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– Espera un momento -dijo al fin.

El tribuno buscó con la mirada al centurión. Estaba a una docena de pasos por delante moviéndose sin cesar para mantener el orden de las filas. Sin duda, realizaba un trabajo excelente. Desde luego, ¿quién le mandaría a aquel hombre ser cristiano?

– Centurión, ven aquí -gritó.

Valerio volvió el rostro hacia el lugar de donde procedía la voz y acudió corriendo.

– Domine -dijo nada más llegar a la altura de su superior.

– El jefe de exploradores solicita permiso para continuar avanzando. Ha enviado a un jinete hasta la arboleda que se ve al fondo y el hombre les ha dado señal de que no existe inconveniente en adentrarnos en ella.

El tribuno hizo una pausa y añadió:

– ¿Cuál es tu opinión?

Valerio sintió que el corazón comenzaba a latirle a más velocidad al escuchar la pregunta. Desde que habían salido del castra, había tenido la impresión de que su superior le eludía. Por supuesto, había escuchado sus partes y, ocasionalmente, le había dado una orden, pero siempre desde un distanciamiento frío, reglamentario y, quizá por eso mismo, cargado de elocuencia.

– Creo que deberíamos detener el avance hasta que el cuerpo de exploradores aparezca al otro lado de los árboles -dijo- o bien deberíamos intentar bordearlos. Una emboscada a la salida nos sorprendería sin poder formar el acies.

Sí, pensó Cornelio, el acies era la clave para neutralizar un ataque de los bárbaros.

– Explorador -dijo finalmente-, comunica a tu superior que debe entrar con sus hombres en la arboleda. Que mantenga fuera un retén de media docena de legionarios para avisarnos de cualquier posible peligro y que me informe inmediatamente de lo sucedido.

– Sí, domine -respondió el explorador antes de echar a correr nuevamente hacia el lugar del que había partido.

El jefe de exploradores escuchó con fastidio la orden del tribuno. La verdad es que estaba harto de aquellos jovenzuelos a los que se daba un mando simplemente porque pertenecían a una familia senatorial. Bueno, no había más remedio que obedecer. Levantó la mano y la dejó caer con desgana indicando que debían adentrarse entre aquellos arbolitos donde no podía esconderse nadie.

Cornelio los vio penetrar en la arboleda. Si no había nadie en su interior, si no los esperaba nadie a la salida, se reunirían con ellos enseguida.

– Centurión -gritó-. Ordena a los hombres que se detengan.

Un murmullo de alivio recorrió las filas. Al fin, iban a descansar un rato bajo aquel sol que caía como plomo derretido. Algunos legionarios se llevaron la mano a las cintas que sujetaban los yelmos con la intención de quitárselos y refrescarse la cabeza.

– Que nadie se quite una sola pieza de la armadura -gritó Valerio-. Ni casco, ni lorica ni sandalias. Permaneced en vuestros puestos porque seguiremos camino enseguida.

El sonido de descanso dejó paso a un ronroneo de protesta.

– Si alguien está quejoso -añadió el centurión- pronto tendrá motivos de verdad para lamentarse. Una sola palabra más y castigaré al que se lo merezca.

Un silencio tan pesado como el aire caliente cundió entre las filas. Las sanciones por indisciplina eran extraordinariamente severas en el castra, en plena campaña podían resultar insoportables. En cualquier caso, se trataba de un riesgo excesivo por el placer de mover la lengua.

– ¿Ves algo? -preguntó el primero de los exploradores al compañero que caminaba a su lado apenas penetró en la arboleda.

– Allá a lo lejos está Marco. A caballo. Algunos tienen suerte.

– Sí, demasiada. Estoy deseando que llegue la noche para formar el castra y poder descansar un rato.

– No me lo recuerdes. Los pies se me van a derretir con tanto sudor.

– Eh, los de ahí delante. Hablad menos y caminad más.

Los dos exploradores cerraron la boca y apretaron el paso. No pudieron avanzar mucho. Sendas saetas atravesaron sus cuellos derribándolos en medio de los árboles. Los dos que iban detrás de ellos ni siquiera llegaron a echar mano a sus armas, abatidos por nuevos proyectiles de los cuados.

