Llueve como llovió toda la vida, yo no recuerdo otra lluvia, ni otro color, ni otro silencio, llueve con lentitud, con mansedumbre, con monotonía, llueve sin principio ni fin, se dice que las aguas vuelven siempre a sus cauces y no es verdad, oigo cantar de nuevo al mirlo pero su canto es diferente y no del todo afinado y armonioso, es un poco más triste y opaco, parece que sale de la garganta de un pájaro fantasmal, de un pájaro enfermo del alma y de la memoria, pudiera ser que el mirlo estuviese más viejo y desilusionado, hay algo distinto en el aire, se conoce que algunos hombres dejaron ya de respirar, por estos montes rodaron cabezas y vilezas pero también lágrimas, muchas lágrimas, la tierra es del mismo color que el cielo, también de la misma noble y nostálgica materia, y la raya del monte se borra detrás de la lluvia silenciosa, el verde blando y el gris ceniciento y blando sirven de cobijo a la raposa y al lobo, la guerra no estranguló al lobo, no acabó con el lobo, no mató al lobo, la guerra fue del hombre contra el hombre y su figura alegre, ahora la silueta del hombre es triste y está como avergonzada, no lo veo del todo claro pero para mí tengo que la guerra la perdió el hombre, ese doloroso animal en mala ventura, ese amargo animal que no escarmienta. Si alguien pidiera paz, piedad y perdón, nadie le haría caso, la victoria es embriagadora, también envenenadora, la victoria acaba confundiendo al victorioso y adormeciéndolo, Raimundo el de los Casandulfes está algo desmejorado, la señorita Ramona le dice,

– Pronto volverás a estar fuerte y bien, no lo dudes, lo importante es haber llegado vivo al final.

Cuando se hace un silencio los españoles dicen que pasa un ángel y los ingleses que ha nacido un pobre. Raimundo el de los Casandulfes tarda unos momentos en contestar.

– Eres muy buena conmigo, Moncha, ¿tú crees que estoy vivo como antes, vivo del todo?

– Sí, Raimundo, del todo, vivo del todo, ya lo verás dentro de pocos días.

Robín Lebozán le regala a Raimundo el de los Casandulfes una botella de whisky.

– A lo mejor es la única que hay en toda Galicia, acaba de traérmela el mayor de los Venceás de Portugal, guárdala bien.

Fue un error encargar el ajuste de cuentas al cuerpo jurídico, lo hubiera hecho mejor la infantería, más rápido y clemente, alguna pifia no importa, en la Eneída se lee que los dioses también marran el abrazo, tampoco algún desmán hubiera importado, lo grave no es la confusa violencia del valeroso putero y bebedor que se sabe jugar la vida con elegancia y con desprecio sino la del cobarde administrativo, cobarde escalafonario, que sólo sabe ganarla con cautelosa avaricia, es un tipo repugnante y baboso, lo malo es la fría y mantenida violencia de la mediocridad empapelando el lozano chorro de la vida, esto no es la justicia y sí la careta del carnaval de los mudos, es peor la polilla de la covachuela que la bestia del monte, es más ruin y vengativa, entonces el hombre se desorienta, se desquicia y cae, no se aburre y huye y se mata, no, sino que se asusta y se encoge y languidece, se está haciendo lo más amargo y torpe, se está dando pábulo a la necedad y al reglamento, no tienes más que leer el periódico para enterarte, esto no es justo ni gallardo, la justicia es aún un sueño muy poco maduro y la gallardía se quedó en triste flor ajada por el balduque: a las seis de la mañana del día de ayer, en cumplimiento de las setenta y tres sentencias de muerte dictadas por el consejo de guerra celebrado el jueves, etc.

– Esto fue como una sacudida, Moncha, y yo aún veo borroso, a lo mejor tardo algún tiempo en ver claro.

– No pienses en eso. No abras la botella de whisky, guárdala y la vas bebiendo solo, voy a hacerte una media combinación, y a ti también, Robín, claro.

A Raimundo el de los Casandulfes le gusta la media combinación, vermut rojo y ginebra, a partes iguales, unas gotas de bitter, una hojita de yerbabuena y una guinda.

– Lo que no tengo es hielo.

– No te preocupes, lo enfriaremos con buena voluntad.

