Estaba ahíta. Verle comer, estar simplemente ahí, mirándole, la había saciado más profundamente de lo que esperaba. Se acercó a él y le alargó el billete. Muchas gracias, dijo, verte comer me ha hecho mucho bien. ¿No tengo que hacer nada más?, preguntó él, incrédulo. No, nada más. Si quieres, podemos repetir el viernes.
Volvió el viernes, y el lunes, y el miércoles, y Malena se acostumbró a comer por su boca tres días a la semana, a alimentarse a través de él, y a divertirse haciéndolo, tanto que llegó un momento en que suprimió sus propias comidas -diversas variedades sólidas, líquidas y gaseosas de polvos de talco comestibles-, y se limitó a quedarse inmóvil, mirándole solamente, la barbilla apoyada sobre los puños, los codos hincados en la mesa, los labios entreabiertos en una honesta sonrisa de satisfacción. Vicente se sorprendió mucho por ese cambio de actitud, ella se dio cuenta de que la miraba raro otra vez, e intuyó su miedo. ¿Qué te pasa?, le preguntó un día, cuando la tensión se estiraba en el aire, y él contestó con un gesto, nada, pero ella insistió y obtuvo la verdad. No se ofenda, por favor, así empezó, prométame que no se va a ofender, eso lo primero, porque por nada del mundo querría yo que se enfadara conmigo… Es que, murmuró por fin, titubeando, yo creía que usted se masturbaba mientras me veía comer, ¿sabe…? Ya sé que suena rarísimo, pero hay gente tan rara por ahí, y a mí esas cosas me dan igual, se lo juro, yo creo que cada uno es libre de hacer lo que quiera…
Total, que ya me había hecho a la idea, y ahora…, ahora, como la veo todo el tiempo con las manos encima de la mesa, pues no sé, es que ahora ya sí que no la entiendo… No importa, le contestó Malena con dulzura, yo te pago para que comas delante de mí, no para que me comprendas.
Total, que aquí estoy, con cuarenta y seis años, el hombre más tonto del mundo en la cama, y un papelito blanco que me ha dado el médico esta misma tarde y en el que dice, poco más o menos, que me cambió el metabolismo hace un montón de años y por eso, aunque llevo tres meses comiendo como una cerda, no he engordado más que tres kilos. ¿Qué le parece? Bonito, ¿no? Toda la vida sufriendo para esto, por eso yo me mato, señor juez, yo esta misma noche me mato, yo ya no aguanto más, por mis muertos se lo juro que me mato…
En ese momento, Andrés se despertó y se quedó mirándola. ¡Qué buena siesta!, ¿sabes, gordita?, exclamó como todo saludo. Luego eructó un par de veces y le preguntó cómo le había ido en la clínica. Malena contestó vagamente que bien, no tenía ganas de darle explicaciones a ese memo, porque lo del médico había sido sencillamente horrible. Y eso que en realidad ella se esperaba algo peor, alguna enfermedad mortal, un cáncer, cualquier cosa, porque no se lo explicaba, no alcanzaba a comprender qué había pasado en los últimos tiempos. Desde su reencuentro con Andrés comía de todo, o mejor dicho, de todo no, sólo alimentos hipercalóricos en enormes cantidades, pero no había engordado apenas, dos kilos y novecientos sesenta gramos, cabía en la misma ropa, todo seguía igual, era increíble. Y entonces el médico le había salido con aquello del cambio metabólico, y ella se había echado a llorar como una cría, porque ahora ni vengarse de Andrés, ni de ella misma podía…
Mientras él se duchaba, Malena firmó la carta, la metió en un sobre, la guardó en un cajón, y pospuso vagamente su muerte para aquella misma noche, sin concretar una hora determinada, cuando volvieran de la fiesta de Milagros estaría bien, en cualquier momento, daba igual, al fin y al cabo no era tan complicado, una soguita enganchada en la lámpara, un saltito y adiós. Entró en el baño, ahora siempre potentemente iluminado, y se arregló con esmero, recordando que aquélla sería su última aparición en público. La verdad es que se encontró muy atractiva, y eso le fastidió, y que Andrés se quedara pasmado y le dijera aquello -¡estás guapísima!- al verla aparecer con su vestido largo de lentejuelas azul marino y el pelo recogido, le pareció aún peor, la más irritante contrariedad a la que puede enfrentarse una inminente suicida. Los piropos se multiplicaron cuando llegó a la fiesta que, en justa compensación, resultó sin embargo un coñazo insoportable. Mientras Andrés esperaba turno junto a la mesa de billar, ella se dispuso a saquear el buffet -que, dicho sea de paso, encontró desconsoladoramente pobre para ser el último-, y ya le quedaba poco para acabar con él cuando una delicada voz masculina susurró a sus espaldas una frase familiar, qué suerte, poder comer de todo y no engordar… Malena se volvió lentamente para encontrar la exacta réplica del Andrés que aún amaba y jamás poseería, un adolescente de cuerpo frágil y adorable, cuyos labios finísimos, apenas sugeridos, sostenían la tácita insinuación de un amante pérfido y experto, una promesa que bastó para desatar una incontrolable sucesión de escalofríos, calientes y helados a un tiempo, en el centro exacto de su columna vertebral. Iba completamente vestido de blanco, igual que el otro Andrés, el Andrés perdido de aquella tarde de besos y de lágrimas, la botella marrón girando sin parar sobre un suelo de cemento.