– ¡Mantened el orden! -acertó a gritar el jefe de los exploradores antes de caer muerto. Era el quinto que causaban los cuados, pero no el último. En apenas unos instantes, sus hombres, uno tras otro, sufrieron la misma suerte.

– ¡Por Júpiter! -exclamó el optio de la cohorte-. Los están atacando… ¡Domine, los cuados están matando a nuestros exploradores!

Cornelio fijó la mirada en la arboleda. Media docena de legionarios habían intentado abandonarla corriendo, sólo para ser golpeados por la espalda por los bárbaros.

– Centurión -gritó con la voz empapada de cólera-. Da orden de avanzar hacia los árboles. Hay que acabar con esa chusma.

– Domine, deberíamos mantener esta posición.

Cornelio se volvió hacia Valerio. Sus hombres estaban cayendo apenas a unos centenares de pasos y aquel hombre se atrevía a cuestionar sus órdenes, pero… pero ¿cómo se atrevía?

– He dado orden de avanzar -dijo el tribuno con voz agria.

– Domine, si nos movemos hacia los árboles no podremos formar el acies -respondió Valerio con su tono de voz más humilde- y si no lo hacemos, nos convertiremos en una presa fácil. No sabemos ni siquiera el número de enemigos que tenemos enfrente.

Cornelio guardó silencio. Todo su ser le pedía que acudiera a aplastar a aquellos que estaban arrancando la vida a sus hombres y, sin embargo…

– ¡Formad el acies y no os mováis hasta que se os dé la orden! -gritó el tribuno.

– Que no nos movamos… -escuchó a un legionario situado a unos pasos-. ¿Y vamos a ver cómo los matan a todos?

– Mantened las posiciones -gritó el centurión a la vez que comenzaba a repartir bastonazos para que se cumplieran sus órdenes-. Que nadie se mueva hasta que se le diga.

Valerio observó a uno de los cuados que acababa de emerger de entre los árboles. Sujetaba en la diestra la cabeza de un legionario y la balanceaba burlonamente. No era el único que los incitaba a la lucha. Los demás chillaban, gritaban, se movían realizando gestos obscenos. Era obvio que tan sólo deseaban provocar su avance.

– Domine -dijo a Cornelio-. Es obvio que pretenden provocarnos. Se trata de una emboscada.

El tribuno titubeó. No parecían más de unas docenas, envalentonados, pero apenas unas docenas. ¿Cómo podía el honor de Roma consentir aquella ofensa?

– Mantened el acies -dijo Cornelio mientras obligaba a su caballo a caracolear-. Mantenedlo.

Un silbido agudo seguido por un grito de dolor fue la señal de que los cuados habían pasado de la provocación al ataque.

– ¡Un herido! -sonó una voz en la primera fila.

– ¡Retiradlo! -gritó el optio-. Pasadlo atrás.

– ¡Formaaaaad… el acies! -gritó el tribuno.

Como si se tratara de un solo hombre, los legionarios se apretaron los unos contra los otros y juntaron sus escudos. Tan sólo unos momentos antes, eran una masa cansada, harta de caminar y sudorosa. Ahora acababan de convertirse en un cuerpo impenetrable, en un brazo de hierro, en un erizo de muerte. Eran la manifestación visible de una Roma nada dispuesta a dejarse doblegar por los bárbaros.

De repente, Cornelio y sus hombres escucharon un clamor surgido de centenares de gargantas. Era un grito animal y salvaje que anunciaba la muerte para todo aquel que tuviera la osadía de interponerse en el camino; un alarido feroz y primitivo que dejaba al descubierto lo que de inhumano se esconde en el corazón de los mortales. Y entonces lo que hasta ese momento había tenido la apariencia de un reducido contingente de cuados, un grupo de bandidos, una banda de asaltantes, pareció multiplicarse como si obedeciera a los conjuros arcanos de un mago perverso. A los lados de la arboleda aparecieron dos alas de guerreros que corrían y chillaban dispuestos a arrasar todo a su paso.

– Que nadie se mueva -dijo con voz queda Valerio-. Mantened el acies.