La orquesta siguió mucho tiempo donde Angélica Mercedes. Nadie hubiera creído que un día se iría a tocar a la ciudad. Pero así fue y, al principio, los mangaches censuraron esa deserción. Después comprendieron que la vida no era como la Mangachería, cambiaba. Desde que comenzaron a abrirse casas de habitantas, las propuestas llovían sobre la orquesta y hay tentaciones que no se resisten. Además, aunque se fueran a tocar a Piura, don Anselmo, el Joven y Bolas siguieron viviendo en el barrio y tocando gratis en todas las fiestas mangaches.

Esta vez se puso feo de veras: la orquesta dejó de tocar, los inconquistables se quedaron inmóviles en la pista, sin soltar a sus parejas, mirando a Seminario y el Joven Alejandro dijo:

– Ahí comenzó verdaderamente la desgracia, porque ahí salieron a relucir los cachorritos.

– ¡Borracho! -gritó la Selvática-. Los provocaba todo el tiempo. Bien hecho que se muriera. ¡Abusivo!

El sargento soltó a la Sandra, dio un paso, ¿creía que estaba hablando a sus sirvientes, señor?, y Seminario, atorándose, así que eres respondoncito, también dio un paso, ¡so pedazo de!, otro, su formidable silueta onduló en las tablas bañadas de luz azul, verde y violeta y se detuvo de golpe, la cara llena de asombro. La carcajada de la Sandra se volvió chillido.

– Lituma lo estaba apuntando con la pistola -dijo la Chunga-. La sacó tan rápido que nadie se dio cuenta, como un jovencito en las de cowboys.

– Tenía derecho -balbuceó la Selvática-. No podía rebajarse más.

Inconquistables y habitantas se habían corrido hacia el bar, el sargento y Seminario se medían con los ojos. A Lituma no le gustaban los matones, señor, no le hacían nada y él los trataba como a sirvientes. Lo sentía, pero no se iba a poder, señor.

– No me eches el humo a la cara, Bolas -dijo la Chunga.

– ¿Y él también sacó su revólver? -dijo la Selvática.

– Sólo se pasaba la mano por la cartuchera -dijo el Joven-. Le hacía cariños como a un cachorrito.

– ¡Tenía miedo! -exclamó la Selvática-. Lituma le bajó los humos.

– Creí que ya no había hombres en mi tierra -dijo Seminario-. Que todos los piuranos se habían amujerado y amariconado. Pero todavía queda este cholo. Ahora sólo te falta ver quién es Seminario.

– Por qué tendrán siempre que pelearse, por qué no pueden vivir en paz y disfrutar juntos -dijo don Anselmo-. Qué linda sería la vida.

– Quién sabe, maestro -dijo el joven-. A lo mejor sería aburridísima y más triste que ahora.

– Le has quitado todas las gracias de una sola, primo -dijo el Mono-. ¡Bravo!

– Pero no te fíes, coleguita -dijo Josefino-. A la primera que te descuides saca su revólver.

– No sabes quién soy -repetía Seminario-. Por eso te empalas, cholito.

– Usted tampoco sabe quién soy yo -dijo el sargento-. Señor Seminario.

– Si no tuvieras esa pistola, no serías tan empalado, cholito -dijo Seminario.

– La cosa es que la tengo -dijo el sargento-. Y a mí nadie me trata como a su sirviente, señor Seminario.

– Y entonces la Chunga vino corriendo y se les puso en medio. ¡Eres más valiente! -dijo el Bolas.

– ¿Y ustedes por qué no la atajaron? -la mano del arpista hizo una tentativa para tocar a la Chunga, pero ella se replegó en el asiento y los dedos del viejo sólo la rozaron-. Estaban armados, Chunguita, era peligroso.

– Ya no, porque habían comenzado a discutir -dijo la Chunga-. Uno viene aquí a divertirse, nada de peleas. Hagan las paces, vengan al mostrador, tómense una cerveza, la casa invita.

Obligó a Lituma a guardar el revólver, hizo que se estrecharan la mano y los llevó al bar, cogidos del brazo, debía darles vergüenza, se portaban como churres, ¿sabía lo que eran?, un par de cojudos, a ver, a ver, a que no sacaban sus pistolitas y la mataban a ella y ellos se rieron, Chunga, Chunguita, mamita, reinita cantaban los inconquistables.

– ¿Se pusieron a tomar juntos a pesar de los insultos? -dijo la Selvática, asombrada.

