– No sé. Depende de muchas cosas.

Los tres comían en el salón separado de la sala por una cortina de cuentas.

– Sería bueno ir al mar, bajar de esta altura.

Las cuentas chocaban cuando la única criada llegaba desde la lejana cocina, todavía de brasero, con esos filetes delgados, cubiertos de cebollas fritas.

– Sí, Ofelia, sería bueno.

Y entonces sus padres dejaban de hablar y la conversación se reiniciaba penosamente al salir la criada.

– Javier trajo buenas calificaciones.

– Qué bueno.

– ¿Verdad, Javier?

Él asentía sin dejar de comer y tratando de comprender las palabras que sus padres decían con un tono plano, aunque sus labios sonrieran y Ofelia, de tarde en tarde, arrojara la cabeza hacia atrás con un gesto alegre: quizás ese fin de año irían de vacaciones al mar.

– No empieces a comer antes que tu papá. Es mala educación. Van a decir…

Apartó la cortina…

– Ligeia. ¿Dónde estás? Por piedad.

…para subir a la litera alta, y en la baja estaría, tenía que estar, ese viejo que en la mañana le convidó el dulce de leche: jadeante y gris, con un esfuerzo nacido ya del puro cansancio, casi ajeno a él y sin embargo, perceptiblemente, propio de él por repetición: en la boca desdentada tenía que estar esa sonrisa que Javier, entonces, no podía comprender pero que más tarde, si se hubiese decidido a escribirlo, o aún a platicártelo, dragona, habría descrito como la máscara de un instante eterno, la expresión visible de ese secreto en el que él -Javier, nosotros: el viejo vestido sólo con su camisa sin cuello, levantada sobre las nalgas flacas- contenía su costumbre y su aventura, su derrota y su prestigio, su íntima revelación y su desgaste más externo. Al principio no vio al niño, pero la vieja sí. Ella se cubrió el rostro con los mechones de pelo cano y dejó descubiertos los senos graves, los pezones manchados como un cráter de sangre y la barriga semejante a una tela gastada: gimió y el viejo se apartó de la mujer. Los dos miraron al niño. No, no era allí, no era así; no lo escribiría jamás porque jamás después pensó que sólo era una representación, no una participación emotiva; algo así se dijo y lo apuntó por allí, en uno de los cuadernos de notas en los que se pregunta, paradójicamente, si lo importante no es esa separación, esa distancia, en vez de la complicidad sentimental acostumbrada. Volvió a encontrarlos -no los mismos, aunque los mismos- años más tarde, cuando ya era adolescente y se quedó castigado por algo, por haber copiado en clase, por haber reído a destiempo, no, por haber falsificado la firma de Raúl en un papel excusándolo de una falta de asistencia, quizás por eso y se quedó solo frente al pizarrón escribiendo las veinte líneas que cabían allí: No debo falsificar la firma de mi padre, y luego borrándolas para empezar otra vez hasta completar las quinientas líneas del castigo mientras, a su espalda, el salón de clase se iría transformando y ese sótano improvisado del colegio marista dejaría de ser la celda sombreada que nos permitía, física, inmediatamente, recuperarnos de la agitación sudorosa y solar del patio de recreo y sentimos descansados y satisfechos en las tardes de las tormentas de polvo, sentados allí sin escuchar la voz del profesor o escuchándola como el zumbido de un abejorro lejano; dejaría de ser el lugar acostumbrado para llenarse de noche, del color y el silencio y la soledad de la noche que desvanece los olores de serrín y polvo de gis y tinta y madera raspada. No debo falsificar la firma de mi padre, y luego dejas allí la última frase que escribas y borras las demás, recoges tus cosas y ten cuidado de apagar las luces y cerrar bien la puerta y puedes enjuagarte las manos en el grifo del patio y salir del colegio sin hacer ruido y no lo vuelvas a hacer y mañana les toca confesión a todos los del primer año de abogados. Invocaron su sentido del honor y lo dejaron allí, solo, a cumplir el castigo. Pero detrás del muro del frontón hay otros patios y otras celdas. Y ahora, en la noche, todo el colegio está en sombras menos esos patios escondidos a donde nadie pasa y en la casa vecina viven las monjas, las mujeres sin hábitos en estos años de persecución y dolor; las mujeres despintadas, con el pelo restirado y los chongos erizados de horquillas y los anteojos de aro dorado y las faldas negras y los altos botines. Volvió a encontrarlos.

