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No obstante, se apartó a un lado y gimió, tapándose la cara con el brazo. Sería tan fácil tomarla, o incluso satisfacerlos a ambos dejándola aún virgen, aunque se sentía un fraude, como si le hubiera arrebatado la elección que tenía en el asunto. A pesar de lo absurdo que parecía, quería que lo recibiera con los ojos bien abiertos, que le diera la bienvenida, que lo deseara.

Con otro gemido se dio cuenta de que estaba tan loco como ella. Primero había empezado a entenderla, lo cual resultaba bastante alarmante, y en ese momento empezaba a pensar como ella, de un modo tan enrevesado que no tenía sentido para nadie con un poco de sensatez. Soltó una maldición y se levantó para clavar la vista en la ciudad de Bath, sin verla.

– ¿Ashdowne?

Sintió que la mano de ella tiraba de su manga, pero no confiaba en sí mismo para mirarla. ¿Qué observaría en sus ojos? ¿Pasión obnubilada? ¿Rechazo?

– Solo la mano, ¿recuerdas? -repuso con la máxima ligereza que pudo-. Únicamente debía tocarte la mano, nada más -entonces se volvió con expresión en blanco.

– ¿Ashdowne?

Fuera lo que fuera que iba a decirle, se perdió en el viento cuando a sus oídos llegó el sonido de caballos. Ambos miraron hacia el camino, donde un par de caballos negros que tiraban de una especie de carro reconvertido apareció a la vista.

– ¡Ahí estáis!

Ashdowne reconoció los gritos pero no dio crédito a sus oídos. Hacia ellos avanzaban las hermanas de Georgiana en un transporte improvisado conducido por Bertrand,

Dedicó unos momentos a agradecer no encontrarse justo debajo de la falda de su acompañante, inmerso en su magnífico cuerpo. El vehículo se detuvo y las hermanas, que sostenían unos parasoles iguales, los saludaron con sus abanicos y soltaron unas risitas.

– ¡Os buscábamos! -reprendió Araminta, la más estridente-. Por suerte, la señorita Simms dijo que veníais hacia aquí.

– ¡Mamá nos mandó a buscarte! -explicó Eustacia, mirando de reojo a Ashdowne.

Bertrand, como de costumbre, guardaba silencio.

Georgiana, que no se parecía en nada a ninguno, los observó y luego miró a Ashdowne como desgarrada, hasta que él asintió en dirección a su familia.

– Es evidente que te necesitan -indicó, notando el nuevo rubor que se extendió por sus mejillas al pronunciar esas palabras. A pesar de su frustración, tuvo que admirar a su madre, quién evidentemente tenía más sensatez que su marido. Era inteligente al no confiarla a su hija, y también lo fue Georgiana al no entregarse.

– Bueno, supongo que he de irme -aceptó, aunque no parecía entusiasmada con la idea de unirse a sus hermanos. Cuando se acercó para despedirse con cariño, Ashdowne contuvo el aliento-. Esperaba que pudiéramos encontrar al señor Jeffries y comprobar si había proyectado alguna luz sobre el caso -confió.

– Reúnete conmigo en el Pump Room después del almuerzo y veremos lo que podemos hacer -al verla asentir, sonrió.-. Intenta no meterte en problemas sin mí -añadió, tocándole la nariz con gesto afectuoso.

Ella volvió a asentir y después de las despedidas los observó desaparecer colina abajo. En el silencio reinante, suspiró y al ir a recoger la capa de la hierba divisó una pieza de piel. La levantó del suelo y la tocó con cariño.

Era el guante de Georgiana. Lo guardó en el bolsillo y subió al coche. Se dijo que se lo devolvería más tarde, aunque sabía que no lo haría. A pesar de que jamás había sido un sentimental, no tenía intención de entregarle el guante. Frunció el ceño, incapaz de tener más que un solo pensamiento.

Estaba perdido.

Cuando al fin le pareció que había comenzado a concentrarse en la correspondencia, Finn llamó a la puerta, aun cuando tenía orden de no molestarlo.

– Será mejor que se trate de una buena excusa -musitó después de indicarle que pasara.

– Una mujer ha venido a verlo, milord -explicó el irlandés con rostro impasible-. La he hecho pasar al salón, a la espera de recibir sus instrucciones.

