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– Bueno, quizá yo quiera ser algo más que tu maldito ayudante. Para variar, quizá me gustaría ser un hombre. Tal vez… -giró y alzó las manos-. Oh, demonios. Ni siquiera sé lo que quiero. ¡Desde que te conozco apenas soy capaz de pensar con claridad!

– ¿No quieres ser mi ayudante?

La miró como si tuviera dos cabezas, y luego, como era costumbre en él, soltó una carcajada.

– Georgiana, no sé si estrangularte o arrastrarte a la cama, pero te he echado de menos.

A ella se le caldeó el corazón al oír sus palabras, junto con otras partes del cuerpo que prestaron atención a su amenaza de arrastrarla a la cama. Ashdowne se acercó y Georgiana lo miró con cautela, sin olvidar que se hallaban en la calle.

– Oh, Ashdowne, no deberías decir esas cosas -murmuró.

– ¿Por qué no? -le tomó los dedos y los depositó en su brazo, poniéndose a caminar otra vez.

– Porque no puedo pensar cuando las dices -“y porque me hacen desear cosas que no puedo tener”, añadió mentalmente.

– ¿Y yo sí? -enarcó una ceja.

– Claro que sí. No he hecho ni dicho nada para perturbarte -protestó desconcertada.

– No es necesario. Lo único que tienes que hacer es respirar -frunció el ceño como si considerara algo desagradable-. Solo veo una solución. Un modo para garantizar que en el futuro no vayas a ver tu tío sin informarme.

– Aguarda un momento -protestó ella-. Fui a estudiar el caso -de pronto se dio cuenta de que no le había preguntado nada sobre la investigación-. Por si quieres saberlo, he descubierto algo importante.

– ¿De verdad? -su tono reflejó frustración más que entusiasmo.

– Sí, de verdad, Claro está que si ya no te interesa… comenzó, callando cuando él se detuvo.

– De acuerdo. Háblame de ese gran descubrimiento antes de que explotes.

Sonrió y se acercó más para darle la información que no había compartido con nadie.

– ¡Creo que nuestro ladrón no es otro que El Gato! -susurró, retrocediendo sorprendida. Ashdowne, quien rara vez revelaba lo que sentía, la miró con una expresión próxima al horror-. ¿Has oído hablar de él? -inquirió desconcertada.

– Claro que he oído hablar de él. Pero…

– Entonces debes saber que sus métodos son los mismos que emplearon en el hurto de lady Culpepper -explicó ella.

– No creo…

– ¿Sabes? -lo cortó entusiasmada-, jamás lo apresaron y estoy convencida de que se escondía en el campo a la espera de encontrar un nuevo escenario de acción. ¡Y ese escenario es Bath! -concluyó con voz triunfal.

En contra de lo esperado, Ashdowne no pareció impresionado. De hecho, se frotó la cara con una mano enguantada, como si intentara despertar de una pesadilla.

– Georgiana, no imaginarás que el señor Hawkins es El Gato, ¿verdad? -inquirió exasperado.

– ¡Oh, no! ¡He encontrado un sospechoso aún mejor en el señor Savonierre!

Por desgracia, Ashdowne no dio la impresión de compartir su entusiasmo. La miró con las facciones rígidas.

– No -movió la cabeza-. NO, Georgiana. Esto ha ido demasiado lejos.

– ¿A qué te refieres? -preguntó decepcionada porque no compartiera sus deducciones. Ella sola había establecido las similitudes entre el caso y los de El Gato, y no le importaría recibir una palmada en la espalda por las molestias que se había tomado.

– Ya fue bastante malo perseguir a Whalsey y a Cheever y a ese descarriado vicario, pero Savonierre es peligroso. Debes poner freno a estas tonterías ahora mismo.

– ¿Tonterías? -¿eso era lo que creía de su investigación?- ¿Qué quieres decir? -exigió-. Tú me pediste que te aceptara como mi ayudante, por lo que pensé que eras distinto a los otros hombres. ¡No me digas que eres un hombre condescendiente y arrogante como el resto de tu género!

– No, no lo soy. Te admiro, Georgiana, de verdad, pero pienso que eres demasiado inteligente para tu propio bien. ¡No puedes acusar al hombre más poderoso de este país de ser un ladrón de joyas!

– ¿Y por qué no? Te digo que he dedicado días a rastrear sus movimientos en periódicos antiguos, y siempre estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado.

