La orquesta nació donde Patrocinio Naya. El joven Alejandro y el camionero Bolas iban a almorzar allí, encontraban a don Anselmo que se estaba levantando y, mientras Patrocinio cocinaba, los tres se ponían a conversar. Dicen que el joven fue el primero en hacerse su amigo; él, que era tan solitario como don Anselmo, también músico y triste, vería en el viejo un alma gemela. Le contaría su vida, sus penas. Después de comer, don Anselmo cogía el arpa, el Joven la guitarra y tocaban: Bolas y Patrocinio los oían, se emocionaban, aplaudían. A veces, el camionero los acompañaba tocando cajón. Don Anselmo aprendió las canciones del Joven y comenzó a decir «es un artista, el mejor compositor mangache», y Alejandro «no hay arpista como el viejo, nadie lo gana», y lo llamaba maestro. Los tres se volvieron inseparables. Pronto corrió la voz en la Mangachería que había una nueva orquesta y, a eso del mediodía, las muchachas venían a pasear en grupo frente a la choza de Patrocinio Naya para escuchar la música. Todas miraban al Joven con ojos lánguidos. Y un buen día se supo que Bolas había dejado la Empresa Feijó, donde estuvo de chofer diez años, para ser artista, igual a sus dos compañeros.

En ese tiempo Alejandro era joven de verdad, tenía el pelo retinto, muy largo, crespo, la piel pálida, los ojos hondos y desconsolados. Era delgado como una cañita y los mangaches decían «no se tropiecen con él, al primer encontrón muere». Hablaba poco y despacio, no era mangache de nacimiento sino de elección, como don Anselmo, Bolas y tantos otros. Había sido de familia principal, nacido en el Malecón, educado en el Salesiano y estaba por viajar a Lima para entrar a la universidad, cuando una muchacha de buena familia se fugó con un forastero que pasó por Piura. El joven se cortó las venas y estuvo muchos días en el hospital, entre la vida y la muerte. Salió de allí decepcionado del mundo y bohemio: pasaba las noches en blanco, bebiendo, jugando a las cartas con gente de lo peor. Hasta que su familia se cansó de él, lo echó y, como tantos desesperados, naufragó en la Mangachería y aquí se quedó. Comenzó a ganarse la vida con la guitarra, en la chichería de Angélica Mercedes, pariente del Bolas. Así conoció al camionero, así se hicieron hermanos. El joven Alejandro tomaba mucho, pero el alcohol no lo incitaba a pelear ni a enamorar, sólo a componer canciones y versos que referían siempre una decepción y llamaban a las mujeres ingratas, traidoras, insinceras, ambiciosas y castigadoras.

Desde que se hizo amigo del Bolas y del joven Alejandro, el arpista cambió de costumbres. Se volvió hombre dulce y su vida pareció ordenarse. Ya no ambulaba como un alma en pena todo el santo día. En las noches iba donde Angélica Mercedes, el Joven lo urgía a tocar y hacían dúos. Bolas entretenía a los parroquianos con anécdotas de sus viajes y, entre pieza y pieza, el viejo y el guitarrista se reunían con Bolas en una mesa, bebían un trago, charlaban. Y cuando Bolas estaba chispado, los ojos llenos de estrellas, se sentaba ante un cajón o cogía una tabla y les llevaba el compás, hasta cantaba con ellos y su voz, aunque ronca, no sonaba mal. Era un hombrón el Bolas: espaldas de boxeador, manos enormes, frente minúscula, una boca como un embudo. En la choza de Patrocinio Naya, don Anselmo y el guitarrista le enseñaron a tocar, le afinaron el oído y las manos. Los mangaches espiaban entre las cañas, veían enfurecerse al arpista cuando Bolas perdía el compás, olvidaba la letra o soltaba un gallo, y escuchaban al Joven Alejandro instruir melancólicamente al camionero sobre las misteriosas frases de sus canciones: ojos de rosicler, celajes rubios de amanecer, veneno que regaste un día, malvada mujer, con tu querer, en mi dolido corazón.

Era como si la cercanía de esos dos jóvenes, hubiera devuelto a don Anselmo el gusto de la vida. Ya nadie lo encontraba durmiendo a pierna suelta en la arena, ya no andaba como los sonámbulos, y hasta su odio contra los gallinazos disminuyó. Siempre iban juntos los tres, el viejo entre el Joven y Bolas, abrazados como churres. Don Anselmo parecía menos sucio, menos harapiento. Un día los mangaches lo vieron estrenar un pantalón blanco, y creyeron que era regalo de Juana Baura, o de alguno de esos viejos principales que al encontrarlo en una chichería lo abrazaban y le invitaban un trago, pero había sido un obsequio de Bolas y el Joven por la Navidad.

Fue por esa época que Angélica Mercedes contrató a la orquesta de manera formal. Bolas se había conseguido un tambor y unos platillos, los manejaba con habilidad y era incansable: cuando el joven y el arpista abandonaban el rincón para mojarse los labios y entonar el cuerpo, Bolas seguía, ejecutaba solos. Tal vez fuera el menos inspirado de los tres, pero era el más alegre, el único que se permitía de cuando en cuando una canción de humor.

De noche tocaban donde Angélica Mercedes, de mañana dormían, almorzaban juntos en casa de Patrocinio Naya y allí ensayaban en las tardes. En el ardiente verano se iban río arriba, hacia el Chipe, se bañaban y discutían las nuevas composiciones del Joven. Se habían ganado el corazón de todos, los mangaches los tuteaban y ellos tuteaban a grandes y chicos. Y cuando la Santos, comadrona y abortera, se casó con un municipal, la orquesta vino a la fiesta, tocó gratis y el Joven Alejandro estrenó un vals pesimista sobre el matrimonio, que ofende al amor, lo seca y quema. Y, desde entonces, en cada bautizo, confirmación, velorio o noviazgo mangache, la orquesta tocaba infaliblemente y de balde. Pero los mangaches les correspondían con regalitos, invitaciones, y algunas mujeres llamaron a sus hijos Anselmo, Alejandro, hasta Bolas. La fama de la orquesta se consolidó y esos que se llamaban inconquistables la propagaron por la ciudad. A casa de Angélica Mercedes acudían principales, forasteros y, una tarde, los inconquistables trajeron a la Mangachería a un blanco vestido de chasqui, que quería dar una serenata. Vino a buscar a la orquesta de noche, en una camioneta que levantó polvo. Pero a la media hora regresaron los inconquistables, solos: «El padre de la muchacha se calentó, llamó a los cachacos, se los han llevado a la comisaría». Los tuvieron presos una noche y, a la mañana siguiente, don Anselmo, el joven y Bolas volvieron contentos; habían tocado para los guardias y éstos les invitaron café y cigarrillos. Y, poco después, ese mismo blanco se robó a la muchacha de la serenata, y cuando regresó con ella para el matrimonio, contrató a la orquesta para tocar en la boda. De todas las chozas venían mangaches donde Patrocinio Naya, para que don Anselmo, el Joven y Bolas pudieran ir bien vestidos. Unos prestaban zapatos, otros camisas, los inconquistables proporcionaron trajes y corbatas. Desde entonces fue costumbre que los blancos contrataran a la orquesta para sus fiestas y sus serenatas. Muchos conjuntos mangaches se deshacían y rehacían luego con nuevos miembros, pero éste siguió siendo el mismo, no creció ni disminuyó, y don Anselmo tenía blancos los pelos, curva la espalda, arrastraba los pies, y el joven había dejado de serlo, pero su amistad y su sociedad se conservaban intactas.

Años después murió Domitila Yara, la santera que vivía frente a la chichería de Angélica Mercedes, Domitila Yara la beata siempre vestida de negro, rostro velado y medias oscuras, la única santera que nació en el barrio. Pasaba Domitila Yara y los mangaches, arrodillados, le pedían la bendición: ella musitaba unos rezos, los persignaba en la frente. Tenía una imagen de la Virgen, con cintas rosadas, azules y amarillas que hacían de cabellera, y forrada en papel celofán. Pendían de la imagen unas flores de alambre y serpentina y, bajo el corazón lacerado, se veía una oración escrita a mano, encarcelada en un marquito de lata. La imagen se mecía en la punta de un palo de escoba y Domitila Yara la llevaba siempre consigo, en alto, como un gallardete. Donde había partos, muertes, enfermedades, desgracias, acudía la santera con su imagen y sus rezos. De sus dedos apergaminados, colgaba hasta el suelo un rosario de cuentas enormes como cucarachas. Decían que Domitila Yara había hecho milagros, que hablaba con santos y, en las noches, se azotaba. Era amiga del padre García y solían pasear juntos, lentos y sombríos, por la plazuela Merino y la avenida Sánchez Cerro. El padre García vino al velorio de la santera. No podía entrar, a empellones apartaba a los mangaches amontonados frente a la choza, y ya renegaba cuando consiguió llegar al umbral. Vio entonces a la orquesta, tocando tristes junto a la muerta. Se enloqueció: desfondó el tambor de Bolas de un patadón y también quiso romper el arpa y arrancar las cuerdas de la guitarra, y, mientras tanto, a don Anselmo, «peste de Piura», «pecador», «fuera de aquí». «Pero padre», balbuceaba el arpista, «le tocábamos en homenaje», y el padre García «profanan una casa limpia», «dejen en paz a la difunta». Y los mangaches acabaron por exasperarse, no era justo, insultaba al viejo por las puras, no permitían. Y al fin entraron los inconquistables, alzaron en peso al padre García y las mujeres pecado, pecado, todos los mangaches se condenarían. Lo llevaron hasta la avenida, debatiéndose en el aire como una tarántula, y los churres que gritaban «quemador, quemador, quemador». El padre García no volvió a pisar la Mangachería y, desde entonces, habla en el púlpito de los mangaches como modelos de malos ejemplos.