Ashdowne, que había dedicado mucho tiempo a pensar en Georgiana, no titubeó y se puso en pie. La había advertido de que no fuera a su residencia, pero jamás le hacía caso. Jamás. Se dirigió al salón y se detuvo en el umbral para evitar que se escapara.

– Será mejor que Bertrand te acompañe, o eres mujer muerta -espetó en voz baja.

Sólo después de que las palabras abandonaran su boca vio el desorden que había en la estancia. Cajas y baúles llenaban el suelo; a un lado había una doncella y la mujer que le daba la espalda se mostró boquiabierta al girar en redondo. Para su horror, comprendió de inmediato que no se trataba de Georgiana, sino de alguien más alto, esbelto y con el pelo oscuro.

Contuvo un juramento y reconoció a Anne, la esposa de su hermano muerto. Lo miraba con los ojos castaños muy abiertos, labios temblorosos y dando la impresión de que podía desmayarse. Conociéndola, supo que era una clara posibilidad, que se apresuró en evitar.

– ¡Anne! Te pido disculpas -en cuanto dio un paso, ella retrocedió, como si la asustara. Por desgracia, la esposa de su hermano consideraba que todo el mundo era aterrador, algo de lo que Ashdowne no pudo disuadirla-. ¿Qué haces aquí? -inquirió al comprender la magnitud de que se hubiera atrevido a emprender un viaje sola. Anne nunca había viajado hasta que él, cansado de su continua presencia en la mansión familiar, la había empujado a que fuera a ver a unos parientes a Londres… con resultados desastrosos. Al regresar a casa había jurado que jamás volvería a marcharse. Y allí estaba, ante su puerta, sin habérselo anunciado. Y al parecer lo lamentaba.

– Oh, sabía que no tendría que haber venido -susurró.

Antes de que Ashdowne pudiera obtener una explicación, estalló en lágrimas y huyó a la carrera, dejando a su doncella para que lo mirara enfadada.

Suspiró cuando la mujer fue tras ella. En vez de ponerse al día con la correspondencia, daba la impresión de que tendría que pasar la mañana tranquilizando a su irritante cuñada. Era uno de los deberes más onerosos que tenía como marqués.

– ¿Y bien? -preguntó Finn al aparecer en el umbral.

– Podías habérmelo advertido -se encogió de hombros y miró con dureza al irlandés.

Miró el reloj y fue hacia las escaleras. En poco tiempo debería reunirse con Georgiana en el Pump Room, y sin importar lo que sucediera en la casa, no podía llegar tarde. Aún había muchas cosas que resolver entre ellos, incluida la aciaga investigación del hurto del collar de lady Culpepper.

Doce

Georgiana temblaba. Iba de un lado a otro de su habitación, sin poder concentrarse. Aunque se había cambiado los guantes varias veces desde que regresó a casa por la mañana, no dejaba de mirarse los dedos trémulos, como si ya no le pertenecieran a ella.

Eran de Ashdowne.

A pesar de que siempre había negado esas tonterías románticas, por dentro se sentía mareada, acalorada y ligera, todos los supuestos síntomas de una mujer que había sucumbido al tipo de agitación emocional a que era propenso su sexo.

Y no solo sus manos. A él le faltaba poco para robarle el corazón.

La absurda atracción que existía entre ellos únicamente podía conducirla a la ruina, por lo que debería ponerle fin.

Pero una cosa era saberlo y otra hacerlo. Continuó andando, sin saber qué paso dar a continuación. Un momento estaba decidida a no reunirse con él en el Pump Room, pero al siguiente la idea de prescindir de su compañía la desconsolaba. No lo necesitaba… salvo para seguir viviendo y respirando. Ashdowne empezaba a convertirla en una mujer, con todos los atributos más desagradables de su género; ilógica, emocional y romántica.

Sin embargo, no era capaz de quitarse la sensación de euforia que se había apoderado de ella. La verdad era que le encantaba estar con él. La escuchaba. La hacía reír. Tocaba su cuerpo como un violín perfectamente afinado. Frunció el ceño y se dejó caer en una silla y analizó lo mucho que, después de todo, le gustaba ser una mujer.