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Fausto se habla arrodillado:

Déjame, déjame contemplar tu rostro

bajo la pálida claridad

con la que el astro de la noche, como en una nube,

acaricia tu belleza.

Y Margarita contestaba:

Oh silencio! ¡Oh dicha! ¡Inefable misterio!

¡Embriagadora languidez!

¡Escucho!… ¡Y comprendo a esta voz solitaria

que canta en mi corazón!

En aquel instante…, justo en aquel instante…, se produce algo… se produce algo…, lo he dicho ya, algo espantoso…

… La sala entera se pone en pie en un único movimiento… En su palco, los dos directores no pudieron contener una exclamación de horror… Espectadores y espectadoras se miran como para preguntarse los unos a los otros la explicación de un fenómeno tan inesperado… El rostro de la Carlotta refleja el dolor más atroz, sus ojos parecen presos por la locura. La pobre mujer se ha levantado, con la boca aún entreabierta, tras pronunciar «esta voz solitaria que canta en mi corazón…» Pero aquella boca ya no canta…, no se atre

ve a pronunciar una sola palabra, un solo sonido…

Aquella boca creada para la armonía, aquel instrumento ágil que jamás había fallado, órgano magnífico, generador de los más bellos sonidos, de los acordes más difíciles, de las modulaciones más suaves, de los ritmos más ardientes, sublime mecánica humana a la que no faltaba para ser divina más que el fuego del cielo, el único capaz de otorgar la verdadera emoción y elevar las almas… aquella boca había dejado escapar…

De aquella boca se había escapado…

¡Un gallo!

¡Ah! ¡Un horrible, repugnante, plumoso, venenoso, espigado, espumeante y chillón gallo!

¿Por dónde había entrado? ¿Cómo se había agazapado en su lengua? Con las patas encogidas para saltar más alto y más lejos, subrepticiamente había salido de su laringe y… ¡cuac!

¡Cuac, cuac!… ¡Qué terrible cuac!

Me refiero, como os podéis imaginar, a un sapo en sentido figurado. No se lo veía, pero se lo oía. ¡Cuac!

La sala quedó anonadada. Nunca un ave, de los más ruidosos corrales, había desgarrado la noche con un cuac tan asqueroso, y lo peor era que nadie lo esperaba. La Carlotta no daba crédito a su garganta ni a sus oídos. Un rayo cayendo a sus pies le hubiera extrañado menos que aquel gallo chillón que acababa de salir de su garganta.

Y no la hubiera deshonrado. Mientras que, sabido es que un gallo escondido en la lengua deshonra siempre a una cantante. Las hay que incluso mueren de la impresión.

¡Dios mío! ¡Quién lo hubiera creído!… Cantaba tan tranquila: «Y comprendo esta voz solitaria que canta en mi corazón», sin esfuerzo, como siempre, con la misma facilidad con que se dice: «Buenos días, señora, ¿cómo está?» Cómo negar que ciertas cantantes presuntuosas no saben medir sus fuerzas y que, en su orgullo, quieren alcanzar con la débil voz que el cielo les ha deparado efectos excepcionales y notas que les están prohibidas desde que vinieron al mundo. Es cuando el cielo las castiga, sin que ellas lo sepan, poniéndoles un gallo en la boca, un gallo que hace ¡cuac! Todo el mundo sabe esto. Pero nadie hubiera admitido que una Carlotta, que tenía por lo menos dos octavas en la voz, soltara un gallo a estas alturas.

No podían olvidarse sus estridentes sobreagudos, sus staccati inauditos en la Flauta mágica. Se acordaban de Don Giovanni, en la que ella era Elvira, y en la que alcanzó el más estrepitoso triunfo una noche, al dar el si bemol que no podía dar su compañera doña Ana. Entonces, ¿qué significaba en realidad este cuac, al final de aquella tranquila, apacible y pequeñita «voz solitaria que canta en mi corazón»?

