¿Y el disco?

Debe ser un pickup con pilas. Además, no está girando. Sólo giro yo, que le he pedido a la Pálida (me está gustando esta gringa cachonda) que me enseñe a bailar bien el frug. Todos se ríen mucho y me doy cuenta de que pusieron el disco pero que en realidad el Rosa-Correosa está tocando esa canción, Yesterday, que ellos conocen antes de que la música se imprima o los Beatles la graben. Oh, mis cuates isabelinos. Estamos regresando a los modelos originales. Giro la cadera sin mover los pies, tratando de imitarlos. Pero mi reconocida torpeza no puede competir con el movimiento elegante y salvaje de sus brazos. Yo seré la defensa, dice el Negro: mueve la cabeza como una tortuga de juguete, mantiene las manos clavadas en las bolsas de ese pantalón de charro que usa.

Yo, Franz: el Güero Barbudo ha perdido el rostro detrás de una cabellera pluvial y sus botas taconean el ritmo invisible. La Pálida, que apenas se mueve, que permanece con las solapas levantadas y una pose de alto espionaje, dice yo Elizabeth, Ligeia, Lisbeth, como se llame. Se ríen para decirme que deje de imitar: este baile es pura improvisación y al mismo tiempo es un rito, ahí está lo durazno. Voy a decirles que estamos regresando al modelo olvidado. Los americanos son un ejército de Edgar Alan Poeseurs, con todos los castillos góticos y las oscuras ergástulas que Polyanna y Horatio Alger quisieron cubrir de mermelada y rieles. Los ingleses son Tom Jones y Moll Flanders, con toda la lujuria y los regüeldos que Victoria y Gladstone quisieron cubrir de cricket y de crocket. Los alemanes siempre serán…

Yo el juez, me interrumpe la Negra Morgana, que hace esos pasos maravillosos de pubertad ceremonial. Yo Javier, grita el Rosa por encima del tañer doloroso de la guitarra que le está comiendo las uñas. Jakob coloca la mano sobre el hombro del Rosa, lo aprieta, lo obliga a soltar la guitarra: no la decaída Correosa víbora de la mar, de la mar.

– Yo seré el Fiscal.

Todos caen de rodillas sobre los petates.

Aúllan como coyotes.

Me detengo, solitario, a la mitad de un paso torpe y ya no hay luz en la sala. Los perros del barrio contestan los aullidos. El comején de las vigas es la caspa de este pobre piso astillado. La voz en la oscuridad es la de Jakob. ¿Culpable o no culpable? No hay más respuesta que la de las garruñas de los ratones que salen y corretean, aturdidos por el silencio o el ruido totales. Busco, no sé, con los cerillos en la mano, una vela. Otra mano me detiene y la voz del Negro es inconfundible. ¿Culpable? ¿Atenuantes? Su alma era suya para hacer con ella lo que quisiera. ¿O no? Esa voz que es su propia parodia: grave como Paul Robeson cantando Old man river, pituda como Butterfly McQueen pidiendo perdón a Scarlett O’Hara. Voz de esclavo y rebelde, arrastra légamos dormidos, pájaros asustados, incendios sudorosos: “El acusado sólo tuvo un sueño, un sueño, hombre, y quiso convertirlo en realidad, igual que todos nosotros. Todos nosotros”.

¿Cuál sueño?, grita la Negra Morgana.

Vamos a salir. De noche, las moscas del basurero se retiran y hasta nace un perfume dulce y corrompido de ese cúmulo de hierbas y botellas, vómitos y trapos, tortillas, periódicos, excrementos y calcetines que debemos atravesar. Algo podría utilizarse de nuevo. Esa rueda de bicicleta, por ejemplo. Pero también hay un desperdicio de la pobreza, un lujo de la mendicidad. Nadie puede vivir sin él. No sé de dónde viene el Negro, si de un ghetto del Norte o de una cabaña del Sur. Acá o allá, inventan un ritmo y un decorado consecuente y se salvan. El sueño de los deseos cumplidos, de la unidad recuperada -va diciendo-, el poder total puesto a prueba, a prueba, hombre, expuesto, tirado al ruedo: habla con los párpados ofídicos muy juntos. Pisa la basura con seguridad y delicadeza: éste es su acto único y quiere aprovecharlo, luego se nota. El aroma de todas las dulzuras fermentadas nos embriaga. Nadie entendió. Sí, qué gran sueño, pero qué inútil. Pensar que la vida heroica era posible en nuestros días. Nadie les hace caso. Van a dejarlo hablar. El abogado de la defensa por fuerza dice mentiras y variedades. ¿O no?

