera de nosotros. No es un fantasma más, inventado por estos hombres que aman mujeres irreales y matan niños inocentes. Sí, Becky.

Era una belleza judía, una judía oscura. Podíamos ver las gotas de su sudor azul, en las sienes, en los sobacos, en los labios, en la división de los pechos; una judía negra, una hebrea de orgasmos negros. El descubrimiento de América. Bullshit.

– Regresaré… Emprenderé el nuevo viaje… Regresaré.

Elena la cubre con la trinchera húmeda y la Pálida deja caer los brazos.

– Pélame una uva, Elenano.

– ¿Me vas a contar. Capitana?

– Vayan saliendo. En orden y con provecho. ¿Quién es el pagano? ¿Tú, garfilazo? Saca la cuenta de lo que se debe, Gladiolo. Luego espera allá abajo. Mucho ojo con los azules. Tenemos protección pero no tanta. Y si se dan cuenta de este aquelarre… Venga la billetiza, caifán. ¿La camota? Uy. De lo perdido, lo que aparezca.

– Pero si llevas años aquí. Tienes que saber.

– Años. Tú lo has dicho. Años y felices días.

– Desde que empezó el burdel éste, me acuerdo.

– Bien chamaco viniste a que le sacáramos punta a tu pizarrín, no me acordaré bien.

– Cuidado con el escalón.

– Gracias, caifán. Tú siempre tan caballero. A ver, que no se retrasen tus cuates. Nadie puede quedarse tanto en el mismo cuarto. Sufre el prestigio.

– Andando, licántropos; hay sangre en las calles.

– ¿No te olvidas de mí, de cómo era entonces?

– Qué va, Capitana. Un tamalito de dulce. Entraba hambre nomás de verte.

– Y ahora panzona y chimuela. Pero alegre. Y abusada.

– ¿Me vas a contar?

– ¿Qué tiene de malo? No es que quiera acordarme de la casa. Es que no quiero acordarme de nada, por lo que hiere el recuerdo. Mira. Asómate al patio. Estaba lleno de canarios cuando llegamos. Somos más descuidadas. Los dejamos morirse. La vieja dueña de la casa se había muerto antes en la camota esa. Así me lo contaron. Aquí nomás quedaron la cama, los pájaros y esa cortina de cuentas que separa el bar del living. Y unas inyecciones escondidas y un retrato de esa señora que tenía una cara de niña chiquita y triste. El hijo de la señora vino a vender la casa y tú sabes quién la compró para el negocio. Mira qué raro. Dicen que el hijo vendió todos los muebles menos la cama, quería quedarse con la cama como recuerdo pero nunca vino a recogerla. Nomás no regresó. Nos la dejó y ni quién se queje. Ya no se hacen camotas así. Ha dado buen servicio. Date cuenta. Una sola señora apretada en esa cama toda una vida, cogiendo y pariendo y muñéndose. Ella sólita, con el Sagrado Corazón de Jesús bien colgado en la pared. La dueña y señora, como quien dice la pura decencia. Y en menos de una vida miles de chamacas han puesto las nalgas en ese santo colchón. Somos más cochambrosas. ¿Quién le iba a decir a los apretados que su cama acabaría en petate putañero? ¿Quién te asegura nada en esta vida, garfilazo? Gracias; vuelve. Ya sabes que ésta es tu casa. Ábreles, Gladiolo. No hay problema. Fuera del corral las reses… Y caifán…