No era natural. Tenía que haber un sortilegio. Aquel gallo olía a quemado. ¡Pobre, miserable, desesperada, aniquilada Carlotta!…

En la sala, el rumor iba en aumento. Si semejante aventura le hubiera ocurrido a otra cantante, ¡se la habría silbado! Pero con la Carlotta, cuyo perfecto instrumento era conocido de todos, no había irritación, sino consternación y espanto. ¡Lo mismo debieron sentir los hombres que asistieron a la catástrofe que rompió los brazos a la Venus de Milo!… Por lo menos aquéllos pudieron ver el golpe que rompía la estatua…, y comprender.

Pero, ¿aquí? ¡Aquel gallo era incomprensible!

De tal modo que, tras unos segundos durante los que el público se preguntaba si realmente la Carlotta había oído salir de su propia boca aquella nota. ¿Era, en, realidad, una nota aquel sonido? ¿Podía llamarse aquello un sonido? Un sonido aún es música; pero

ella intentó persuadirse de que aquel ruido infernal no había existido; que, simplemente, había sufrido por un instante una ilusión de su oído y no una criminal traición de su órgano vocal…

Buscó, con una mirada perdida, algo a su alrededor, como para encontrar un refugio, una protección, o más bien la seguridad espontánea de la inocencia de su voz. Se había llevado a la garganta los dedos crispados en un gesto de defensa y de protesta. ¡No, no! ¡Aquel cuac no era suyo! El mismo Carolus Fonta parecía de la misma opinión, ya que la contemplaba con una expresión inenarrable de estupefacción infantil y gigantesca. En última instancia, él estaba junto a ella. No la había abandonado un momento. Quizá pudiera decirle cómo había ocurrido aquello… ¡No, tampoco él podía! Sus' ojos se clavaban estúpidamente en la boca de la Carlotta como los ojos de los niños en el inagotable sombrero del prestidigitador. ¿Cómo cabía en una boca tan pequeña un cuac tan grande?

Todo ello, gallo, cuac, emoción, rumor aterrado de la sala, confusión del escenario, de bastidores -en los corredores algunos comparsas mostraban rostros desencajados-, todo lo que describo al detalle no duró más de unos segundos.

Unos segundos horribles que parecieron interminables en particular a los dos directores, allá arriba, en el palco n° 5. Moncharmin y Richard estaban muy pálidos. Este episodio inaudito, que seguía siendo inexplicable, los llenaba de una angustia tanto más misteriosa cuanto que, desde hacía un instante, se hallaban bajo la influencia directa del fantasma.

Habían sentido su aliento. Algunos pelos de la cabeza de Moncharmin se habían erizado bajo aquel soplo… Y Richard se pasaba el pañuelo por la frente sudorosa… Sí, estaba allí…, a su alrededor…, detrás de ellos, al lado de ellos, lo sentían sin verlo… Oían su respiración… ¡y tan cerca de ellos…, tan cerca! Se sabe cuando alguien

está presente… ¡Pues bien, ¡ahora lo sabían!… Estaban seguros de ser tres en el palco… Temblaban… Pensaban en huir… No se atrevían… No se atrevían a hacer el más mínimo movimiento, ni intercambiar una palabra que dieran a entender al fantasma que sabían que se encontraba allí… ¿Qué iba a pasar? ¿Qué iba a ocurrir?

¡Se produjo el cuac! Por encima de los rumores de la sala se oyó su doble exclamación de horror. Se sentían bajo la influencia del fantasma. Inclinados hacia el escenario, miraban a la Carlotta como si no la reconocieran. Aquella mujer del infierno debía de haber dado con su cuac la señal de alguna catástrofe. La esperaban en un estado exaltado de tensión. El fantasma lo había prometido. ¡La sala estaba maldita! Sus pechos se agitaban ya bajo el peso de la catástrofe. Se oyó la voz estrangulada de Richard que gritaba a la Carlotta:

– ¡Siga! ¡Siga!

¡No! La Carlotta no continuó… Volvió a empezar valientemente, heroicamente, el verso fatal en cuyo final había aparecido el gallo.

Un silencio espantoso reemplaza al alboroto general. Tan sólo la voz de la Carlotta llena de nuevo el navío sonoro.

¡Escucho!…

El público también escucha.

… Y comprendo esta voz solitaria (¡cuac!)