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– ¿Valdeacederas? -mi madre frunció aparatosamente el ceño-. ¡Uf! Eso es un barrio malísimo, medio de chabolas o así.

– ¿Valde qué? -terció mi abuela, que no sabía estar callada-. Eso no es Madrid.

– ¡No poco, abuela! Pero si hay hasta metro y todo.

– ¡Metro, metro! Claro que habrá metro, si ahora debe llegar hasta Toledo… ¡No te digo!

Para la señora Camila, como la seguían llamando en el barrio, Madrid seguía estando restringido a los estrictos límites de la ciudad donde transcurrió su juventud, indultando a lo sumo Ventas, y por la plaza de toros, que si no, para ella, lo mismo que Segovia. Era mejor no llevarle la contraria, porque a la mínima oportunidad te volvía a contar cómo la eligieron Miss Chamberí por aclamación en el año 1932, cómo impusieron sobre su pecho una banda verde con letras doradas, cómo llegó por la noche con ella a la taberna de su padre y cómo mi bisabuelo le arreó un bofetón -por Miss- que le dejó los dedos marcados en la cara durante una semana, así que me callé y nunca volví a preguntar por ese desgarbado y sigiloso espectro que parecía vivir sólo para mirarme. El paso del tiempo y Conchita, la panadera, recompensaron mi paciencia al alimón, consintiéndome averiguar algunas cosas. El Macarrón era nieto de la señora Fidela, una anciana bronca y robusta, muy descarada y peor hablada, que vivía en Montserrat esquina con Acuerdo, a dos pasos de mi casa. Su marido, un hombrecito convenientemente insignificante y a quien, por supuesto, nadie conocía por su nombre de pila -en mi barrio, ése parecía un privilegio exclusivo de las mujeres, y el señor Fulano nunca era tal, sino el marido de la señora Fulana-, había trabajado toda la vida como bedel en el Cardenal Cisneros, y así había conseguido una plaza en el instituto de la calle de los Reyes para un alumno que vivía tan disparatadamente lejos. Yo, que asistía al Lope de Vega porque no me quedaba más remedio, estaba a punto de descubrir el valor de aquellos ojos que tal vez me concedieran el privilegio de existir, en lugar de nutrirse con ventaja de mi existencia, cuando Angelita hizo un descubrimiento mucho más aparatoso, una auténtica hazaña que la convertiría definitivamente en Angelines.

En el instante en que atravesé el umbral de Topaz, sentí más bien que ingresaba de golpe en otro mundo. Aquella discoteca lujosísima

– cristales ahumados hasta en los cuartos de baño, grandes espejos con marcos dorados en los pasillos, sofás profundos como camas de matrimonio, ambientes muy mal iluminados y, fundamentalmente, camareros con esmoquin, detalle que no tengo más remedio que calificar como la pera limonera de lo que yo entendía entonces por distinción- no tenía nada que ver con los baretos del distrito Centro que hasta aquel momento habían jalonado, como las estaciones de un Vía Crucis, el lento peregrinar de las horas por las tardes de mis viernes y de mis sábados. Claro que Angelines y yo tampoco teníamos mucho en común con la selecta ganadería de Chamartín de la Rosa que pastaba en aquel local. Recuerdo todavía aquella incomodísima sensación de impropiedad que hormigueaba en mis tobillos como una plaga, la infección de vergüenza que amenazaba con delatarme a cada paso mientras buscaba un sitio que me correspondiera, un lugar donde mi aspecto no desentonara entre tanta chica rubia con culo respingón embutido en vaqueros de importación y miles de sortijas de plata en cada mano, y tanto tío gigantesco de pelo engominado enfundado en blazer azul marino con botones dorados y provistos de sus correspondientes anclas. La moda náutica, que llegaría a arrasar algunos años después en esta ciudad tan radicalmente ajena a todos los mares, aún no superaba el rango de una sombría amenaza, pero yo no distinguía un nudo marinero del lazo de un zapato, y eso era una tragedia sólo comparable al miserable aspecto de los Lois que mi madre insistía en comprarme por aquel entonces. Los pijos, sin embargo, parecían genéticamente predispuestos a reconocer un culo respingón incluso en condiciones tan indeseables, porque no pasó mucho tiempo antes de que se me acercara el primero, más feo que yo, más bajo que yo, más gordo que yo -mucho más tonto que yo-, pero que, sin embargo, tenía un amigo que conocía al primo de otro tío que estaba muy bueno, uno rubio que llevaba siempre camisetas de algodón de colores muy vivos, con el cuello blanco y un número impreso en la espalda, que al final resultó que eran de jugar al rugby. Se llamaba Nacho, estudiaba ICADE, y tenía diecinueve años y un Ford Fiesta flamante, con muchos extras y pintura gris metalizada, aparte de la estupenda costumbre de pagarme todos los gin-tonics que se me antojaban entre muerdo y muerdo, que era como entonces llamábamos a los besos. Cuando empezamos a salir juntos, la primera cosa que me enseñó fue que Topaz era una auténtica horterada de sitio.

