– Y dos veces te amé porque creí que habías comprendido.

Pasabas los días en Falaraki, durante el verano y aún al entrar el suave otoño mediterráneo, buscando guijarros. Te convertiste, casi, en una tradición, la americana en busca de las piedras de colores, Klondike Lizzie, the Pebble Rush. Y un día el sol ya no salió. Un día de noviembre el pequeño golfo corrió agitado al encuentro de la playa, el mar se volvió color pizarra, gris y más salado -lo sintieron en los labios-, frío, revuelto. Los pescadores ya no salieron. Sólo había, bajo la lluvia, un viejo que azotaba un pulpo muerto contra la roca. Saliste a nadar a la playa solitaria. Javier te siguió, de lejos. La lluvia le empapó el suéter de cuello de tortuga, los pantalones de pana, y sus pies desnudos se hundían en la arena esponjosa, súbitamente opaca después de tantos meses dorados. Nadaste hasta la roca donde el pescador azotaba al pulpo. Extendiste los brazos desde ese mar agitado y el pescador sonrió y te arrojó el pulpo. Nadaste lentamente de regreso. Todo parecía dispuesto de antemano…

– …como si hubieras celebrado un pacto, Ligeia.

El gato blanco, empapado, salió de una de las casas enterradas en la arena y te esperó en la orilla.

– …y tú saliste del mar, Ligeia…

Saliste del mar, Elizabeth, con los brazos negros del pulpo enrollados a tus propios brazos, con los senos desnudos. Alargaste el brazo y el gatito se acercó a ti. Lo tomaste entre las manos y lo llevaste a tu cabeza y avanzaste hacia Javier, iluminada por luces ocres y rojas que dibujaban todos los contornos serenos, casi estáticos, de tu figura amarilla y negra, coronada por un gato.

– No haces sino recordar amores viejos.

– Es que soy vieja.

– Y conoces todos mis defectos. Rieron a carcajadas y Javier se encerró en el baño durante más de una hora.

Mira nada más, dragona, qué día que nos tocó vivir. Aquí viene la noticia, en el periódico de hoy. Está fechada en Pittman, Nevada, y dice que un crimen pasional en el cual el arma utilizada por el asesino fue un bimotor Cessna, causó anoche varias víctimas en el interior de una cantina, sin haber dañado a la persona que se pretendía matar. John Covarrubias (¡ándale! ¡paisano!), de 38 años (¡híjole! ¡contemporáneo!) había tenido al atardecer una violenta disputa con su mujer en un bar de Pittman, Nevada. Ciego de ira porque ella no quería reanudar la vida conyugal, Covarrubias fue a buscar su avión, despegó y, avanzando sobre el pueblo, bajó en picada contra el bar. Dos automóviles fueron destrozados y sus restos en llamas fueron a dar contra el bar; el avión se hizo trizas y su piloto falleció. En el interior del bar, tres clientes resultaron heridos, uno de ellos gravemente. La mujer del piloto asesino resultó ilesa, pues en el momento del atentado se encontraba en la calle. Y fueron muy felices. Porque, cuatacha, si te pones a monologar sobre la calavera de Yorick, resulta que la duda del Danés es la única manera de afirmar la meritita verdad: que somos y no somos, fuimos y no fuimos, seremos y no seremos, ya somos y ya no somos: now you see me, now you don’t. O sea: que también hay un no ser al que quisiéramos jugar y que en cada instante, llenos de terror, o risa, o locura, nos está convocando. Porque, quién quita, de repente sólo seríamos desempeñando el papel de nuestro no ser, nuestra posibilidad eternamente presente y eternamente negada. Hay que tener algo para dar el paso mortal. Te lleva el carajo o te llamas Rimbaud. Me duelen los huesos del tedio, Elizabeth. No nos queda más remedio que recorrer y recordar, o nunca sabremos quién es Javier. Me pediste que no le creyera. Puede que sea tu privilegio escucharle. Aunque digas:

– Estás agotado. Sabes que decir tantas cosas te cansa. ¿Por qué no vienes a la cama?

Javier no te hizo caso. Abrió el zipper de la maleta y fue disponiendo, una a una, las cosas sobre la estrecha repisa de cristal detenido por dos clavos arriba del lavabo. Se miró en el cristal y dijo en voz baja:

– ¿Quieres que desempaque tus cosas?

