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– La primera razón es que no tenemos agua -respondió Valerio-. En otras circunstancias, no tendría quizá importancia, pero ahora mismo el calor es sofocante y no sabemos si encontraremos algún río en los próximos días.

Cornelio frunció el ceño, pero no interrumpió al centurión.

– En segundo lugar, domine, no conocemos el territorio. Nunca lo hemos pisado con anterioridad. ¿Delante de nosotros están sólo los cuados a los que derrotamos hace unos días? Así puede ser, pero no debe descartarse que a ellos se unan nuevos ejércitos, ejércitos que, a diferencia de nosotros, conocen de sobra el terreno que pisan.

– ¿Es eso todo lo que tienes que decir? -cortó impaciente el tribuno.

– Domine, no perderemos nada si esperamos. El resto de las legiones no deben encontrarse a más de un par de días de marcha y…

– Retírate, centurión -dijo el tribuno.

Valerio saludó militarmente y se apartó del tribuno. En lo más profundo de su corazón, sabía que aquéllas eran las últimas palabras de su superior.

Y así, durante los días siguientes, la vexillatio de la XII legión no dejó de adentrarse en territorio bárbaro. Pero no encontraron a sus enemigos. Ni un solo cuado fue avistado por un destacamento de exploradores que no dejaba de escrutar el horizonte con la esperanza de encontrar los restos de las fuerzas derrotadas tan sólo unos días atrás. Tampoco hallaron agua, ni un minúsculo arroyuelo, ni un torrente medio desecado, ni una mísera fuente, y el paisaje, igual que si los odiara, igual que si los contemplara como invasores aborrecidos, fue endureciendo su rostro. Primero, comenzaron a convertirse en escasos los árboles, luego sólo vislumbraron algún lejano tronco aquí y allá, y, finalmente, sólo contemplaron una tierra desnuda. Pero ni siquiera entonces el entorno quiso mostrarse compasivo. Lo que al inicio de la expedición había sido terreno llano comenzó a convertirse en cuestas cada vez más pronunciadas y de ahí pasó a transformarse en una sucesión de lomas que desembocaron en territorio abiertamente montañoso. Así, al tormento del calor y de la sed se sumó el de tener que cruzar elevaciones pedregosas y desnudas que resultaban abrasadoras durante el día y gélidas por la noche.

Quizá aquella suma de dificultades no hubiera tenido mayor importancia de no ser porque los legionarios comenzaron a enfermar. Algunos no habían podido evitar beber algunos sorbos de algún charco inmundo, otros chuparon el rocío pegado a las rocas. El resultado fue que la disentería no tardó en hacer acto de presencia. Cuando el número de enfermos superó la docena, Valerio se consideró cargado de la suficiente razón como para dirigirse al tribuno.

– Domine -dijo con el mayor respeto-. Los hombres caen enfermos y aún no hemos visto a los cuados a los que perseguimos. Creo que lo más prudente sería esperar a que nos alcancen las demás legiones.

En otras circunstancias, Cornelio no hubiera dudado en atender a las sugerencias del centurión. Ahora, sin embargo, las recibió con desdén. Había perseverado por tanto tiempo en su propósito, se había negado con tanta insistencia a detenerse y había quedado a los ojos de sus hombres tan relacionado con aquella inflexibilidad que llegó a la conclusión de que cualquier paso que le desviara de su conducta de los últimos días sería interpretado como una muestra de debilidad. ¿Podría mantener su autoridad si, al fin y a la postre, daba la razón a un centurión que, por añadidura, profesaba una relligio illicita? No, no lo creía. Lo mejor, por lo tanto, sería que prosiguieran aquel avance en la esperanza de que no entrarían en contacto con el enemigo antes de que se les unieran las legiones o, en caso de tener que enfrentarse solos a los cuados, éstos no superarían numéricamente a los que habían derrotado en un tiempo reciente, pero que ahora se le presentaba tan lejano como la época en que vivía en la casa de su padre.

