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Como investigadora imparcial, Georgiana debía considerar la posibilidad de que su acusación fuera cierta. Por suerte, mientras meditaba, su ayudante intervino.

– Quizá quiera contarnos dónde estaba exactamente en el momento del robo -sugirió Ashdowne.

– ¿Por qué yo, milord? -miró al marqués con manifiesto desprecio-. Había mucha gente allí. Cualquiera podría haber cometido el robo. Sin embargo, elige acosarme a mí. ¿Por qué? ¿Es una especie de venganza por los puntos de vista que me inspira la aristocracia o es otra de las artimañas de lord Fallow? -rígido de furia, el vicario por fin logró abrocharse los pantalones-. ¡Pues no puede culparme por esto! Me hallaba con una dama en el armario de la ropa de cama.

– ¿De verdad?

– ¡De verdad! Y para que no crea que miento, pregúnteselo a la mujer. ¡La señora Howard!

Georgiana lo observó sorprendida, ya que conocía a la dama en cuestión, y también al señor Howard, su esposo; sin embargo, Hawkins no mostraba rastro alguno de vergüenza por su conducta. No cabía duda de que se merecía ser azotado.

– Y ahora, si me disculpan -añadió-, ¡les agradecería que me dejaran en paz! -con la poca dignidad que le quedaba, el vicario atravesó el umbral con paso rígido, sin saber que llevaba la camisa suelta por detrás.

Georgiana apenas fue capaz de contener una risita. ¿Quién iba a pensar que el severo y pomposo vicario le iba a pagar a una mujer para que lo azotara? Realmente era demasiado absurdo.

Aunque intentó ejercer el control, al volverse para mirar a Ashdowne supo que no lo conseguiría, ya que también él parecía dominado por la risa. En cuanto se cerró la puerta detrás del vicario, los dos se apoyaron entre sí y cedieron a una sonora carcajada.

En cuanto murió la diversión, Georgiana hundió los hombros, dejó de sonreír y a Ashdowne le pareció que el sol se había puesto. La habría tomado en sus brazos para convencerla de que olvidara todo lo referente respecto a Hawkins y el collar robado, pero supo que ese no era el lugar apropiado.

Desde luego, un caballero jamás habría permitido que entrara en un vecindario como ese, y menos en un establecimiento semejante, pero Ashdowne jamás se había considerado un caballero. No sentía la más mínima vergüenza por lo que habían visto, que en realidad había sido poco. Lo consideraba un acontecimiento humorístico, igual que Georgiana.

Decidió llevarla a una cafetería donde la agasajó con los dulces más ricos que no había podido probar el día anterior. Al mismo tiempo, intentó animarla.

– No fue culpa tuya -dijo-. Tu razonamiento era lógico -lo cual era verdad, ya que el vicario había manifestado con claridad el odio que le inspiraba la clase alta. Si en opinión de Ashdowne no estaba capacitado para ejecutar el robo, eso no era fallo de ella. Quizá no comprendía la destreza, precisión y coordinación necesarios para ejecutar semejante proeza-. Además, ¿cómo ibas a saber que se hallaba metido en el armario de las sábanas? -murmuró.

– Sí -reconoció con tono abatido mientras hundía la cuchara en uno de los manjares. Se detuvo para mirarlo de reojo-. ¿Crees que mentía? ¿La señora Howard verificará su historia?

Aunque la mujer en cuestión podía mostrarse renuente a admitir la relación, a Ashdowne le pareció improbable que hubiera mentido.

– No creo que el vicario se lo hubiera inventado de no ser cierto -afirmó, lamentando decepcionarla aún más-. Hablaré con el señor Jeffries al respecto, pero sospecho que el señor Hawkins es un mal vicario, no un ladrón.

Pensó que al menos el hombre había sido culpable de algo, igual que Whalsey, aunque no creyó que eso animara a Georgiana. Guardó silencio y la observó mientras se llevaba la cuchara a la boca. La vio disfrutar tanto que se excitó con la expresión beatífica de su rostro.

