Ligeia ríe mucho; pero ése es otro cuento. Tú te mueres de la risa, Elizabeth, dragona.

– ¿Recuerdas cuando lo conociste, dragona?

– No me mires así. Déjame reírme.

– ¿Por qué?

– Es que… bueno, él estaba dormido; Javier quiero decir; había llovido toda la tarde y yo tomé el subway hasta Flushing Meadows y Javier estaba dormido en un motel y yo abrí la puerta, empapada, ¿ves? cubierta con ese impermeable…

– A mí no tienes por qué mentirme, rucasiana.

– ¡No te miento! Estaba acostado y yo entré mojadísima y me detuve en la puerta de la cabina esa en el motel y lo miré.

– O. K., no era el hecho, sino el lugar; porque…

– Esperé a que despertara.

– ¿Toda la noche?

– No, caifanazo. Esperé porque estaba segura de que mi presencia lo despertaría. Me iba a sentir. Tenía que sentirme. Yo creo todo lo que me cuentan. ¿Tú no?

– Depende. A veces me va del carajo.

– Estamos volviéndonos viejos, caifán. Eso es todo.

– Ya sé. I’ll wear the bottoms of my trousers rolled up, etcétera. Bórralo.

– ¿Te molesta? Fíjate que a mí no. Salvo una cosa. Y es que se empieza uno a volver tolerante, pero conscientemente. Conscientemente tolerante, ¿te das cuenta qué horror?

– No me deprimas. Basta de suspenso. ¿Él despertó?

– Sí, él despertó. Y yo me acerqué, con el impermeable mojado y el pelo mojado y las gotas de lluvia en la cara, yo me acerqué a su cama, me acerqué por fin a ese muchacho que conocí en el City College, el extranjero hermoso, caifán, el que nos torturaba a todas obligándonos a imaginar su belleza de un golpe. Y yo les dije a las muchachas, o me dije a mí misma, ya no recuerdo bien: yo voy a ganarme el tiempo necesario para írmelo apropiando poco a poco. Eso me dije. Así fue. No te rías.

– No andes confundiendo mis muecas.

– ¿Por qué te ríes siempre?

– Te lo digo: porque soy enemigo de las soluciones.

– Mañana salimos de viaje.

– ¿A dónde, Elizabeth?

– Vamos a Veracruz. Me hace falta ir al mar.

– ¿Quiénes van?

– Javier y yo.

– ¿Quién más? Mira: no te me aprietes.

– Isabelita.

– ¿Quién más, dragona?

– Bueno, Franz.

– Ya ves.

– Es una solución, ¿no?

– Quizás. Maybe.

– Entonces me hinqué sobre la cama. Y Javier me sonrió. Alargó las manos y me desabotonó el impermeable. Yo no traía más que las pantaletas debajo, ¿ves?

– No. Pero quisiera.

– Y Javier me dijo, “¿Cómo has venido así desde tu casa?”, escandalizado, caifán, de veras, igual que ahora, pero entonces yo dije que era puro, inocente, bueno… no sé qué dije. Estaba temblando, te lo juro…

– ¿Qué sentiste? Dímelo rápido, dragona, o se nos pierde otra vez, rápido…

– Que… que todo iba a pasar rápido, muy veloz, demasiado urgido para…

– ¿Qué? ¿Qué cosa? ¿Cómo lo llamas?

– Oh, el amor, la realidad, la magia, el sueño, da igual, que iba a pasar muy pronto porque todo el mundo lo está solicitando, ¿ves?, las nuevas solicitudes no pueden esperar, los demás no pueden esperar, son muchos, vienen detrás de nosotros, empujando, tienen derecho…

– Sigue, sigue.

– …y la pareja permanece.

– La pareja.

– ¡Sí, la pareja! ¿Sabes? Después de hacer el amor los dos nos lavamos las manos juntos, en el baño del motel. Es cierto. Llenamos la pila de agua y nos enjabonamos las manos y luego las lavamos juntos, rozándonos en el agua tibia y…

– ¿Se vinieron juntos?

– No, esa vez no. Sólo ahora que llevamos muchos años viviendo.

– ¿Y a él qué le dijiste entonces?

– Le agradecí y le dije que no se preocupara, que se entregara, porque la entrega se conserva a sí misma, ¿no es cierto?

– Sí, sí es cierto. ¿Y él qué te contestó?

– Fue muy sincero, caifán. Dijo que me amaba para que su vida no fuera una parodia de la niñez o la adolescencia, algo así. Creo que lo leyó en algún lado. Pero lo dijo sinceramente, esa vez.

