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La madre Ana me recomendó que no le contara a nadie lo que había pasado.

– Al fin y al cabo, ha sido todo culpa tuya, porque yo te dije que mi despacho estaba a la derecha, a la de-re-cha, no a la izquierda. Además, la madre Pasión es ya muy mayor, ¿sabes? La pobrecilla no anda muy bien de la cabeza…

Yo no le di la razón en nada, pero tampoco le llevé la contraria, porque no llegué a abrir la boca en todo el trayecto. Estaba aterrada, tenía la piel de gallina y las piernas blandas, como si de un momento a otro, fueran a doblarse para siempre. Aguanté de milagro una sesión de latín y me fui a ver a la tutora, que también era monja y ya sabía todo lo que había ocurrido. Antes de que tuviera tiempo para pedírselo, me dio permiso para marcharme a casa sin esperar al cambio de clase, y lo único que me pidió a cambio fue silencio, ni una palabra a nadie, por favor te lo pido, Bárbara, ni una palabra. Me costó trabajo guardar el secreto -una aventura como aquélla habría disparado mi prestigio entre mis compañeras hasta niveles difíciles de imaginar-, pero al final decidí callar, ser discreta, como dijo la tutora, y no lo hice sólo por miedo -que aún lo tenía, y muchísimo-, sino también por mí misma, por no tener que recordar de nuevo, y creí haberlo conseguido, porque terminó el curso y empezó el verano, y el sombrío fantasma de la clausura se desvaneció entre mañanas de sol y tardes de sombra, mientras comía pipas con mis amigas encima de una tapia.

Ahora, también el verano terminaba. Sentada en una peña, al borde del río, echaba de menos un jersey y miraba al abuelo, que ensartaba hábilmente en un ganchito metálico los diminutos cuerpos de esos gusanos que no me parecían una amenaza, aunque el tarro de cristal donde se apiñaban a ratos para disolverse al instante en todas las direcciones, acaparara tercamente mis ojos.

– Oye, abuelo… -y cuando me lancé a hablar, ni siquiera sabía muy bien qué iba a decir después.

– Qué…

Estaba lanzando la caña al agua y no parecía muy dispuesto a la conversación, pero insistí con el acento grave que les suponía a quienes dicen las cosas en serio.

– ¿Tú serías capaz de hablar conmigo como si yo no fuera tu nieta?

– ¿Qué? -repitió, pero ahora se volvió para mirarme, sonreía.

– Quiero decir que si tú crees que podríamos hablar como si yo no fuera tu nieta, sino una mujer mayor.

La primera fase de su respuesta fue una gigantesca carcajada. Luego soltó una de esas exageradas ocurrencias que a la abuela la sacaban tanto de quicio y a mí, en cambio, solían hacerme reír.

– No me digas que te has quedado embarazada…

– No seas bobo -me reí un poco, a pesar de todo-. Estoy hablando en serio.

– Muy bien. -Recogió todos sus enseres, encajó la caña entre dos peñas y se sentó frente a mí, todavía risueño-. Dispara. Intentaré estar a la altura de las circunstancias.

Hice una pausa antes de comenzar.

– ¿Soy guapa, abuelo?

– Sí -me contestó despacio, mirándome-. Eres muy guapa para tener trece años.

– Y… ¿tú crees que seré guapa de mayor?

– Claro que sí. Lo serás, y más que ahora, porque la edad del pavo no favorece nada.

– Pero tengo los dientes separados…

– ¿Y qué? Antes de ponérselos postizos, tu abuela también los tenía, y a mí me gustaba. Le cabía la lengua en medio, era muy graciosa.

– Pero se me escapa la saliva cuando hablo.

– Bueno, no creo que eso sea demasiado importante.

– Entonces, ¿tú crees que podré tener muchos novios?

– Si te interesa tenerlos, probablemente sí, los tendrás, aunque yo creo que con dos o tres tendrías bastante. Los novios son muy pesados, ya verás…

– ¿Y qué les gustará de mí?

– ¡Oh…! -fingió meditar-. Pues, seguramente, tus dientes separados.

– ¿Y qué más?

– Bueno, eso no lo sé, creo que eso no se llega a saber nunca. Pero de todas formas, te daré un consejo. Cuando emprendas tu carrera de mujer fatal, tira todos los chándals, no te los pongas ni para venir a pescar conmigo, hazme caso…

– Pero habrá cosas que no les gustarán.

– Desde luego -y rió de nuevo, con cierto escándalo, como si no pudiera seguir tragándose la risa por más tiempo-. La coquetería, por ejemplo. Como sigas así, vas a ser una frívola insoportable…

Entonces reí con él. Mi abuelo era cálido, bueno y sabio, y cuando me hacía caso, conseguía que me sintiera una persona importante. Sin embargo, aquella mañana seguí hablando en un susurro sordo, como el acento de la gente insegura.

