A Arnufis le habría gustado continuar la conversación con el tribuno y abrió la boca dispuesto a hacerlo. No llegó a pronunciar una sola palabra. Cornelio alzó la mano derecha imponiendo silencio, chasqueó los dedos para que se acercara un secretario y comenzó a leer documentos como si estuviera solo en la tienda. Ni un solo momento levantó los ojos de lo escrito. Era bien cierto que no lograba concentrar su atención en las líneas que se le ofrecían, pero lo que deseaba no era tanto aprovechar el tiempo, como humillar al egipcio. De buena gana, lo hubiera expulsado a patadas de la tienda, del castra, de cualquier territorio donde se irguieran orgullosas las águilas romanas. No, una sabandija como aquélla no tenía lugar -no debería tenerlo- a la sombra del poder romano. No, a menos que fuera para condenarlo a galeras o a la crucifixión.
La espera no se prolongó mucho, pero resultó tensa. Precisamente por eso, cuando el legionario regresó con el centurión no dejó de experimentar una sensación de alivio. Solucionaría aquel enojoso asunto en un momento y, si Júpiter le era propicio, antes de que se pusiera el sol aquel mago estaría dando alaridos en una cruz.
– Centurión -dijo mientras esbozaba una sonrisa-. Te he llamado para interrogarte por algunos asuntos.
No será mucho tiempo. Me consta que tienes muchas ocupaciones y que gustas de desempeñarlas con diligencia.
El oficial mantuvo silencio. La experiencia le decía que no era habitual recibir elogios de un superior y todavía menos que éste pudiera convocarte por minucias. ¿Qué podía desear el tribuno y, sobre todo, qué hacía el egipcio allí?
– Como te digo -prosiguió el tribuno-, voy a ser breve ¿Sabes en qué consiste el delito de perduellio?
– Sí, domine -respondió el centurión-. Consiste en traicionar al emperador.
– Exacto, exacto. ¿Podrías señalarme alguna conducta e mereciera el calificativo de perduellio?
El oficial dudó por un instante. En sus dilatados años de servicio, jamás le había preguntado un superior acerca de cuestiones legales. ¿Qué estaba sucediendo?
– Varias, domine -comenzó a responder de manera serena y respetuosa-. La entrega de una plaza sin recibir órdenes al respecto, la capitulación sin que lo autorice un superior, la connivencia con el enemigo para causar daño a las legiones, la conspiración para dar muerte al césar…
– Sí, claro -dijo el tribuno con la cólera asomándole por los ojos-. Todo eso es perduellio.
Realizó una pausa, se volvió hacia el ariolus y dijo:
– Y ahora, egipcio, ¿puedes decirnos en cuál de esos comportamientos repugnantes ha incurrido este centurión?
Si Cornelio había esperado intimidar al mago con aquella pregunta, no tardó en descubrir que no lo había conseguido. Arnufis permanecía tranquilo e incluso estaba haciendo esfuerzos para no permitir que una sonrisa le aflorara a sus labios carnosos y oscuros.
– En ninguno de ellos -respondió con aplomo.
– En ninguno de ellos -repitió el tribuno con un toque de triunfo en la voz-. Efectivamente. En ninguno. Y eso te convierte…
– Su culpa es todavía mayor -afirmó el mago.
El tribuno abrió la boca, pero de ella no salió ni un solo sonido. Estaba demasiado sorprendido, demasiado confuso, demasiado estupefacto, como para poder continuar aquel interrogatorio.
– Este hombre le niega al césar la honra que merece -prosiguió el egipcio con la seguridad que sólo crea el saberse en una situación de superioridad-. Jamás, óyelo bien, tribuno, jamás le ofrecerá un sacrificio. No lo hará porque niega que sea un dios.
Cornelio cruzó la distancia que mediaba entre Arnufis y él, y alzó la mano dispuesto a abofetear a aquel africano embustero. Aquella burla había llegado demasiado lejos. Definitivamente. Pero el egipcio no se inmutó al contemplar la ira del tribuno. Ni siquiera dio un paso atrás. Clavó su mirada en él y dijo:
– Ese hombre es un ateo. No cree en los dioses. Es… un cristiano.
El tribuno se detuvo como si un rayo lo hubiera fulminado. ¿Un cristiano? ¿El seguidor de una relligio illicita en las legiones?
Pero ¿qué disparate estaba diciendo aquel africano? ¿Hasta qué punto estaba dispuesto a llegar en su osadía?
– Has excedido la medida de mi paciencia -exclamó encolerizado Cornelio-. Esta tarde serás crucificado.
– No, domine. Es la verdad.
El rostro del tribuno se contrajo como si acabara de recibir un golpe de extraordinaria dureza. Quien acababa de dirigirse a él no era Arnufis, el mago egipcio, sino el centurión acusado. El veterano Valerio.