Quería que estuviera así por él y no por un postre. “Aunque bien podría usarlo a mi favor”, pensó con un toque de perversión. Le encantaría extenderlo sobre sus blancos pechos y… tragó saliva mientras veía como lamía la cuchara. Mejor pensado, quizá pudiera aplicar la crema a porciones adecuadas de su propia anatomía para que Georgiana hiciera los honores con esa lengua hermosa y pequeña.

Parecía ser excepcionalmente buena en ello.

Respiró hondo y anheló ser el objeto de su deleite. Con una intensidad que lo alarmó, quiso sentir sus manos en su cuerpo, sus suaves curvas rodeándolo. Aunque soslayara las pocas reservas que aún le quedaban, el interés que despertaba en él podría causarles problemas a los dos, sin contar el maldito asunto del robo.

Cuando Georgiana sacó la lengua para atrapar un trozo errante de postre encima de sus labios, Ashdowne se puso a sudar. Se consideraba un hombre experimentado, bien versado en las complejidades de la seducción, pero había algo en su sensualidad inocente que lo desequilibraba. La erección que tenía era tan dolorosa que emitió un sonido bajo.

– Estoy de acuerdo -convino ella, apartando el plato vacío. Al mirarlo abrió mucho los ojos-. ¡Si no has tocado el tuyo! Toma, prueba un poco -insistió. Para consternación de él, alzó la cuchara, cortó un poco del postre y lo extendió hacia su boca.

Ashdowne no fue capaz de resistir. Con la sangre atronándole en los oídos, dejó que ella viera su deseo mientras chupaba la cuchara. A Georgiana le tembló la mano y él le asió la muñeca, acercando otra vez la cuchara a la boca. Entonces, de forma descarada, lamió cada gota del postre mientras veía cómo sus azules ojos se nublaban con una pasión que alimentó la suya propia.

Cuando la cuchara cayó con estrépito sobre la mesa ambos recobraron la conciencia del entorno. Ashdowne podría haberse maldecido por su desliz. ¿Y si los hubiera visto alguien? ¿En qué pensaba para comportarse de esa manera en un lugar público? Ya estaba rozando los límites del decoro al aparecer tan a menudo como acompañante de Georgiana.

– Yo creo que ha sido suficiente -musitó ella apartando la vista.

A pesar de lo que le indicaba cada parte sensata de su cuerpo, él no deseaba que se alejara. De hecho quería llevarla a Camden Place, echar a todos los criados y hacer el amor con ella en cada horrible mueble de la casa.

– ¿Qué vamos a hacer? -susurró Georgiana de un modo que hizo que Ashdowne contuviera el aliento-. Ahora el señor Jeffries se sentirá inclinado a quitar la fe que había depositado en mí.

Con un sobresalto, él se dio cuenta de que no era el ardor insatisfecho que crepitaba entre ellos lo que la molestaba, sino el maldito caso. Tuvo que contener una carcajada mientras su expresión volvía a mostrar un interés cortés.

– Siendo un hombre, no te haces idea de los obstáculos a los que siempre he tenido que enfrentarme -se quejó ella-. Tu género te garantiza un mínimo de respeto, sin importar lo descabelladas que sean tus ideas. El mismo Bertrand, que jamás logró sobresalir en su educación, es tomado con más seriedad que yo.

Aunque le costaba creer que alguien pudiera concederle mucho respeto a su lánguido hermano, hubo de reconocer que quizá tuviera razón en todos los demás puntos. Resultaba un comentario triste sobre la población masculina, aunque jamás había concedido mucha estima a sus congéneres.

– Con solo mirarme, todos menos los más perspicaces ven a una muñeca con la cabeza hueca a la que hay que admirar por su apariencia exterior, ¡algo sobre lo cual yo carezco de control! Ciertamente, mi así llamada belleza no ha sido una bendición, sino una maldición -gimió.

– Analizas tu aspecto bajo un prisma equivocado, Georgiana -dijo, sintiéndose un poco culpable-. Siempre te has opuesto a ella, cuando lo que tendrías que haber hecho era aprender a usarla a tu favor.

– ¿Cómo? -preguntó desconcertada.

– En manos de una modista superior, serías incomparable. Viste como le corresponde a los atributos que te dio Dios y preséntate al mundo. Y cuando este te observe, demuéstrale que también posees una mente. Permite que tu belleza te abra las puertas mientras tu ingenio te mantiene allí.