Les muestro el camino fácil, pero estrecho, entre dos nopales negros, agusanados, y ya estamos en el callejón frente a la miscelánea y el dueño nunca me ha delatado aunque vivo aquí desde hace doce años. Es muy gente. El acusado vivió ese sueño y pudo comprender su patética grandeza. No sé si es el Hombre Invisible o el Tío Tom. Saludo al dueño de la miscelánea y todos entramos a comprar cigarros y refrescos. La niña de trece años, verde y lacia como un sauce lacandón, pone las cajetillas sobre el mostrador y tiende la mano y el Negro canturrea con su voz de altibajos. ¿Qué diablos fornicados sacrificó el acusado? ¿La música? ¿La arquitectura? Seguro. Pero sin grandeza. Los demás beben Pepsi-Colas sombríamente y la Pálida se persigna frente a la veladora que ilumina la estampa de una Virgen negra, ampona, con lágrimas de cera y ropajes de metal y raso. El acusado quiso destruir un mundo donde no se podía ser músico o arquitecto si no se acepta de antemano que los demás verían su ocupación como algo inútil pero tolerable. La lacandona ríe y se tapa la cara con las manos tiñosas, las manos oscuras manchadas de rosas alegrías enfermas. El Negro habla en inglés, sube y baja, y la niña ríe sin entender. Está en el Minstrel Show. El Negro es Al Jolson: pero en esencial a lo único que importaba, Mammy, acumular dinero y vivir tranquilo, in Alabammy. El padre, el dueño de la tienda, toma el aire afuera, sentado en una silla enana de paja, con respaldo pintado. Un respaldo de flores y patos. Prieto y obeso, respira como un burro o como un océano. Con la conciencia tranquila. Dominando a los demás con las frases de siempre, hay que tener paciencia, hay que ser bueno, sean caritativos, es bueno ser débil, los pobres de espíritu entrarán al reino de los cielos: el Negro está cantando.

El perro aúlla. El tendero le da una patada y los niños del barrio, los rapados descalzos, los overoles grises, dejan de arrojar corazones de durazno a los hoyancos de polvo y empiezan a perseguir al perro, autorizados, ajenos aún a la cantinela exótica y telúrica y folklórica de un Negro vestido de charro que canta un oratorio romancero corrido frío y sin carne que los demás empiezan a acompañar con una imitación del silbido del viento, con un ritmo involuntario de los cuerpos.

Cuenta, hombre, cuenta.

Todos los hombres son iguales. Todos votan periódicamente. Voten, hermanos, voten. Todos son propietarios. Amén. Cuatro hectáreas y una mula sólo para ti. Un salmo que los niños y el patrón no entienden: sólo ven a un charro negro y lo rodean cuando salimos al callejón y dejamos atrás los tristes olores perfumados de las pastillas de orozuz y yerbabuena y los chicles de clorofila y las paletas Mimí. Vamos a caminar, a ver a dónde nos llevan las piernas esta noche. Y marchamos por el callejón como el general Booth rumbo al Paraíso, guiados por el capitán de los santos charros.

El Negro se limpia los brazos con las colas de la camisa de charro y se apoya, abrazándome, para orinar. “¿De qué quieres que me disfrace, hombre? De vaquero allá, de charro acá. Muy sencillo, ¿no?”

Le ofrezco un par de guantes blancos que traigo en la bolsa del saco. Los niños le disparan con las manos. Él clava las suyas en el pantalón ajustado, de listas grises y naranjas y un águila devorando a una serpiente bordadas en las asentadoras. ¡Charros, charros, charros! ¡Cáigase muerto, sietemachos! ¡Un quintito, charronegro! ¡Un quinto para las limonadas! ¡No hay que ser! El Negro se detiene y se abrocha la bragueta: “Derecho a lo que no se posee. Ni riqueza ni vida ni fuerza. El acusado se arrogó su propio derecho. El derecho de barrer con ese mundo”.

El Güero Barbudo cuelga la cabeza y no estamos preparados para su voz, marginal, inesperada, con un cultivado acento de Boston. “No, no fue así. Fue… fue una fatalidad. Me tocó ese tiempo. Yo… yo estaba acostumbrado a cumplir, era mi deber, yo no quise que…”