Te habría podido decir, dragona, que todo consiste en saber acercarse, ¿me entiendes? La gracia es acercarse, pero no sólo acercarse, sino saber cómo acercarse. Y cuando él gritó:

– ¡Ligeia! ¡Ligeia!

tú ya no estabas sentada sobre la cama, como él te había visto la última vez. Quedaba tu presión invisible sobre la almohada, sobre las sábanas. Javier miró hacia el baño. La luz estaba apagada. Suspiró. Gritó:

– ¡Te voy a regresar con los bárbaros!

Tomó las tijeras de la mesa de noche -Señor, ten piedad de nosotros-, alargó las piernas fuera de las sábanas -Cristo, ten piedad de nosotros- y empezó a recortarse las uñas de los pies con deliberación -“Es mala educación”, van a decir. Las cortó en forma de media luna invertida, con los dos extremos un poco salientes, para impedir que la córnea dura se enterrase en la carne al crecer. De adolescente, tuvo que ir con el pedicuro para que le extirparan una uña enterrada. Luego se levantó, fue al baño y tomó dos cápsulas de Librium.

Me van a perdonar, palomas, que siga leyendo mis folletos de turismo mientras viajo por la supercarretera de México a Puebla y de vez en cuando levanto la mirada hacia los campos granizados en pleno mes de abril, y al mismo tiempo ustedes dan la espalda a las ruinas toltecas de Xochicalco y Franz baja corriendo por la ladera hacia la hondonada polvosa donde tú te has detenido, sin darte cuenta de que arrastras el rebozo negro. Franz te dice: -Vas a ensuciar tu chal.

Los excrementos duros y resecos y agrios de las cabras manchan la barranca. Los árboles son muy bajos. Ustedes espantan con sus pasos a la parvada de zopilotes que clavan los picos en los despojos de un perro muerto. Toman sus lugares en el automóvil. La voz de Franz domina el arranque del motor:

– Erstaunte euch nicht auf attischen Stelen die Versicht menslicher Geste?

