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VIII DONDE LOS SEÑORES FIRMIN RICHARD Y ARMAND MONCHARMIN TIENEN LA AUDACIA DE REPRESENTAR «FAUSTO» EN UNA SALA «MALDITA» Y DEL ESPANTOSO ESPECTÁCULO QUE TUVO LUGAR EN LA ÓPERA

El sábado por la mañana, al llegar a su despacho, los directores encontraron una doble carta del E de la O. que rezaba así:

Estimados directores.

¿Me han declarado acaso la guerra?

Si quieren reencontrar la paz, éste es mi ultimátum.

Contiene de las cuatro siguientes condiciones.

1 ° Devolverme mi palco, y quiero que sea puesto a mi libre disposición a partir de este momento.

2° El papel de «Margarita» lo cantará esta noche Christine Daaé. No se preocupen de la Carlotta, que estará enferma.

3° Exijo los buenos y leales servicios de la señora Giry, mi acomodadora, a la que reintegrarán inmediatamente a sus funciones.

4° Espero me comuniquen, mediante una carta entregada a la señora Giry, quien me la hará llegar, si aceptan ustedes, como sus predecesores, el pliego de condiciones referente a mi pago mensual. Les informaré más adelante de cómo habrá de efectuarse.

De lo contrario, esta noche representarán Fausto en una sala maldita. A buen entendedor… ¡Saludos!

E de la O.

– ¡Empieza a fastidiarme este tipo, a fastidiarme en serio! -gritó Richard, mientras levantaba los puños en señal de venganza y los dejaba caer con estruendo sobre la mesa de su despacho.

Entre tanto, entró Mercier, el administrador.

– Lachenal querría ver a uno de los señores -dijo-. Parece que el asunto es urgente; el buen hombre parece muy alterado.

– ¿Quien es ese Lachenal? -preguntó Richard.

– Es al jefe de sus caballerizos.

– ¿Cómo que el jefe de mis caballerizos?

– Claro, señor -explicó Mercier-… en la Opera hay varios

caballerizos, y el señor Lachenal es su jefe.

– ¿Y qué hace?

– Se encarga de la dirección de las cuadras.

– ¿Qué cuadras?

– Pues las suyas, señor. Las cuadras de la Ópera

– ¿Pero es que hay cuadras en la ópera? ¡La verdad es no sabía nada! ¿Y dónde están?

– En los bajos, del lado de la Rotonda. Es un servicio muy importante, tenemos doce caballos.

– ¡Doce caballos! ¿Y para qué, Dios mío?

– Pues, para los desfiles de La judía, de El Profeta, etc… Se necesitan caballos amaestrados y «que sepan de tablas». Los caballerizos se encargan de amaestrarlos. El señor Lachenal es muy hábil. Es el antiguo director de las cuadras de Franconi.

– Muy bien… ¿Pero qué quiere?

– No lo sé… Jamás lo había visto en semejante estado.

– ¡Hágalo pasar!

El señor Lachenal entra. Lleva una fusta en la mano y se golpea nerviosamente una de sus botas.

– Buenos días, señor Lachenal -dijo Richard impresionado. ¿A qué debemos el honor de su visita?

– Señor director, vengo a pedirle que ponga en la calle a toda la cuadra.

– Pero, ¿cómo? ¿Quiere que ponga en la calle a nuestros que ridos caballos?

– No se trata de los caballos, sino de los palafreneros.

– ¿Cuántos palafreneros tiene usted, señor Lachenal?

– ¡Seis!

– ¡Seis palafreneros! Bastaría con dos.

– Se trata de «plazas» -lo interrumpió Mercier- que fueron creadas e impuestas por el subsecretario de Bellas Artes. Los ocupan hombres protegidos por el gobierno, y me atrevo a sugerir…

– ¡El gobierno no me importa!… -afirmó Richard con una gran energía-. No necesitamos a más de cuatro palafreneros para doce caballos.

– ¡Once! -rectificó el jefe de caballerizos.

– ¡Doce! -repitió Richard.

– ¡Once! -repitió Lachenal.

– ¡Ah! El señor administrador me había informado de que tenía usted doce caballos.

¡Tenía doce, pero no me quedan más que once desde que nos han robado a César!

Y el señor Lachenal se da un fuerte fustazo en la bota.