Tú tienes que ser Andresito, el hijo mayor de Milagros, el que estaba estudiando en Inglaterra, ¿verdad?, murmuró en voz baja, mientras sus piernas temblaban como si fueran columnas de gelatina. El mismo, afirmó él, y tú eres Malena, la novia de mi tío, ¿no? Ella también asintió, y le cogió del brazo para llevárselo a un rincón, sintiéndose apenas rozar el suelo, su cuerpo disuelto por la emoción, una sombra tenue, ligera como un fantasma. Estuvieron juntos toda la noche. Ella apenas habló. Él le contó muchas cosas, acababa de llegar, no iría a la universidad, sino a la escuela de Arte Dramático, quería ser actor, no encontraba trabajo, no podía comer porque tenía una gran tendencia a engordar y en el cine nunca triunfan los gordos, además necesitaba sentirse en forma, no, no tenía novia, bueno, en realidad, no le gustaban las chicas… Malena lo escuchó todo sin pestañear, a Malena todo le daba lo mismo, ella sólo le miraba y sonreía, le tocaba y sonreía, hacía muchos años que no estaba tan contenta. La verdad es que me aburro bastante, dijo él al final, a modo de conclusión. Ella meditó un instante, le miró por el rabillo del ojo, bajó la vista, dudó otra vez, volvió a vacilar, le miró de nuevo, se decidió al fin. ¿Te apetece hacer una locura?, preguntó con voz ronca, los ojos brillantes. Él estaba perplejo, no acertó a contestar. ¿A ti te gusta pecar?, insistió ella al cabo de un instante, aferrándole fuertemente por el brazo. Finalmente, él admitió que sí, que le gustaba.
Entonces Malena le arrastró hasta la calle, le metió en el coche y le llevó a su propia casa, sin detenerse a contestar ni una sola de sus preguntas. Abrió la puerta y, tras sugerirle que se metiera en el baño y se desnudara, para ir ganando tiempo, se encerró en la cocina y vació el congelador, que desde hacía tres meses estaba siempre lleno de platos cocinados, listos para servir tras una brevísima estancia en el microondas. Unos minutos después, se reunió con su invitado en el baño, transportando una bandeja llena de recipientes cubiertos con papel de plata que a duras penas consiguió depositar sobre el lavabo. Andresito estaba sentado en una esquina de la bañera, completamente vestido aún, y desconcertado también por completo. ¿Qué me vas a hacer?, preguntó con voz de susto, ya te he dicho que no me gustan las chicas. Yo no soy una chica, imbécil, contestó ella, soy… lo que se dice una mujer madura, y sólo voy a darte de comer, así que desnúdate y métete en la bañera, vamos.
Malena también se desnudó. Se puso un gran babero de plástico, fijó otro al cuello de Andrés, y a horcajadas sobre él, empezó con unos pimientos del piquillo rellenos de merluza, a ver, cariño, abre la boquita para mamá… Partía la suave piel roja con el canto del tenedor, maniobraba con delicadeza para ensartar en sus púas un pedacito de verdura con la correspondiente porción de relleno y, empapándolo en la salsa, lo introducía por fin en su boca, abierta, limpiando a continuación los labios tersos con la punta de una servilleta para repetir la operación después de ofrecerle un sorbo de vino. Ella no comía, no lo necesitaba, tenía bastante con mirarle, con beberse su sonrisa. Él estaba cada vez más relajado y más congestionado al mismo tiempo, su cara progresivamente sudorosa, sus mejillas progresivamente encendidas mientras engullía todo lo que ella ponía en su boca, un pastel de espárragos con mayonesa, una taza de gazpacho, una quiche lorraine, un poco de lubina al horno, unas gambas con gabardina todavía calientes, un diminuto chorizo frito envuelto en una punta de pan, una pechuga fría de pollo asado, unas albóndigas de cordero con mucha salsa, tanta que resbaló desde las comisuras de sus labios para manchar su pecho más allá del babero, pero todo daba igual, él comía, era feliz, y ella recobró en un instante la lucidez, y decidió que no se mataría nunca, que no se suicidaría jamás, que lo primero que iba a hacer era abandonar sin dolor a Andrés, y que después apuraría la vida hasta el final mientras siguiera teniendo dientes, y absorta en sus pensamientos, permitió que una cuchara llena de salsa, destinada a acompañar a un trocito de venado dentro de la boca de su huésped, cayera sobre el cuerpo de éste, que ya apenas la miraba porque no podía mirarla, los párpados entornados, los labios hinchados, la piel de las mejillas lívida, casi transparente, agotada por el esfuerzo, y le pidió perdón por su torpeza, pero él no contestó, y fue entonces, mientras giraba el torso hacia fuera para intentar rellenar la cuchara con una nueva dosis de salsa de grosellas, cuando su vientre se llenó de calor, y ella miró la bandeja con ojos de estupor purísimo porque la salsa de chocolate estaba allí, intacta, no habían llegado a los postres todavía, pero su cuerpo ardía, ardía de placer y ardía por dentro, y en aquel instante comprendió. Miró a Andresito, que basculaba imperceptiblemente, muerto de cansancio, la piel de su estómago tirante, la mandíbula desencajada, la barriga a punto de reventar, las piernas flojas, moviéndose sin embargo hacia ella, dentro de ella, y sólo entonces, cuando aún podía pensar, se preguntó a qué sabría su inesperado amante, qué delicioso sabor tendría, y mientras se decidía a tomar la iniciativa, cabalgándole apaciblemente, con la delicadeza precisa para no poner en peligro su vida, se inclinó sobre su rostro y le besó, y a pesar de que el festín verdadero no había hecho nada más que comenzar, fue incapaz de hallar dentro de su boca un sabor distinto al de la saliva.