– ¿Te lamentas por lo que no se balearon de una vez? -dijo el Bolas-. Qué mujeres, cómo les gusta la sangre.

– Pero si la Chunga los había invitado -dijo el arpista-. No podían desairarla, muchacha.

Bebían acodados en el mostrador, muy amigos, y Seminario le pellizcaba los cachetes a Lituma, era el último macho de su tierra, cholito, todos los demás rosquetes, cobardes, la orquesta inició un vals y el racimo humano del bar se desgranó, inconquistables y habitantas invadieron la pista de baile, Seminario le había quitado el quepí al sargento y se lo probaba, ¿qué tal se veía, Chunga?, no tan horrible como este cholo, seguro, pero no te enojes.

– Será un poco gordo, pero no es horrible -dijo la Selvática.

– De joven era delgado como el joven -recordó el arpista-. Y un verdadero diablo, peor todavía que sus primos.

– Pegaron tres mesas y se sentaron juntos -dijo el Bolas-. Los inconquistables, el señor Seminario, su amigo y las habitantas. Parecía que todo se había arreglado.

– Se notaba que era cosa forzada y que no iba a durar -dijo el Joven.

– Nada de forzada -dijo el Bolas-. Estaban contentísimos y el señor Seminario hasta cantó el himno de los inconquistables. Después bailaron y se hacían bromas.

– ¿Lituma bailaba siempre con la Sandra? -dijo la Selvática.

– Ya no me acuerdo por qué comenzaron a discutir de nuevo -dijo la Chunga.

– Por eso de la hombría -dijo el Bolas-. Seminario estaba dale que dale con el tema, que ya no había hombres en Piura, y todo para alabar a su tío.

– No hables mal de Chápiro Seminario que era un gran hombre, Bolas -dijo el arpista.

– En Narihualá se cargó a tres ladrones a puñetazo limpio y los trajo a Piura amarrados del pescuezo -dijo Seminario.

– Apostó con amigos que todavía podía y se vino aquí y ganó la apuesta -dijo la Chunga-. Al menos, es lo que dijo la Amapola.

– No hablo mal de él, maestro -dijo el Bolas-. Pero ya resultaba cargante.

– Un piurano tan grande como el almirante Grau -dijo Seminario-. Vayan a Huancabamba, Ayabaca, Chulucanas, de todas partes salen cholas orgullosas de haber dormido con mi tío Chápiro. Tuvo lo menos mil bastardos.

– ¿No sería mangache? -dijo el Mono-. En el barrio hay muchos tipos así.

Y Seminario se puso serio, tu madre será mangache, y el Mono por supuesto y a mucha honra, y Seminario, furibundo, Chápiro era un señor, sólo iba a la Mangachería de cuando en cuando, a tomar chicha y a tirarse una zambita, y el Mono dio un manotazo en la mesa: ya estaba ofendiendo de nuevo, señor. Todo iba muy bien, como entre amigos, y de repente él comenzaba a insultar, señor, a los mangaches les dolía que hablaran mal de la Mangachería.

– Siempre se venía de frente donde usted el viejecito, maestro -dijo el Joven-. Con qué sentimiento lo abrazaba. Parecía el encuentro de dos hermanos.

– Nos conocimos hace muchísimo tiempo -dijo el arpista-. Yo lo quería a Chápiro, me dio una pena enorme cuando se murió.

Seminario se paró, eufórico: que la Chunga cerrara la puerta, esta noche serían los dueños, sus rozos estaban cargados, que viniera el arpista a hablar de Chápiro, qué esperaban, cargados de algodón, que trancaran la puerta, él pagaba.

– Y a los clientes que venían a tocar, los espantaba el sargento -dijo el Bolas.

– Ésa fue la equivocación, no debieron quedarse solos -dijo el arpista.

– No soy adivina -dijo la Chunga-. Cuando los clientes pagan, se les da gusto.

– Por supuesto, Chunguita -se excusó el arpista-. No lo decía por ti, sino por todos nosotros. Claro que nadie podía adivinar.

– Las nueve, maestro -dijo el joven-. Le va a hacer daño, déjeme ir a buscar un taxi de una vez.

– ¿De veras que usted y mi tío se trataban de tú? -dijo Seminario-. Cuénteles a éstos algo de ese gran piurano, viejo, de ese hombre como no habrá otro.

– Los únicos hombres que quedan, están en la Guardia Civil -afirmó el sargento.