El alcanzar aquella certeza provocó en Arnufis una cálida oleada de placer que alegró su corazón y su espíritu. Incluso se permitió la generosidad de dar algunos sextercios a Demetrio para que los gastara en vino y meretrices. De manera inesperada, Isis había puesto a su alcance dos inesperadas oportunidades. En primer lugar, la de vengarse de aquella necia con el corazón rebosante de estúpidos sueños. Seguro que iba a disfrutar cuando viera al centurión desollado por los zurriagos y ejecutado. No le cabía duda alguna. Pero la segunda era, con mucho, más importante. Sabía que no era bien visto, que no escaseaban los romanos que le miraban mal, que le consideraban un bárbaro, que hubieran preferido que no estuviera en el castra. Pues bien, su posición quedaría ahora afianzada de manera definitiva. Él, un africano, un egipcio, un bárbaro, era el que había puesto al descubierto al que había perpetrado la peor ofensa imaginable, la de perduellio. Y ahora quedaba por ver lo que haría aquel tribuno novato y barbilampiño.
– Centurión -repitió Cornelio-. ¿Estás seguro de que comprendes de qué se te acusa?
– Domine -respondió Valerio-, no soy culpable de perduellio. Nunca he faltado a mis deberes como soldado. Nunca lo haré.
– Pero… pero eres cristiano -dijo el tribuno con tono desalentado.
– Sí, domine, lo soy -reconoció Valerio-, pero eso no me impide ser leal a Roma y al césar.
Arnufis estuvo a punto de dejar escapar una carcajada, pero se contuvo. En el estado de ánimo en que se hallaba sumido el tribuno no resultaba prudente tentar a la suerte. Bastaría con que dejara que los hechos siguieran su curso normal.
– ¿Ah, no? -exclamó el tribuno-. Entonces… entonces, si yo te lo ordenara, le ofrecerías incienso…
– No, domine -respondió apesadumbrado Valerio-. Eso no puedo hacerlo.
– Qué falta de disciplina más intolerable… -dijo Arnufis como si se le hubiera escapado un pensamiento, pero con voz lo suficientemente audible.
Cornelio clavó la mirada en el suelo. Se sentía insoportablemente abrumado. Como si de repente hubieran descargado sobre sus espaldas un fardo pesado que era incapaz de llevar. Sí, aquello constituía, al fin y a la postre, una falta de disciplina. Ésa era la cuestión esencial. Lo importante no era si el centurión adoraba a un dios servil o si se inclinaba ante la tríada capitolina o si rendía culto a una deidad con cabeza de animal. No, lo relevante era que Roma no podía consentir que en el seno de sus legiones anidara la desobediencia. Ciertamente, la opinión que tenía de aquel hombre era buena. Incluso excelente. Sin embargo, resultaba totalmente inaceptable el hecho de poner en peligro la cohorte para que pudiera cumplir con su religión. Sobre todo en aquellos momentos.
– Domine.
Cornelio alzó la mirada. Estaba lívido y sus labios habían quedado reducidos a una línea morada y horizontal, como si hubiera entrado en el proceso de la agonía. Quien se había dirigido a él era uno de los asistentes personales de Pompeyano. Claro, el legado. Se le había ido de la cabeza en medio de aquella desagradable conversación. Pero… pero ¿cómo no se le había ocurrido? Sí, le remitiría el asunto y, con toda seguridad, lo resolvería de la manera más adecuada.
– ¿Viene el legado? -preguntó con la misma ansiedad con la que un náufrago se hubiera aferrado a un cabo de cuerda que pudiera salvarlo de las aguas.
– Domine -respondió el legionario-. El legado te ordena que comparezcas en su tienda.
El tribuno frunció el ceño. Pompeyano no sólo no atendía a su súplica, sino que además le mandaba reunirse con él. Pero ¿por qué? ¿Tendría algo que ver aquel maldito egipcio en esa decisión? A esas alturas, se sentía inclinado a creer cualquier cosa.
– Infórmale de que así lo haré -respondió Cornelio adoptando un ademán marcial.
– Domine -dijo el legionario-. El legado desea que hables con él ahora. Los cuados, los sármatas y los marcomanos acaban de cruzar el río Ister y tu cohorte debe salir inmediatamente a su encuentro. Él en persona te dará los detalles.