8
Centurión, ¿estás seguro de que sabes lo que dices?
– preguntó un tribuno confuso y sorprendido.
Arnufis contempló complacido el rostro de Cornelio. ¡Estúpido! Era sólo uno de esos oficiales jóvenes que a los romanos tanto les gustaba encumbrar. Los había conocido en medio imperio. Creían que sabían todo simplemente porque su familia era acomodada, porque sus abuelos habían colocado las posaderas en los bancos del senado y porque habían tenido un paidagogos que fingía sentir satisfacción cuando aprendían tres o cuatro necedades griegas. Había contemplado docenas de veces su orgullo, su soberbia, su displicencia y, sobre todo, su insaciable ansia de enfrentarse con la dificultad.
¡Ellos! ¡Los que jamás habían tenido que padecer! ¡Los que incluso contaban con esclavos para que les limpiaran el trasero tierno! Bien, pues ahora tenía que enfrentarse con una situación espinosa. Nada más y nada menos que la presencia en su cohorte impoluta, inmaculada, gloriosa, de un reo de perduellio.
Al considerarlo ahora se percataba de que todo había sido extraordinariamente fácil. Hacía mucho tiempo que conocía a gente como Valerio. Los había visto en Egipto, en Siria, en todo lugar habitado. Era una gentuza que afirmaba que sólo existía un dios. Por supuesto, también los judíos creían en esa majadería, pero, al menos, se trataba de un pueblo antiguo y entre ellos no faltaban algunos conocedores del griego ni, aunque fuera de manera excepcional, gente acaudalada e influyente. Pero los cristianos… Los cristianos eran personajillos insignificantes que manifestaban la intolerable insolencia de pretender saber de todo y ¿qué eran, en realidad? Modestos zapateros, carniceros parlanchines, curtidores malolientes, sucios pescadores. No sólo eso. También abundaban las mujeres. Incluso los esclavos. ¡Qué locura!
Por lo que se refería a su doctrina, difícilmente hubiera podido ser más asquerosa. Esa creencia en un dios convertido en hombre no para fecundar a hermosas mortales, sino para vivir como un siervo y morir en un patíbulo era más que suficiente para provocar el rechazo de cualquier ser sensato. Y lo mismo podía decirse de sus enseñanzas éticas. Insistían en vivir modestamente, pero no como Diógenes el cínico, sino para mostrar a los demás que las posesiones carecían de valor si no se compartían con otros. Se empeñaban en condenar el adulterio no sólo de las mujeres -algo en lo que nadie les hubiera llevado la contraria-, sino también de los esposos. Se dedicaban a ofrecer esperanza a los esclavos si eran buenos y diligentes, si no robaban a sus amos, si obedecían sin rechistar. Y, por si fuera poco, añadían a todo eso la afirmación extravagante de que ni uno solo de sus actos servía para garantizarles la existencia dichosa más allá de la muerte porque ésa se la ofrecía como un regalo -¡como un regalo!- aquel delincuente galileo ejecutado en buena hora por un procurador romano. A decir verdad, el último sitio donde hubiera esperado encontrar a la gente de esa secta era en el interior de un castra. Pero también estaban allí.
Había comenzado a sospechar todo cuando aquella meretrix de piel suave había acudido a pedir su ayuda.
En un primer momento, pensó que el veterano simplemente no tenía ningún deseo de yacer con ella. No era lo normal, desde luego, pero tampoco tenía por qué resultar tan extraño. Una enfermedad, un voto religioso, una herida en las partes pudendas, una afición por los jovencitos, cualquiera de esas posibilidades hubiera dado más que cumplida explicación a su conducta. Sin embargo, algo en su interior le decía que podía haber más. Sí, más, pero ¿qué? Al final, la curiosidad lo había arrastrado a vigilarlo y lo que había descubierto fue aclarando muchas cosas. Se levantaba antes que nadie para orar, de rodillas, en un lugar apartado y lejos de cualquier representación divina. No podía perder su precioso tiempo en aquella tarea, pero en cuanto concibió la primera sospecha había encomendado a Demetrio que procurara no perderlo de vista. Los resultados no habían podido ser más elocuentes. No sacrificaba a los dioses, se mantenía a distancia de las celebraciones, no se inclinaba ante las imágenes y, sobre todo, no arrojaba incienso en honor del genio del césar. Por supuesto, sabía actuar con discreción. Cedía a sus hombres esos honores como si se tratara de recompensas -era astuto, no podía negarse-, pero, en realidad, lo que buscaba era mantenerse al margen de ceremonias que abominaba. Si se sumaba todo aquello a su negativa a yacer con una ramera y a su defensa de la lupa que respondía al nombre de Plácida… sí, no podía caber duda. Aquel hombre era un ateo, un negador de los dioses, un cristiano.