– Y luego me haré vieja… ¿verdad? Me arrugaré, y engordaré, y me saldrán varices en las piernas, y los brazos se me pondrán blandos, blandos, como la gelatina Royal, y después me moriré, y me comerán los gusanos…

Me miró un instante como si yo le diera miedo, los ojos profundos, y casi llegué a verle asentir con la cabeza, emitir esa sentencia que luego desmintieron sus palabras dulces.

– No -me dijo-. Cuando se mueren, las niñas como tú van al cielo de los novios.

Sonreí, como si pudiera creer en aquella promesa, antes de recorrer hasta los rincones más polvorientos de mi memoria en busca de una palabra, una anécdota, un truco poderoso, capaz de invertir el sentido de aquella conversación, porque sólo entonces descubrí las manchas que habían brotado en sus brazos, en sus manos, en su cara, las flores de cementerio que se apoderaban de todo su cuerpo para que mi angustia perdiera de golpe cualquier valor. Intenté cambiar de tema pero no fue necesario, porque un lucio enorme eligió aquel preciso momento para morder el anzuelo, y al gusano que lo cebaba con él.

Mientras el abuelo luchaba contra un sedal demasiado tenso, metí la mano en la mochila y saqué el tarro, dispuesta por fin a llevar adelante el implacable plan que había concebido aquella misma mañana, mientras los gusanos se revolcaban, felices, entre los restos de mi antiguo desayuno.

Los estudié detenidamente y escogí uno muy gordo, que parecía preso en una reluciente mancha púrpura. Me costó trabajo atraparlo, y a punto estuvo de escurrirse entre mis dedos mientras intentaba sacarlo limpiamente de la estrecha boca de cristal, pero cuando ya lo aplastaba con firmeza entre mis yemas, levanté la mano hasta colocarlo a la altura de mis ojos, y sonreí.

– Si te crees que eres tú quien va a comerme a mí, vas listo…

Abrí la boca y lo mastiqué con decisión, negándome a cualquier asco en el instante triunfal, la victoria de mi cuerpo, carne dura y piel tirante asimilando la muerte. Entonces, por fin, el abuelo arrastró al lucio fuera del agua, y me lo enseñó, vivo aún, para que yo le devolviera una sonrisa satisfecha.

La venganza sabía a mermelada de moras.

Amor de madre

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Es ella, ¿no se acuerdan?, mi hija Marianne, la jovencita que está a mi lado en esta diapositiva, la misma… A ver, voy a quitarme de delante para que la vean mejor… Claro, si ya sabía yo que la recordarían, con la de disgustos que me ha dado durante tantos años, un quebradero de cabeza perpetuo, no se lo pueden ustedes ni figurar, o bueno, a lo mejor sí que se lo figuran, porque si no me hubiera tocado en suerte una hija así, no seguiría viniendo yo a estas reuniones, todos los lunes y todos los jueves, sin faltar uno, en fin… Y no saben lo mona que era de pequeña, pero monísima, de verdad, una ricura de cría, alegre, dócil, ordenada, obediente. Cuando era bebé y la sacaba en su cochecito a dar un paseo por la avenida, tardaba más de media hora en recorrer cien metros, en serio, porque al verla tan gordita, tan rubia, tan sonrosada…, en resumen, tan guapa, todas las señoras se paraban a admirarla, y le acariciaban las manitas, y le hacían cucamonas, y le mandaban besitos en la punta de los dedos, bueno, esa clase de cosas que se le hacen a los niños que se crían tan hermosos como ésta, que parecía un anuncio de Nestlé, eso mismo parecía. De más mayorcita, en el colegio, hacía todos los años de Virgen María en la función de Navidad -pero todos los años, ¿eh?, no uno, ni dos, no se vayan a creer, sino todos todos, ¡yo me sentía tan orgullosa!-, y por las noches, cuando se quitaba la blusa del uniforme, me encontraba el cuello y los puños igual de limpios que cuando se la había puesto por la mañana, pero lo mismo lo mismo, blanquísimos. Mi Marianne no practicaba deportes violentos, no se revolcaba por el suelo, no se pegaba con sus compañeras, qué va, nada de eso. Era una alumna ejemplar, todas las maestras lo decían, tan simpática, tan abierta, tan sociable que, como suele decirse, se iba con cualquiera. ¡Quién nos iba a decir, a sus maestras y a mí, que con el tiempo, el principal problema de mi hija acabaría siendo precisamente ése, que se larga con cualquiera!