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– ¿Qué puertas? ¡No hay nadie a quien impresionar salvo petimetres engreídos y ancianos con gota! -exclamó.

– No me refiero a Bath, sino a Londres -se animó con su propia sugerencia-. Allí podrías ser la reina de los salones más selectos, donde las discusiones no se ven limitadas a los últimos rumores, sino a la política, el arte y la literatura -sabía que su título, si no sus méritos pasados, le brindaría acceso a esos grupos, y sonrió ante la idea de que Georgiana los sacudiera con su presencia.

– Pero, ¿cómo diablos voy a ir a Londres? -inquirió-. Jamás podré convencer a mi padre de que vaya. Ya empieza a quejarse de Bath, pues anhela sus comodidades diarias. Es un hombre de hábitos hechos y no le gusta modificarlos, ni siquiera para mejorar.

Fue el turno de Ashdowne de poner expresión estúpida, ya que se dio cuenta de lo ridículo que debió sonar. Había hablado como si pudiera patrocinarla, cuando, desde luego, eso era imposible, porque no estaba emparentada con él de ninguna manera. Entonces se desinfló, como si todo su manifiesto entusiasmo se hubiera desvanecido, dejándolo vacío.

– Perdona -musitó, sintiéndose tonto. La situación que había descrito sería la ruina de Georgiana si apareciera acompañada solo por él, aunque no era capaz de imaginarla con otro-. ¿No tienes familia en Londres?

– No.

– ¿Nadie a quién puedas visitar o que te pueda acoger?

– Bueno, está mi tío abuelo, Silas Morcombe -reconoció tras pensar un rato.

– Quizá tu tío pueda idear algo para que vayas a visitarlo -sugirió con alivio.

– Quizá. Pero dudo que mi madre lo acepte, ya que considera que no guardaría el decoro correcto. Es un hombre soltero, y jamás le presta demasiada atención a nada salvo a sus últimos estudios. No creo que me acompañara a ningún salón, aunque dispusiera de tiempo -apoyó el mentón en la palma de la mano y suspiró-. No, sería mejor que me hiciera famosa, entonces otros vendrían a verme a mí, sin importar donde estuviera. Si pudiera solucionar este caso, entonces al fin ganaría el respeto que busco. No solo me sentiría reivindicada, sino que podría aprovechar todos mis conocimientos.

Mientras la observaba, los ojos de Georgiana adquirieron un brillo nebuloso y sonrió, provocándole anhelos en lugares inesperados y que no quería examinar. Se sintió arrastrado a la dulce locura que era ella, incapaz de escapar de su influjo.

– ¿Sabes? -prosiguió Georgiana-, mi mayor deseo siempre ha sido convertirme en una especie de consultora y que la gente de todo el país fuera a verme para plantearme sus misterios -murmuró.

De repente él se puso serio. Al principio los esfuerzos de Georgiana de solucionar el robo del collar de lady Culpepper lo habían divertido e incluso gustado, pero en ningún momento había imaginado que el deseo de ella iba más allá de la gratificación de apresar al culpable del hurto. Entonces comprendió la realidad de sus intentos: el logro de un sueño de toda la vida.

La culpabilidad que hasta entonces había logrado mantener a raya aterrizó sobre su espalda con todo su peso. Se dijo que la consecución del sueño no dependía del robo. Sabía que habría otros casos, aunque hubo de reconocer que ninguno tan famoso, en particular en la tranquila ciudad de Bath.

Pero, ¿qué pasaba con Londres? Quizá pudiera convencer a su tío o a alguna otra persona para que la invitara allí. Sabía que podía forzar a su cuñada para que patrocinara a Georgiana, pero no tenía mucha fe en el juicio de esa criatura insípida. Y la idea de Georgiana suelta, sin protección, entre los hombres de Londres era demasiado horrenda. Tampoco le agradaba confiar su seguridad a un tío abuelo soltero que no cuidaba del decoro.

De hecho, en la única persona que confiaba para cuidar de ella era en sí mismo, lo cual le provocó algunas ideas descabelladas. Intentó mantener un semblante normal.

Sin duda fracasó, porque Georgiana no tardó en notar su silencio y lo observó.

