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Aproximadamente a la misma hora, la Carlotta, que vivía en una pequeña mansión del faubourg Saint-Honoré, llamaba a su camarera y se hacía traer el correo a la cama. Entre las cartas encontró una que decía así:

«Si canta esta noche, tenga cuidado de que no le ocurra una gran desgracia en el momento mismo en que empiece a cantar… una desgracia peor que la muerte.»

Esta amenaza estaba escrita en tinta roja, con una letra de palotes y trazo vacilante.

Después de leer la carta, la Carlotta ya no tuvo apetito para desayunar. Rechazó la bandeja en la que la camarera le ofrecía el chocolate humeante. Se sentó en la cama y se puso a pensar profundamente. No era la primera carta de este tipo que recibía, pero jamás había leído una tan amenazadora.

En aquel momento se creía el blanco de mil intrigas y contaba habitualmente que tenía un enemigo secreto que había jurado su desgracia.

Pretendía que se tramaba contra ella un malvado complot, una desgracia que se produciría el día menos pensado; pero ella no era una mujer fácil de intimidar, añadía.

Lo cierto es que si había algún tipo de complot, era el que la Carlotta montaba contra la pobre Christine, que no se enteraba de nada. La Carlotta no había perdonado a Christine el triunfo que ésta había obtenido al sustituirla de improviso.

Cuando se enteró de la extraordinaria acogida que había tenido su suplente, la Carlotta se sintió instantáneamente curada de un principio de bronquitis y de un acceso de rabia contra la administración, y abandonó todo proyecto de dejar su puesto. Desde entonces, se había dedicado a trabajar con todas sus fuerzas para «ahogar» a su rival, obligando a influyentes amigos a presionar a los directores para que no volviesen a dar a Christine la ocasión de obtener un nuevo triunfo. Aquellos periódicos que habían comenzado a alabar el talento de Christine, no se ocuparon más que de ensalzar la gloria de la Carlotta. Por último, incluso en el teatro mismo, la célebre diva pronunciaba las frases más ultrajantes acerca de Christine e intentaba causarle miles de pequeños disgustos.

La Carlotta no tenía ni corazón ni alma. ¡No era más que un instrumento! Aunque, hay que decirlo, un maravilloso instrumento. Su repertorio abarcaba todo lo que puede tentar la ambición de una gran artista, tanto en lo que respecta a los maestros alemanes como a los italianos o franceses. Nunca jamás, hasta este día, se había oído desafinar a la Carlotta, ni carecer del volumen de voz necesario para traducir algún pasaje de su inmenso repertorio. En resumen, el instrumento se hallaba siempre tenso, poderoso y admirablemente afinado. Pero nadie habría podido decir a la Carlotta lo que Rossini le dijo a la Kraus, después de haber cantado para él en alemán «Sombríos bosques»…: «Canta usted con el alma, hija mía, y qué hermosa es su alma».

¿Dónde estaba tu alma, Carlotta, cuando bailabas en los tugurios de Barcelona? ¿Dónde cuando, más tarde, cantabas en aquellos tristes tablados tus coplillas cínicas de vacante del music-hall?

¿Dónde cuando ante los maestros reunidos en casa de alguno de tus amantes, hacías resonar ese instrumento dócil cuya única virtud consistía en cantar con la misma indiferente perfección el sublime amor y la más baja orgía? ¡Carlotta, si alguna vez tuviste un alma y la perdiste entonces, la habrías recobrado al convertirte en Julieta, cuando fuiste Elvira, Ofelia, y Margarita! Otras antes que tú ascendieron desde más abajo que tú, pero el arte, respaldado por el amor, las purificó.

En realidad, cuando pienso en todas las pequeñeces y villanías que Christine Daaé tuvo que soportar en aquella época por culpa de la Carlotta, no puedo contener mi cólera, y no me extraña que mi indignación se traduzca en opiniones un tanto abstractas sobre el arte en general, y el canto en particular, que los admiradores de la Carlotta no encontrarán ciertamente de su agrado.

Cuando la Carlotta terminó de pensar en la amenaza que encerraba la carta que acababa de recibir, se levantó.

– ¡Ya veremos! -dijo, y pronunció en español unos cuantos improperios.

Lo primero que vio al acercarse a la ventana fue un coche fúnebre. El coche fúnebre y la carta la persuadieron de que aquella noche corría un gran peligro. Reunió en casa a algunos de sus amigos, les informó de que en la representación de la noche sería víctima de un complot organizado por Christine Daaé, y declaró que había que parar los pies a la pequeña llenando la sala con sus admiradores, los de la Carlotta. Eran muchos, ¿no? Contaba con ellos para que estuvieran preparados para cualquier eventualidad y para hacer callar a los perturbadores en el caso de que, como ella temía, organizaran un escándalo.

El secretario particular del señor Richard, que había ido a informarse de la salud de la diva, volvió con la seguridad de. que se encontraba mejor que nunca y de que, «aunque estuviera agonizando», cantaría aquella misma noche el papel de Margarita. Como el secretario, de parte de su jefe, había recomendado a la diva que no cometiera ninguna imprudencia, que no saliera de casa y se guardase de las corrientes de aire, la Carlotta no pudo evitar asociar estas recomendaciones excepcionales e inesperadas con las amenazas escritas en la carta.

Eran las cinco cuando recibió otra carta anónima con la misma letra que la primera. Era breve. Decía simplemente: «Está usted constipada. Si es razonable, comprendería que es una locura querer cantar esta noche».

La Carlotta soltó una carcajada, se encogió de hombros, que eran magníficos, y lanzó dos o tres notas que le devolvieron la confianza.

Sus amigos fueron fieles a la promesa que le habían hecho. Aquella noche se encontraban todos en la Ópera, pero buscaron en vano a los feroces conspiradores que debían de estar a su alrededor, y a los que debían oponerse. Con excepción de algunos profanos, algunos honrados burgueses cuya plácida figura no reflejaba otro deseo que el de volver a escuchar una música que desde hacía tiempo les había conquistado su aprobación, no había allí más que los habituales, cuyos elegantes modales, pacíficos y correctos, alejaban toda idea acerca de una manifestación. Lo único anormal era la presencia de los señores Richard y Moncharmin en el palco n° 5. Los amigos de la Carlotta creyeron que quizá, por su parte, los directores habían sospechado el proyectado escándalo y habían decidido acudir a la sala para paralizarlo en el momento mismo en que estallase. Pero, como ya saben ustedes, se trataba de una hipótesis injustificada: los señores Richard y Moncharmin no pensaban más que en su fantasma.

¿Nada?… En vano interrogo en ardiente espera

a la Naturaleza y al Creador.

¡Ninguna voz en mi oído desliza

¡una palabra de consuelo!…

El célebre barítono Carolus Fonta apenas había terminado de lanzar la primera llamada del doctor Fausto a las potencias del infierno, cuando el señor Firmin Richard, que se había sentado en la misma silla que el fantasma -la silla de la derecha, en la primera filase inclinaba con el mejor humor del mundo hacia su socio y le decía:

– ¿Y tú? ¿Alguna voz ya te ha dicho al oído alguna palabra?

– ¡Esperemos! No nos precipitemos -contestó con el mismo tono de broma Armand Moncharmin-. La representación acaba de empezar y sabes muy bien que el fantasma no llega habitualmente hasta la mitad del primer acto.

El primer acto transcurrió sin incidentes, lo que no extrañó en lo más mínimo a los amigos de la Carlotta, ya que Margarita no canta en este acto. En cuanto a los dos directores, se miraron sonriendo cuando bajó el telón.

– ¡El primero ha terminado! -dijo Moncharmin.

– Sí. El fantasma se retrasa -declaró Firmin Richard.

Siempre bromeando, Moncharmin insistió:

– En realidad, la sala no está demasiado mal esta noche para