– No está mal para ir a vacilar y eso, hay muchas tías, pero, o sea, el ambiente es más de campo que las amapolas…

Entonces empecé a ir a tomar copas a un bar que estaba muy cerca, en los bajos de Orense, y que sin embargo se parecía a los antros más vulgares de mi barrio como una gota de agua pueda llegar a parecerse a otra. Era un local muy pequeño, con un par de mesas y una barra siempre tan abarrotada que la mayor parte de los clientes se tomaba la copa fuera, en un lúgubre pasillo subterráneo de paredes de cemento. No tenía nombre, pero todo el mundo lo llamaba Pichurri, como al jugador de rugby que lo había montado, y no tardé mucho en inventarme razones suficientes para cimentar su fama de lugar selecto. Y fue precisamente allí, en el agudo vértice de mi impostura, donde se desencadenó lo inevitable.

– Te advierto que ese tío ya está empezando a tocarme los cojones…

Yo fingía no darme cuenta de nada, acatando la norma que obedecía invariablemente desde que comprendí que, por mucho que dejara atrás mi barrio, nunca lograría desprenderme de su sombra, pero a mi lado, Angelines se retorcía las manos con tanta saña como si pretendiera desollárselas, y aunque sentí la tentación de intervenir, de interponer por una vez mi cuerpo, y mi voluntad, en el transparente curso de los acontecimientos, el sentido común me dijo que Nacho tenía razón, que ya estaba bien, todas las tardes lo mismo, la misteriosa aparición de esa figura solitaria y huidiza a la que nunca fui capaz de despistar, aquel cuerpo encogido que buscaba amparo en el filo de todas las esquinas, los brazos colgando, los hombros hundidos, la cabeza gacha, una impecable máscara de fragilidad para unos ojos que no cambiaban nunca, ojos duros como rocas, hondos como pozos, relucientes y tenaces como dos cuchillos.

– ¿Qué miras tú, eh, gilipollas? ¿Se puede saber qué miras tú? No, ¿eh…? ¡Pues te vas a llevar dos hostias, mira por dónde!

Me escondí en el baño para no ser testigo de la masacre, pero antes de llegar, mis oídos registraron ya el eco de un par de puñetazos y una queja apagada. Cuando volví, mi novio seguía gritando, chillando, furioso como un cerdo en un matadero, mientras el Macarrón, con una ceja abierta, manando sangre por la nariz, echaba a correr por los sótanos de Azca sin querer todavía perderse del todo, porque aún se detuvo un momento, afrontó el riesgo de un golpe aplazado, se dio la vuelta, y me miró, y yo alcancé a recoger su última mirada y me entraron una ganas tremendas de llorar.

Aquella noche no hubo despedida, porque me sentía incapaz de besar a Nacho, de tocarle, de responder al más leve roce de sus dedos. No le dije nada porque sabía que no lo entendería. Yo tampoco lo entendía, pero le dejé al día siguiente, de todas formas.

Un par de meses más tarde conocí a mi segundo novio, que se llamaba Borja y tenía un velero atracado en Mallorca y una intensa predilección por las terrazas de Pozuelo, en una de las cuales me tropecé con Charlie, que había dejado de estudiar para montar un gimnasio, y él me presentó a su primo Jacobo, cuyo padre, eterno aspirante a la presidencia del Real Madrid, me invitó un año a veranear en la inmensa mansión que poseía a orillas del Cantábrico, en una playa espléndida, blanca y desierta, donde no me atreví a bañarme ni una sola vez en todo un mes, porque la temperatura del agua amorataba los dedos de los pies, aunque eso no debía importarme, porque veranear en el Mediterráneo, por lo visto, también era una paletada, con la única excepción de las Baleares, que tenían un pase.