– Georgiana, eso no significa nada. Estoy seguro de que hay docenas de miembros de la nobleza que van a las mismas galas.

– En realidad no -contradijo, a punto de perder la paciencia. ¿Es que la consideraba estúpida?- De hecho, noté que solo dos personas parecían estar allí donde aparecía El Gato. Una era el señor Savonierre y la otra tú.

Ashdowne la miró fijamente largo rato antes de encogerse de hombros.

– Gratifica saber que mis movimientos son cubiertos con tanto entusiasmo por los periódicos. No obstante, no deberías creer todo lo que lees -ante los ojos de ella pareció transformarse en el Ashdowne del principio, distante e intimidador-. Mi querida joven, eres inteligente, pero poco cosmopolita -añadió con auténtico desdén-. Yo no le daría mucha credibilidad a las apariciones fortuitas presentadas por fuentes poco fiables -aconsejó con tanta arrogancia que ella tuvo ganas de abofetearlo-. En cuanto a El Gato, ha desaparecido. Probablemente muerto y enterrado, abatido mientras robaba. ¿O has descubierto otra cosa? -enarcó una ceja.

– Desde luego, no puedo demostrar que aún esté con vida, pero tú tampoco puedes convencerme de que ha muerto -lo miró perpleja-. ¿Qué es lo que te sucede?

– Supongo que no me gusta que me acusen de ser un vulgar ladrón -repuso con suavidad.

– El Gato no es un ladrón corriente, y yo no te he acusado. Te he dicho que creo que el culpable es Savonierre.

Lejos de parecer apaciguado, su expresión se torno más dura.

– Y yo te he dicho que lo dejes fuera de esto -la tomó por el hombro con fuerza, sobresaltándola-. Si quieres persistir en solucionar este misterio, entonces busca a alguien inofensivo con quien desarrollar tus fantasías. Pero mantente alejada de Savonierre.

¿Fantasías? Se soltó del contacto que otrora había anhelado y que la dejaba aturdida a la espera de sus atenciones y alzó la barbilla.

– ¡No tienes derecho a darme órdenes!

– ¿Ah, no?

Aunque aún mostraba la fachada fría del marqués, ella percibió el torbellino que se agitaba detrás de sus ojos azules, y solo fue capaz de mirarlo desconcertada por su cambio de actitud. Se hallaban tan enfrascados el uno en el otro, que ninguno oyó los pasos que se acercaban hasta que fue demasiado tarde.

– Vaya, vaya, Ashdowne. ¿Es consciente de que se encuentra en público? No sé qué se propone, pero para un espectador casual sin duda da la impresión de que está intimidando a la dama. Vacilo en intervenir, pero mi honor de caballero requiere que lo haga. ¿Hay algo que pueda hacer por usted, señorita Bellewether?

Georgiana tardó un momento en darse cuenta de que ante ella tenía a su principal sospechosos brindándole sus servicios.

– ¡Señor Savonierre! ¡Es usted el hombre al que quería ver! -soltó.

– Qué coincidencia tan afortunada -sonrió levemente-. ¿Quiere que caminemos juntos, entonces? -preguntó, ofreciéndole el brazo.

Se encontraba tan enfadada con su ayudante, que asintió y disfrutó de la expresión indignada que apareció en el rostro de Ashdowne antes de que la ocultara. La había decepcionado y estaba dolida.

– En realidad, la señorita Bellewether y yo manteníamos una conversación privada -anunció Ashdowne, adelantándose como para bloquearles el paso.

Savonierre le lanzó una mirada de absoluta incredulidad. Observó el cuerpo que detenía su marcha y dejó bien claro que sus modales lo irritaban.

– Parece que su conversación ha terminado. ¿Me equivoco, señorita Bellewether?

– No -musitó Georgiana. No tenía nada que decirle a Ashdowne hasta que se sosegara y comenzara a comportarse. Alzó la barbilla y miró a Savonierre.

– Entonces, ¿nos disculpa, Ashdowne?

Durante un prolongado momento ella pensó que el marqués no iba a moverse, que incluso podría llegar a las manos con Savonierre, y en el acto lamentó la postura adoptada, pero muy despacio, con una insolencia que la asombró, Ashdowne se apartó e inclinó levemente la cabeza, lanzándole una mirada de silenciosa acusación.