Cornelio guardó silencio. Daba la sensación de que aquel día los dioses estuvieran empeñados en burlarse de él. Difícilmente hubieran podido mostrarle con más claridad lo débil, lo inexperto, lo limitado que era. ¿Qué más podrían reservarle y, sobre todo, en qué podía haberlos ofendido para que actuaran así? ¿Podía deberse a que estuvieran encolerizados con aquel cristiano?
– Está bien -dijo-. Anuncia al legado que acudiré ahora mismo a su tienda.
Cornelio observó cómo el emisario saludaba militarmente antes de abandonar la tienda. Bueno, de momento estaba claro que Pompeyano no iba a ayudarle a salir de aquel enredo. Tendría cosas mucho más importantes entre manos y hubiera resultado totalmente indecoroso plantearle aquel caso. Aquel caso, sí. ¿Cómo solucionarlo? Se llevó la mano al mentón y comenzó a acariciárselo como si así pudiera impulsar a su espíritu a pensar mejor y con más rapidez. El legado estaba esperándole y, como a cualquier superior, no le agradaban los retrasos de sus subordinados. Bien, como había dicho el viejo julio, alea jacta est.
– Centurión -dijo al fin-. La acusación formulada contra ti es de una enorme gravedad. Podría incluso tratarse de un delito de perduellio…
Arnufis dio un respingo al escuchar aquellas palabras. ¿Qué quería decir aquel tribuno imberbe con eso de que podría? ¿Es que no le parecía suficientemente claro? Pero si existía incluso una confesión de parte…
– No sería justo dictar una sentencia apresurada cuando puede estar en juego la vida de un ciudadano romano -continuó el tribuno-. Recoge tu equipo y ordena a los hombres que se preparen. Marchamos al encuentro de los bárbaros.
– Pero… pero… -intentó protestar Arnufis.
– A nuestro regreso -prosiguió Cornelio como si no hubiera escuchado al mago- quedará zanjado este asunto. Ahora nuestro deber primero, sacrosanto, es defender el limes. Puedes retirarte.
El egipcio contempló abrumado cómo Valerio saludaba al tribuno y, acto seguido, abandonaba la tienda. No hubiera podido asegurarlo, pero había tenido la sensación de que en su faz no se reflejaba la menor señal de inquietud. Incluso… incluso le había parecido que le brillaban los ojos. No, aquello no podía quedar así.
– Egipcio -dijo Cornelio con una voz tan bronca que cortó sus pensamientos-. Has prestado un gran servicio a Roma…
Arnufis respiró aliviado al escuchar aquellas palabras. Bueno, quizá Valerio se había salvado de momento, pero él… él, con seguridad, sacaría tajada de aquella delación. Sí, podía ser que todo acabara saliendo como lo había planeado.
– Precisamente por eso -continuó el tribuno- no puedo permitir que te suceda nada. Tu vida es demasiado preciosa para nosotros…
Excelente, sí, excelente, pensó complacido el ariolus. Al fin alguien iba a dispensarle su protección, la que necesitaba desde hacía años, y lo iba a hacer nada menos, que un tribuno. Lástima no haber descubierto antes a aquel cristiano.
– … porque es tan valiosa no deseo tenerte desprotegido. Ve a tu tienda y prepara todo. Saldrás con mi cohorte al encuentro de los bárbaros.
Una palidez cerúlea cubrió las facciones del mago. No podía ser cierto lo que acababa de escuchar. Él no era un legionario. Ni un auxiliar. Ni siquiera un romano. Aquel chiquilicuatre no podía darle esa orden. No tenía ningún derecho.
– ¡Ah, Arnufis! -añadió Cornelio con una voz cargada de autoridad-. Desde este mismo instante, te hallas tan sujeto a mis órdenes como cualquiera de mis hombres. Debes saber, por lo tanto, que consideraré cualquier acto de desobediencia, hasta el más mínimo, como un delito de perduellio y lo castigaré como tal. Con la máxima severidad. Retírate.
El mago salió de la tienda controlando a duras penas el temblor que hacía entrechocar sus rodillas. Estaba tan abrumado por lo que acababa de escuchar que no se percató de que, apenas a unos pasos, lo observaba una meretrix llamada Rode.