Raimundo el de los Casandulfes con la media combinación se olvida de sus negras desesperanzas.

– En La Coruña, en el café América y en el Náutico, era mucha costumbre tomar medias combinaciones, el América estaba en la calle Real, según se entra a la izquierda, había que tener cuidado con don Óscar, yo solía ir con mis primos y a veces con Amparito, ¡qué buena chica era Amparito!, yo debería volver a La Coruña a verla, a lo mejor tiene novio, lo más probable es que tenga novio.

Benicia no sabe ni leer ni escribir ni tampoco lo necesita para nada, yo no estoy demasiado seguro de que esto de leer y escribir pueda servir para algo, Benicia tiene los pezones como maiolas y, con el tiempo por medio, tampoco demasiado, la risa le va volviendo a la cara.

– Benicia.

– Mande, don Raimundiño.

– Vete al comercio y tráeme mixtos y papel de escribir.

– ¿Y sellos?

– Sí, también, tráeme tres o cuatro.

– ¿Los quiere de Isabel la Católica o del Caudillo?

Raimundo el de los Casandulfes sonrió.

– De los que tengan, puñetera, de los que tengan.

Este año no va mucha gente a la romería de Nosa Señora do Corpiño en Santa Baia, más allá de Lalín, éste es un año de muertos ignorantes, de presos atónitos y de nómadas con la brújula del corazón partida, este año van menos endemoniados y más guardiaciviles, se conoce que nos cambian las costumbres, también van menos feriantes y gaiteiros.

– ¿Se puede tocar la gaita?

– Mientras sea de día, sí.

Debajo de un carballo cumplido una roseira golpea con el rosario a un mozo inocente para que vomite el demonio.

– ¡Porco, que quéreste quedar co demo dentro! ¡Bótao fora! ¡Satanás, demo cabrón, sal pra fora do corpo de este homiño!

Raimundo el de los Casandufes se aburre, todo lo ve un poco extraño y artificial y, claro es, se aburre.

– ¿Nos vamos, Moncha? Para mí que en Galicia ha perdido los papeles hasta el meigallo, ¿por qué no habremos nacido cien años antes o después?

Por el camino de vuelta, Raimundo el de los Casandulfes fue casi todo el tiempo mustio y en silencio, van en un viejo Essex que la señorita Ramona compró a un portugués, el Packard negro y solemne y el Isotta-Fraschini blanco y elegante se los requisaron al comenzar la guerra y no volvió a verlos nunca más, a alguien habrán servido.

– ¿En qué piensas?

– En nada, ya ves, iba dándole vueltas en la cabeza a una idea que no me gusta.

Llueve con cortesía, amor y serenidad sobre el campo verde y desierto, sobre el centeno y el maíz, a lo mejor llueve sin galana cortesía, ni rendido amor, ni mansa y benevolente serenidad, a lo mejor llueve a golpes y súbitos arrebatos porque también a la lluvia le han robado su aire, Raimundo el de los Casandulfes, sentado al lado de la señorita Ramona, vuelve a hablar, quizá con desgana.

– España es un cadáver, Moncha, no quiero pensarlo pero me da mucho miedo que sea un cadáver, lo que no sé es el tiempo que tardaremos en enterrarlo, ¡ojalá me equivoque!, ¡ojalá no esté muerta sino desmayada y pueda despertar! España es un hermoso país, Moncha, que salió mal, ya sé que esto no se puede decir, pero, ¡qué quieres!, a los españoles casi ni nos quedan ánimos para vivir, los españoles tenemos que hacer enormes esfuerzos y también tenemos que gastar muchas energías para evitar que nos maten los otros españoles.

La señorita Ramona y Raimundo el de los Casandulfes llegaron a la aldea antes de la puesta del sol.

– Déjame en casa, Moncha, estoy cansado y voy a acostarme sin cenar.

– Como quieras.

La vida sigue al lado de la muerte, se conoce que es la ley de Dios, otros le llaman inercia y otros ni siquiera la ven pasar, ni a la vida ni a la muerte.

– Estás un poco pálida, Nunciña, tienes mala color.

– Sí, llevo tres o cuatro días durmiendo mal, no sé lo que me pasa, a lo mejor es que se me tuerce la regla.