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De pronto Georgiana se detuvo, y cuando él bajó la vista la vio arrodillada con la cara a unos centímetros de su erección. Contuvo el aliento y le lanzó una advertencia con la mirada, pero ella no le prestó atención, ya que se adelantó y plantó un beso en la punta.

¿Dónde había aprendido algo así la inocente Georgiana? Tembló con tanta fuerza que tropezó con la cama y cayó sentado sobre su blanda superficie.

– Igual que en el libro -musitó ella, como adivinando lo que pensaba.

Ashdowne tuvo un recuerdo fugaz de los dibujos eróticos que habían visto en los baños antes de que ella trepara sobre su regazo y todos los pensamientos abandonaran su cabeza. Con vehemencia terminó de quitarse los pantalones y las botas.

Consciente de la necesidad de ir despacio, intentó contener su propia urgencia, pero llevaba demasiado tiempo frenando su pasión y tenía a Georgiana a horcajadas. La acercó con el miembro palpitando con insistencia bajo ella y cuando tocó su calor húmedo, soltó un gemido áspero.

– Georgiana… -quiso advertirle, pero ella no dejaba de frotarse contra él.

La aferró con suavidad por las caderas, la hizo bajar y se elevó hacia su fuego lubricado. La oyó soltar un grito suave y luego se sintió en casa, tan excitado en su interior que tembló con la necesidad de verter su simiente. Se quedó dolorosamente quieto mientras le acariciaba la espalda y enterraba la cara en su pelo hasta que sintió que ella alzaba la cara.

– Está bien. Quiero darte placer -susurró.

Cuando la boca de Georgiana se encontró con la suya, abierta y generosa, la cautela abandonó a Ashdowne. La sujetó con fuerza y elevó las caderas, al principio despacio y luego con un ritmo frenético que lo obligó a gruñir y gemir con el cuerpo bañado en sudor y la mente concentrada en la ardiente presión de necesidad que lo impulsó a seguir hasta que estalló con un grito ronco. Los temblores violentos se mitigaron poco a poco y al final cayó de espaldas sobre la cama, con Georgiana aún entre los brazos, dándose cuenta de lo que acababa de hacer.

– Se suponía que no iba a ser así -comentó. Había planeado una iniciación romántica y tierna para su virgen esposa, pero en algún momento ella lo había distraído. Frunció el ceño y abrió los ojos.

– ¿Por qué no? -preguntó ella-. Era tu turno.

– ¿Mi turno? -repitió Ashdowne.

– La última vez, en mi dormitorio, sé que te fuiste sin… -se ruborizó.

– Oh, Georgiana, cariño, eso no significa que tu primera experiencia deba ser así. Debí tomarme mi tiempo -apoyó la mano en su mejilla.

Ella se encogió de hombros y la acción movió sus pechos contra el toroso de Ashdowne, que volvió a contener el aliento.

– Pero tenemos todo el tiempo del mundo para hacer lo que deseemos, incluso las cosas que aparecían en el libro -susurró con una sonrisa que era al mismo tiempo tímida y provocadora.

¡Ese libro! Ashdowne se preguntó si sería su muerte, y el cuerpo se le endureció con una respuesta entusiasmada. Colocó a Georgiana debajo de él y sonrió ante su silueta exuberante. Estaban unidos para siempre. Ella tenía razón, ya que ese solo era el principio. Bajó la boca a su pecho, decidido a descubrir todos sus secretos. No tardó en compensar la falta anterior al encontrar todos los puntos de placer que más le gustaban a ella, junto con un movimiento determinado que le provocó nuevos gritos extasiados.

Cuando al fin se arrebujaron abrazados, demasiado extenuados para moverse, la luna brillaba sobre la cama desarreglada.

– Como dije en una ocasión, Ashdowne, eres un hombre de muchos talentos.

Pasaron los días siguientes en el dormitorio. Cuando Georgiana pudo sacarlo a rastras de la casa para que las doncellas limpiaran y ellos tomaran el aire, se dedicaron a caminar por las calles familiares de Bath y Ashdowne se preguntó si no deberían regresar el verano siguiente. Georgiana interrumpió sus pensamientos al detenerse y tirar de la manga.

– Mira eso -susurró en un tono que él no había oído en cierto tiempo.

– ¿Qué? -escudriñó la zona sin ver nada fuera de lo corriente, aunque no poseía la sensibilidad especial de Georgiana.

– Allí. ¿No ves nada sospechoso en ese hombre con la chaqueta azul? -sin aguardar su respuesta, continuó sin aliento-. ¡Parece que sigue a esa mujer!

– ¿En serio? -sonrió encantado.

– ¡Mira! Ahí va, justo detrás de ella. ¿Crees que deberíamos seguirlo?

Contempló a su esposa y cedió a la siguiente aventura, sabiendo que era la primera de muchas. Se encogió de hombros con abandono.

– ¿Por qué no?

Fin