Me acomodo como puedo en el asiento de la limousine y miro los campos mexicanos cubiertos de granizo; me recargo contra la portezuela y siento junto a la oreja el frío húmedo de la ventana y me entrego a la evocación de la lectura (ay sí, como dicen en México las mecanógrafas y las dependientes y las putas y las señoritas no emancipadas) que no es tal, porque al contarte esto estoy recordando algo con tanto derecho como el que conoció el alambrado de alta tensión que sigue como una trenza los muros de la fortaleza. La Pequeña Fortaleza tiene una puerta de piedra con una sola luz eléctrica, amarillenta, sobre la clave y dos ventanas a los lados. Encima de la puerta crece la hierba. Como si la fortaleza fuese un subsuelo, una galería hundida. Y encima de ella la costra de tierra habitable. Se camina. Se entra. Detrás de los alambrados está la sección administrativa, con sus tejados inclinados, sus chimeneas. Y de este lado las construcciones cuadradas de techos planos. La estación desinfectante. La triple crujía de los solitarios y adentro la celda blanca con dos argollas de fierro. Los patios lodosos. Siempre la hierba que crece sobre el techo, con las chimeneas que salen de entre la hierba como si indicaran la existencia de una factoría subterránea. Los muros de ladrillo que encierran cada patio. La fosa alrededor de todo. La fosa honda, de puro lodo. Honda entre las murallas de ladrillo morado, gastado, con ventanillas tapiadas. Las celdas comunales. Las camas de tablas de tres pisos. El cuarto de recepción. El cuarto de guardia. La oficina del comandante de la prisión y los rifles de la guardia en la antesala, bajo llave. A un lado, la tienda de ropa. El garage, a la salida, al final del patio de entrada. La administración del primer patio. La tienda de comida. Las celdas. Las camas de tablas de tres pisos arrimadas contra la pared, la estufa descompuesta, las luces apagadas, los muros húmedos. Un solo retrete. Un solo lavabo. Celda 16, donde los viejos y los enfermos pelan papas todo el día. Celda 14, donde duermen los hombres que trabajan en los lavaderos. Celda 13, la de los prisioneros prominentes, los que llevan y traen los bultos y las cartas, los cocineros, los camareros, los peluqueros de los guardias. Las celdas solitarias, el corredor adonde se penetra por la última puerta del primer patio, con sus veinte celdas de ventanillas condenadas, desnudas, sin camas ni cobertores, con el piso de concreto. Las perreras. Y otro corredor detrás de los solitarios: dos regaderas y una tina de madera. Y el verdadero baño del primer patio, junto a la choza destinada a tirar la basura. Y en la celda adjunta, la enfermería, atendida por un médico prisionero. El médico oficial visita la fortaleza dos veces por semana, al atardecer, pero sólo se dedica a firmar certificados de defunción. Y se sale del primer patio por el pequeño puente de concreto que conduce al viejo establo convertido en hospital. Los colchones de paja en el suelo. El jardín de la guardia, donde algunos prisioneros trabajan, cultivando hortalizas. Y detrás del puente, a la derecha, la morgue, el pequeño cuarto oscuro sobre una elevación de tierra, de donde salen los prisioneros muertos al incinerador en la ciudad. Y de allí las cenizas son regresadas a la fortaleza, las urnas son marcadas F o M. Afuera, una mansión de mansardas y pórticos, con calefacción, guarecida por setos, con las salas llenas de muebles de laca china y un gran radio de la época y mesitas de cristal y reproducciones de paisajes alpinos y la selección de discos clásicos y el comedor de sillas labradas y las camas de caoba y los parques con caminos de grava y en seguida el tercer patio. El de las mujeres. Las mismas celdas. Las mismas camas de tablas de tres pisos. Las ventanillas que dan sobre el patio lodoso. Sólo se ve el campo desde la ventana del pequeño cuarto de costura. Siete celdas para las prisioneras y otra para las tareas de las mujeres que pintan botones de madera, cosen arcos de soporte para las botas de los soldados, tejen calcetines para las tropas, trabajan en el jardín de hortalizas, cosen vestidos para las guardias femeninas y camisas y ropa interior para los prisioneros, limpian los cuartos y la oficina de los señores, ordeñan vacas y chivos. Celda 32, cuarto de aislamiento para enfermas. Celda 33, celda de la muerte. La cantina de la guardia junto a la entrada del patio de mujeres y los talleres detrás de la cantina, en el mismo edificio. De herrería, cerrajería, carpintería; muebles, juguetes, féretros, cuchillos. Y detrás los lavaderos donde sólo trabajan hombres y algunos sábados las mujeres pueden lavar la ropa personal de los prisioneros. El cuarto patio fue construido más tarde. Repito. El cuarto patio fue construido más tarde. Check. Los prisioneros ya no cabían y ellos mismos construyeron las cinco celdas enormes del lado izquierdo y las celdas solitarias del lado derecho y el paredón al fondo, cerrando el patio. Y luego, más allá del paredón, hay prados, un cine, una piscina y el puesto de los perros: dos alsacianos que vigilan el paso por el túnel con sus sótanos llenos de patatas, el túnel que se abre al patio de ejecuciones: las horcas y los paredones. El crematorio también fue construido más tarde. Repito. El crematorio. Me niego y me traiciono, Elizabeth, recordando estos pasados. ¿Por qué seguir recordando esos pasados? ¿Seré realmente un rebelde sin causa envejecido, un angry young man rancio, a middleaged beatnik? Presente, presente y más presente en clímax: no, mi sistema nervioso quiere esto, rechaza la memoria. Lo hago por disciplina y por necesidad. Vomita, cuatacha, cuando tu caifán, por un solo minuto, deja de adorar el presente. Te diré una cosa. Es mi necesidad. Ando recorriendo estos altares de la muerte porque yo mismo viajo por la supercarretera México-Puebla mientras ustedes siguen el laberinto México-Cuernavaca-Xochilcalco-Cuautla-Cholula para que acabemos por encontrarnos. Voy a chacalearme a uno de ustedes. Javier. Isabel. Franz. Elizabeth. Voy a matar a uno de ustedes. Yo melón. Los voy a mandar a empujar margaritas. No te preocupes. Yo me encargo de Dios. Tú cita a tus clásicos: “Un ser vivo busca ante todo descargar su fuerza; la vida misma es voluntad de poder; el instinto de conservación es sólo uno de los resultados indirectos y más frecuentes de esa verdad”. Y si ésa te sabe mal, recuerda que “el acto surrealista más simple consiste en bajar a la calle y disparar indiscriminadamente sobre la multitud” ¿Nietszche y Breton, jefes de pelotón en Auschwitz? Da que pensar, ¿verdad, dragona? Pues entonces piénsalo, aunque no sea cierto, y piensa por qué, dolorosamente, no es cierto. En todo caso, tú cita a tus clásicos y sé feliz.