– ¿Y tú qué le dijiste?

– “¿Cómo sabes que no me mientes al decir que me amas?”

– ¿Qué te contestó?

– Nada. Volvió a amarme. Seguimos siendo una pareja.

– Una pareja. Pura autocleptomanía.

– Javier quería encontrar una inquietud, ¿cómo se dice?, un trouble, y aferrarse a ella. Quizás yo fui la troublante, o la troubling. Ya no sé en qué idioma hablo.

– Pop-literature, cuatacha, ¿no te das cuenta? O hasta el fondo:

pop lit

– Hablas como con luz neón, caifán.

– Sí, novillera. ¿Dices que en Flushing Meadows?

– ¿Qué qué? N’hombre, aquí a la vuelta, en el camino a Toluca. Me llevó en un taxi destartalado.

– No te metas con los taxis. De eso vive este Niño Dios, con eso me motorizo. Sólo de taxis vive el hombre.

– Te vas a ahogar de puro aire, caifán, de puras palabras.

– ¿Quién eres, novillera?

– Ni creas que me vas a confundir. Guarda los secretos.

– Artaud decía: creemos en el poder absoluto de la contradicción.

– Te puedes ahogar en el aire, te digo…

– Ya es algo. ¿A ti qué te dijo?

– ¿En los courts? Lo que ya sabes. Que me amaba. Que me amaba para no repetir nada del pasado, para que su vida no fuera una parodia…

– ¿Le creíste?

– Bueno, es tierno el profe. Me gustó mucho que después se levantara y se fuera al baño sin ninguna dignidad, ¿sabes?, como todo torpe él, nada hip, ¿me entiendes el calomel?

– Seguro, novillera.

– ¡Más chispa! Me regaló unas pantaletas. Y me obligó a ponerme su trinchera encima y a salir del cuarto, tocar, entrar y verlo haciéndose el dormido y luego, cuando me acerqué a él, me desabotonó y me quitó la trinchera y ahí me quedé en pantaletas. Me amó y nos dormimos.

– Y el pensamiento se adelgaza, los sueños se sacan filo a sí mismos.

– ¿Cómo sabes?

Tú descendías hacia el automóvil. Javier recitó el poema de Gaspara Stampa. Te miró, pero tú sólo mirabas el paso de los hombres con pantalones bordados de oro, sentada en un café de Heraklión. Él te refirió a las Elegías de Duino para que recordaras. ¿No te asombró la circunspección del gesto humano en las estelas áticas? Tú dijiste, sentada, bebiendo el café turco, que allí todo tenía un nombre o un símbolo, al contrario de lo que pasaba en América, y que por eso querías venir y sentarte en un café a ver los rostros curtidos de estos hombres que sabían los nombres de todas las cosas. Javier te apretó la mano y dijo que él había venido a buscar ese gesto de las estelas, porque eran la evidencia de una manera de actuar, la única evidencia visible que quedaba. Podía deducir de los libros -te dijo- una manera de pensar, de nombrar, pero quería ver cómo se movían, cómo alargaban una mano, cómo mantenían la cabeza. Quería saber por qué esa circunspección podía contener toda la pasión. Dijo que quería que su juventud aprendiera esa lección que, primero, estaría en la arquitectura, donde la forma, inmediatamente, es el contenido, sin necesidad de ornamento o comentario, igual que la tragedia es literatura arquitectónica: es su apariencia. Las mujeres gordas y canosas, vestidas con batas floreadas, gritaban de balcón a balcón y ustedes vieron las máscaras de oro de Micenas, esos soles funerarios que fijan un tercer rostro, intermediario entre la vida y la muerte, que sería el único rostro que otros nos obsequian, el único homenaje posible al muerto: entender que entre su rostro vivo y su rostro muerto hay otro que los contiene a ambos, los representa aquí y allá; y fueron a ver a los niños muertos cubiertos de lámina de oro y los esbozos en mármol de las Cicladas, con los senos altos, la figura simplísima, delgada, angulosa, blanca, sin decorado, que contrastaban con las mujeres caderonas de Egina, de manos firmes sobre las rodillas pesadas, o con las Cariátides colocadas por los hombres en la posición fija de sostener pero que escapan a su destino gracias a esa mirada ciega y lejana que mira para siempre a otra parte, fuera del texto concebido para su fijación eterna, fuera del marco del Acrópolis, más allá del paso inmediato que sus piernas adelantadas están a punto de dar, hacia otro tiempo, porque el de su creación ya ha sido vencido por ellas mismas y les pertenece para siempre.