A decir verdad, Cornelio no comenzó a sentir verdadera inquietud hasta el momento en que a la contrariedad que significaban los legionarios enfermos se sumó la muerte de la primera de las acémilas. Antes de que concluyera la jornada, otras dos habían quedado tendidas bajo el sol. Cuando amaneció al día siguiente, a la lista se había sumado otra media docena.

– Si siguen muriendo así, vamos a ser nosotros los que acabemos convertidos en mulas -escuchó que maldecía un legionario.

No le faltaba razón. Las opciones se reducían a abandonar una impedimenta preciosa en campaña o a cargar con ella a los combatientes. Optó por la segunda mientras elevaba oraciones a Marte para que se detuvieran las muertes. Pero aunque rezó con un fervor mezclado con promesas de sacrificios y ofrendas, el dios de la guerra no escuchó al tribuno y, por el contrario, las Parcas segaron la vida de uno de los legionarios. No había sido el primero en enfermar de disentería, pero en este caso la dolencia había vaciado su vientre drenándolo con violencia de cualquier alimento e impidiendo retener cualquier sustancia que le hubiera permitido seguir viviendo. Lloraba en los últimos momentos de la agonía, recordando a sus padres y hermanos y maldiciendo aquel país bárbaro donde iba a morir.

Fue precisamente al escuchar aquellas palabras, subrayadas con lágrimas y mocos, cuando Cornelio cayó en la cuenta de que era posible que no hubieran honrado directamente a los dioses que poblaban aquellos parajes inhóspitos. Seguramente, ese descuido -desde luego, desastroso- no había traído consecuencias al principio por la cercanía con el limes, pero ahora, tan alejados de la presencia benefactora de los propios dioses, estaba activando una cadena de desgracias que acabaría resultando insoportable. Bien, no había que amedrentarse. Bastaría con ofrecer un sacrificio que pudiera satisfacer a los dioses de los cuados. No habría que mencionarlos por su nombre -incluso podría resultar peor si se daba la circunstancia de que fueran nefandi, aquellos fáciles de irritar y deseosos de descargar su ira sobre los mortales-, pero sí alabarlos.

La alegría que había sentido Cornelio mientras se dejaba llevar por esos razonamientos se oscureció repentinamente al reparar en que no contaba con pontífices que pudieran realizar aquel cometido. Por supuesto, tendría que haberlos en las legiones, pero sus hombres, una simple vexillatio de la XII, carecían de ellos. No dejaba de ser una fatalidad. A menos… a menos que…

– Kyrie, para mí no existe un deseo mayor que el de servirte -contestó Arnufis cuando Cornelio le dijo que tenía que realizar un sacrificio en honor de los dioses del territorio.

No mentía el egipcio. A lo largo de los días anteriores había temido que la enfermedad acabara haciendo presa en él y que cuando eso aconteciera, el tribuno no tuviera el menor reparo en abandonarlo o en recortar la escasa razón que le había asignado. Ahora se abría ante él una puerta para escapar de ese destino.

– Sólo te ruego, kyrie -prosiguió con tono humilde-, que me permitas cumplir con las condiciones apropiadas.

– Tendrás todo -respondió inmediatamente el tribuno-. Un altar de piedra… sí, piedras no faltan en el entorno… un cuchillo afilado. Incluso tenemos animales para sacrificar…

– Todo eso está muy bien -dijo el mago-, pero existe un detalle que no puede pasarse por alto, que resulta indispensable si deseamos conciliarnos la voluntad de estos dioses.

Cornelio frunció el ceño. Se había ilusionado tanto con la buena disposición del egipcio que ahora, al escucharlo, no pudo evitar que la desconfianza volviera a emerger desde lo más profundo de su corazón.

– ¿De qué se trata? -dijo con un tono inesperadamente frío.

– Lo comprenderás enseguida, kyrie -respondió Arnufis-. Tú sabes que entre tus hombres se encuentra un indeseable, alguien que no respeta a los dioses, que incluso niega su existencia…

El rostro del tribuno se ensombreció al escuchar aquellas palabras. Su propósito era esperar al término de la campaña para abordar aquel enojoso asunto y ahora aquel africano le obligaba a reconsiderarlo.