– ¡Nos han robado a César! -exclamó el administrador-. ¡A César, el caballo blanco de El Profeta!

– No hay más que un César-declaró en tono seco el jefe de caballerizos-. Estuve diez años con Franconi y he visto muchos caballos en mi vida. ¡Pues bien, como César no hay más que uno! Y nos lo han robado.

– ¿Cómo ha sido?

– No lo sé! ¡Nadie sabe nada! Esta es la causa de mi visita. Por eso vengo a pedirle que ponga en la calle a todos los de la cuadra.

– ¿Y qué dicen sus palafreneros?

– Tonterías… Unos acusan a los figurantes… otros pretenden que es el portero de la administración.

– ¿El portero de la administración? ¡Respondo de él como de mí mismo! -protestó Mercier.

– ¡Pero, bueno, señor jefe de caballerizos! -exclamó Richard-, debe tener usted alguna idea!…

– 5í, señor. ¿Si tengo una? ¡Tengo una! -declaró de pronto Lachenal-, y voy a decírsela. No tengo la menor duda.

– El señor jefe de caballerizos se acercó a los directores y les susurró en la oreja-: ¡Ha sido el fantasma quien ha dado el golpe!

Richard se sobresaltó.

– ¡Ah! ¡Con que usted también! ¡Usted también!

– ¿Cómo, yo también? Es lo más natural…

– Pero qué dice usted, señor Lachenal! ¡Pero qué dice usted, señor jefe de caballerizos!…

– Digo lo que pienso, después de lo que he visto…

– ¿Y qué ha visto, señor Lachenal?

– Vi, como le estoy viendo a usted, a una sombra negra que montaba un caballo blanco que se parecía a César como dos gotas de agua.

– ¿Y no corrió tras ese caballo blanco y esa sombra negra?

– Corrí y llamé, señor director, pero desaparecieron con una rapidez desconcertante y se perdieron en la oscuridad de la galería…

El señor Richard se levantó.

– Está bien, señor Lachenal. Puede usted retirarse… presentaremos una denuncia contra el fantasma…

– ¿Y despedirá a mis palafreneros?

– ¡Desde luego! ¡Adiós, señor!

El señor Lachenal saludó y salió.

Richard echaba chispas.

– ¡Prepare la cuenta de ese imbécil!

– ¡Es un amigo del señor comisario del gobierno! -se atrevió a decir Mercier…

– Y toma el aperitivo en el Tortoni con Lagréné, Scholl y Pertuiset, el matador de leones -añadió Moncharmin-. ¡Nos vamos a poner a toda la prensa en contra! Explicará la historia del fantasma y todo el mundo se divertirá a costa nuestra. ¡Si hacemos en ridículo, podemos considerarnos muertos!

– Está bien. No hablemos más… -concedió Richard, que ya estaba pensando en otra cosa.

En aquel momento se abrió la puerta, que sin duda no estaba vigilada entonces por su cancerbero, ya que vieron entrar en tromba a mamá Giry con una carta en la mano, y decir precipitadamente:

– Perdón, mil excusas, señores, pero esta mañana he recibido una carta del fantasma de la Ópera. Me dice que me presente a ustedes, que sin duda tienen algo que…

No acabó de decir la frase. Vio el rostro de Firmin Richard, y era terrible. El honorable director de la ópera estaba a punto de explotar. El furor que lo agitaba sólo se traducía de momento por el color escarlata de su rostro furibundo y por el brillo de sus ojos relampagueantes. No dijo nada. No podía hablar. Pero, de pronto, inició un gesto. Primero fue el brazo izquierdo, con el que cogió a mamá Giry y le hizo describir una media vuelta tan inesperada, una pirueta tan rápida, que ésta lanzó un grito desesperado; después, fue el pie derecho, el pie derecho del mismo honorable director el que imprimió su huella en el tafetán negro de una falda que jamás en aquel lugar había sufrido ultraje parecido.

El hecho se había producido de forma tan inesperada que mamá Giry, cuando se encontró en la galería, estaba aún medio aturdida, y parecía no entender nada. Pero, de pronto, comprendió y la Ópera resonó con sus gritos indignados, con sus enfurecidas frases, con sus amenazas de muerte. Fueron necesarios tres mozos para hacerla bajar hasta el patio de la administración y dos guardias para llevarla a la calle.