– ¡Oh, cielos, se te ve tan angustiado como a mí! Que desconsiderada he sido al no tener en cuenta tu propia decepción -le palmeó el brazo con simpatía.

Y como a él le resultaba imposible manifestar un pensamiento coherente, asintió, deseoso de irse a casa y aclarar el torbellino que daba vueltas en su cabeza. Sabía que necesitaba estar solo, ya que dudaba de su capacidad para pensar con claridad al mirar esos limpios ojos azules.

Once

Ashdowne seguía agitado cuando llegó a Camden Place después de acompañar a Georgiana a la residencia de sus padres. Se sentía acalorado y estremecido, como alguien que hubiera sobrevivido a un rayo… o un hombre desgarrado entre el sentido común e ideas salvajes.

– Necesito una copa -le dijo a Finn mientras se dirigía al estudio. Se dejó caer en uno de los duros sillones y por una vez no notó la incomodidad de los muebles.

– Bien, milord -el irlandés fue detrás de él. Cerró la puerta y se acercó al aparador, mirando a Ashdowne por encima del hombro-. ¿Qué me dice de la señorita? ¿La ha abandonado a sus propios recursos?

Ashdowne frunció el ceño. Se había sentido tan consumido por sus propios pensamientos que había olvidado el molesto hábito de Georgiana de meterse en problemas en su ausencia.

– Al menos de momento se ha quedado sin sospechosos -musitó, más para tranquilizarse a sí mismo.

Finn no dijo nada al atravesar el estudio y entregarle una copa finamente tallada. Ashdowne le dio las gracias y contempló las profundidades del oporto como si en ellas buscara una respuesta. Al no aparecer ninguna, narró los acontecimientos de la tarde para gran diversión del irlandés.

Al estudiar a su jefe se puso serio.

– Tendría que haber dejado que el vicario se llevara la culpa.

– ¿Qué? ¿El robo? -meneó la cabeza-. El vicario no es más culpable que de cierta polémica impopular. Y tiene razón en que la mayor parte de la nobleza es hipócrita -clavó la vista en Finn-. ¿Sabes que sugirió que el collar de lady Culpepper no fue robado, sino desmontado para cobrar el dinero del seguro?

– ¿En serio? -los dos intercambiaron una mirada significativa-. Pero, ¿qué pasa con la señorita, milord? ¿Qué hará ella ahora? En poco tiempo se pondrá a buscar a otro sospechoso.

– Quizá su interés en el caso al fin termine por disiparse -comentó Ashdowne con esperanza.

– No lo sé, milord -Finn se rascó la barbilla-. Parece bastante decidida en todo este asunto.

– Sí, lo sé -reconoció. ¡Si tan solo sintiera esa pasión por él y no por un maldito misterio! Su disgusto se convirtió en horror al darse cuenta de que sentía celos de un caso. ¿Cuán bajo empezaba a hundirse?

– A menos que pueda distraerla -sugirió Finn.

– Sí, pero… -alzó la cabeza cuando el irlandés le palmeó la espalda.

– Ahí tiene su respuesta, milord -aseveró con entusiasmo-. Y no dudo de su capacidad al respecto.

Ashdowne esbozó una débil sonrisa. Le alegraba que Finn tuviera tanta fe en él, pero la verdad era que no estaba seguro de que alguien pudiera mantener distraído a Georgiana tanto tiempo.

– ¿La vigilo hasta que nos cercioremos de que se halla ocupada en otras cuestiones? -inquirió Finn.

– Sí, gracias -aceptó, tratando de no prestar atención a sus latidos acelerados. Se consideraba un hombre cosmopolita, entonces, ¿por qué le excitaba tanto la idea de distraer a Georgiana?

Concentrado en los pensamientos que lo hostigaban, vagamente notó la marcha de Finn, pero ni la conversación ni el oporto habían despejado el torbellino salvaje que asolaba su cabeza. La indecisión lo frustraba sobremanera, pues por lo general era un pensador meticuloso. En el pasado, su propia vida había dependido de una planificación y previsión cuidadosas, pero en ese momento sentía que la pequeña rubia había desordenado por completo su existencia con un simple movimiento de sus bucles.