Tú dejaste de mecerte:

– ¿Qué dices?

– Que si quieres… No, nada.

Colocó la taza de jabón para afeitar sobre la repisa, tomándola del asa, y adentro dejó caer la brocha de cerdas blancas y el rastrillo plateado.

– ¿Sabes, Ligeia?

– ¿Qué?

– Son las últimas horas de la recepción…

– Por favor, Javier.

– …aunque en realidad, en el ánimo de los que quedan, se ha llegado al momento en que es más fácil y más legítimo imaginar que la fiesta no ha empezado nunca y nunca terminará.

– Por favor, Javier. Ya conozco esa historia.

Hoy en la tarde, en el siniestro hotel de Cholula, Javier fue colocando en fila la botella del agua de Colonia (Jean-Marie Farina), las gotas para los ojos, el frasco de Alka Seltzer, las tijeras para las uñas y las pinzas de manicura, el pomo de pastillas de vitamina C, las cápsulas de Desenfriol…

– Se necesita una mirada ajena, como la mía, para saber que son las últimas horas de la recepción y provocar con la mirada, aunque sin saberlo, a quienes se niegan a admitir que esto se está acabando…

Tu marido dejó de colocar las cosas sobre la repisa. Escuchó tus pasos impacientes sobre las tablas rechinantes del piso.

– Por eso me saludan con cierta frialdad, como a un intruso. También los que fingen la alegría de recibir a una especie de hijo pródigo, a un recién llegado que justifica la prolongación de la fiesta, el disco nuevo, la búsqueda infructuosa de botellas sin descorchar. Y después de los breves encuentros, me abandonan a mis propias fuerzas y busco en este desorden desatendido un vaso limpio, hielo y botellas.

Perdóname, cuatacha, si me fijo más en el peine de carey, el tarro de desodorante, el paquete redondo de celuloide que contiene los preservativos envueltos en lámina dorada. Quiero reconocer este cuarto y memorizar sus detalles. ¿Sabes por qué?

– Olvidé el cepillo y la pasta de dientes -dijo Javier.

– ¿Qué?

– El cepillo y la pasta. Los olvidé. ¿Por qué no te fijas en esas cosas, mi amor? Ahora tendremos que comprarlos en una farmacia.

– Si es que este pueblo rabón se permite ese lujo.

– ¿Qué?

– Una farmacia. ¡Una farmacia! Sal del baño si quieres escucharme…

Javier rió:

– Debo conformarme con un vaso usado, pintado con lápiz labial en los bordes, que ni siquiera escojo.

Creo que tomó el frasco opaco con la etiqueta verdiblanca. Salud. 10 mg. Clorhidrato de 7-cloro 2-metilamina 5-fenil 3H 4-benzodiazepina 4-óxido. Excipientes 190 mg. según la fórmula de F-Hoffmann- La Roche amp; Cie. S. A. Basilea Suiza.

Él lo colocó en su lugar en la repisa.

– Me lo tiende, sonriendo, esa mujer.

Javier escuchó tu carcajada. Tú sigues en la mecedora, ¿verdad?

– Al principio sólo veo el vaso, con un fondo de líquido ambarino y la sonaja de un hielo gastado. En seguida el borde tenido de lápiz color naranja. Después la mano blanca, la muñeca ceñida por un brazalete de cobre, que me lo ofrece. Escúchame.

– ¿Qué?

– Levanto la mirada y entonces me doy cuenta de que gira el tocadiscos y algunas parejas bailan. Alguien ha apagado las luces de la sala. No puedo ver el rostro de la mujer. No hay una luz pareja, que lo ilumine todo, sino ésta, fragmentada, de una luna menguante que debe conquistar aisladamente ciertos planos, determinadas texturas, esta muñeca enjoyada que me ofrece mi vaso…

– Lo compraremos en la farmacia de Cholula -reíste desde la recámara.

Cada gragea contiene Ciclorhidrato de Tripluoperazina 1 18 mg. Dioduro de Isopramida 6. 79 mg. Javier acarició el frasco. Yo trato de memorizar el cuarto de hotel.

– Imagino los labios anaranjados, la sonrisa que no puedo ver. Escucho esa voz, esa melodía tan leve, tan retenida…

– Está bien, Javier.

Tarareaste desde la recámara, por fin encontraste las palabras: