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– Me alegro de que haya sido de utilidad para alguien -sonrió mientras se volvía a poner las gafas. Los ojos que había detrás la estudiaron con inteligencia, haciendo que Georgiana se sintiera un poco incómoda, como una estudiante errática que había decepcionado a su maestro. Al final, como si hubiera visto todo lo que debía, Silas se apoyó en los frisos de madera que había a su espalda y observó el desván atestado-. Bertrand se impacienta -manifestó.

– Lo sé. ¡Como si no me enterara de cada vez que sube aquí para aporrear la puerta! -se quejó-. Aunque solo quería inspeccionar los diarios viejos, he estado buscando algunas referencias sobre el paradero del ladrón en los últimos meses, lo cual me lleva más tiempo, por supuesto.

– ¿Sí? -preguntó su tío-. Si investigas tu caso, eres bienvenida a quedarte el tiempo que desees, querida. Pero si solo te estás enterrando en mi desván, ocultándote de otras cosas que cuesta más examinar…

– ¿Qué te ha estado contando Bertrand? -demandó Georgiana, ruborizándose. De algún modo la urgencia que la había presionado para resolver el caso ya no le impulsaba con tanta intensidad, y su propósito otrora claro se veía mezclado con pensamientos del hombre que había empezado a restarle importancia a la investigación.

– Mencionó a un cierto marqués.

– ¡MI ayudante! -protestó ella-. Ashdowne es mi ayudante, nada más -apartó la vista de la mirada penetrante de su tío, recogió un periódico y, sin ver, clavó los ojos en él.

– Muy bien, entonces. Pero, ¿quieres aceptar el consejo de un anciano?

– Desde luego -se sintió culpable después de todo lo que su tío abuelo había hecho por ella.

– Bien -esbozó una sonrisa gentil-. No cometas el mismo error que yo y te sumerjas tanto en tus estudios y proyectos para olvidar a las personas -cuando ella lo miró desconcertada, rió con suavidad-. He tenido una buena vida y la he disfrutado, pero tu abuelo realizó la mejor elección. Tuvo a Lucinda y a tu madre y a los nietos… -calló y puso una expresión melancólica que sorprendió a Georgiana.

– ¡Pero todos son tan tontos! -protestó ella.

– Ah, pero la familia es la familia, sin importar lo tonta que sea, y una fuente de gozo para un viejo. Si entierras la nariz en los libros, periódicos o casos, te perderás mucho de la vida -advirtió-. Eres una joven hermosa, Georgiana, y no querría que terminaras como yo, sola -se puso de pie y se dirigió a la puerta-. Por ahora te dejaré con tu investigación.

Aturdida, Georgiana miró en su dirección. Jamás había creído que Silas envidiara a su abuelo, en especial ya que siempre se había quejado de la presencia de los niños por doquier durante las visitas que le hacían. Movió la cabeza.

De una forma sinuosa, ese pensamiento condujo a Ashdowne y se sintió un poco culpable por no haber sido del todo sincera con su tío. Era más que su ayudante, pero, ¿qué? Esa era la pregunta que había estado tratando de evitar, y como si sus pensamientos hubieran invocado su nombre, clavó la vista en la página que tenía delante, donde el marqués era mencionado.

Una tal lady C, bien conocida por su presencia en los salones de cartas, le ganó una asombrosa cantidad de dinero a la marquesa de Ashdowne durante la fiesta que anoche celebró lady Somerset. Se supone que su cuñado se ha comprometido a pagar la deuda, mientras la joven ha abandonado la ciudad con la lección aprendida.

– ¡Tío! ¡Escucha esto! -llamó, leyéndole el artículo en voz alta mientras él estaba en la puerta.

– Hmm. Parece que tu ayudante conoce la reputación dudosa de lady Culpepper.

– Qué raro. Jamás mencionó nada al respecto -musitó Georgiana.

Tampoco le había mencionado a su cuñada. ¿Le molestaría a Ashdowne pagar una deuda que él no había contraído, en especial cuando se rumoreaba que la dama en cuestión hacía trampas con las cartas? Sin embargo, esas pérdidas no eran poco frecuentes, y quizá el marqués no notaría siquiera una cantidad “asombrosa”.

Luchó contra una sensación inquietante, como si hubiera muchas más cosas que resolver entre Ashdowne y ella de las que había llegado a considerar, y de pronto tuvo la necesidad de oír sus comentarios. En vez de solucionar el caso a su satisfacción, los días de estudio la dejaron con una sensación de asuntos inconclusos. Pero era evidente que permanecer entre los periódicos no la acercaría a la conclusión de la investigación. Ya era hora de dejar de esconderse.

– ¡Espérame, tío! Voy -dijo por encima del hombro mientras recogía las listas y los mapas. Necesitaría todas las pruebas para convencer al señor Jeffries de que Savonierre no solo era el ladrón, sino El Gato en persona. Se aferró a la teoría con una ferocidad alimentada por la desesperación. Tenía que ser Savonierre.

Cualquiera menos Ashdowne.

Atenta a las advertencias de su tío, Georgiana saludó a su familia con un nuevo entusiasmo, a pesar de que las risitas de sus hermanas la crisparon y apenas pudo soportar las burlas bienintencionadas de su padre. Según él, un determinado marqués se había quedado desconcertado por su partida, presentándose en más de una ocasión en la casa. Al oír la noticia se sintió desgarrada entre el júbilo y la incredulidad, ya que si Ashdowne se hallaba ocupado con su cuñada, ¿por qué iba a notar su ausencia?

Pero la había notado, ya que al poco tiempo de regresar se presentó para invitarla a dar un paseo. Aunque por fuera se lo veía tan elegante y sereno como siempre, Ashdowne no era el mismo, ya que Georgiana percibía que algo bullía bajo la superficie de su expresión educada, una tensión que nunca antes había sentido en él. ¿Habría descubierto una pista importante? ¿O quería despedirse antes de volver a la mansión con su cuñada?

Cuando al fin lograron escapar de sus hermanas con la ayuda evidente de su padre, Georgiana no supo si quería estar a solas con su ayudante.

Durante largo rato caminaron en silencio, por lo que ella se preguntó para que la había invitado. Intentaba serenar los pensamientos para decir algo, cualquier cosa, cuando al fin él dijo:

– Podrías haberme comentado que te ibas de Bath -la voz áspera hizo que sus palabras sonaran como una acusación, sorprendiéndola.

– Quería realizar algunas investigaciones en la casa de mi tío abuelo -explicó.

– ¿Ese en quien no se puede confiar para que te escolte por Londres?

– Bueno, sí, pero ni siquiera salimos de la casa. Dediqué todo mi tiempo a repasar periódicos viejos.

– ¿periódicos viejos? -mostró escepticismo, lo que obligó a que ella se detuviera y le mirara a la cara.

– Sí, periódicos viejos. ¿Qué diablos te sucede?

– Supuse que podría dar por hecho que me notificarías tus movimientos. Según recuerdo, hace tres días debíamos encontrarnos en el Pump Room, pero no apareciste. ¿Has llegado a pensar que podría estar preocupado por ti?

Se ruborizó al recordar su cobardía cuando lo vio con su hermosa pariente.

– Bueno, yo… en realidad no se me ocurrió que lo pudieras notar -musitó.

– No pensaste que lo notaría -repitió con calma mortal, al tiempo que enarcaba las cejas. Georgiana tuvo la creciente sospecha de que estaba enfadado, quizá incluso furioso.

– Te pido disculpas. Debería haberte dicho que me marchaba, pero la idea se me ocurrió de repente -lo cual era verdad-. ¡He tenido la revelación más asombrosa sobre el caso!

– ¡El caso!

Aunque no habría considerado que fuera posible, la expresión de Ashdowne se tornó más ominosa.

– Vaya, sí. Es magnífico, y supongo que tendría que habértelo notificado de inmediato, ya que eres mi ayudante…

– Tu ayudante -repitió con un brillo de virulencia tan inusitado en los ojos, que Georgiana no fue capaz de entender.

– Sí -convino, no preparada para la emoción descarnada que parecía emanar de él. Acostumbrada a tratar con hechos y lógica, hacía poco había empezado a comprender sus propios sentimientos y le costaba justificar la súbita ferocidad de Ashdowne.